Santiago Daydí-Tolson: “Escribo un poco a la diabla”
Desde que me topé con Santiago Daydí-Tolson en un aula de Trinity University, cada visita a San Antonio es una fiesta. No niego que la travesía por el río o visitar el Álamo constituyan una aventura fascinante. Lios me dibre. Amo la ciudad de palabras y sabores que este chileno correcaminos arma y desarma para mí en cada encuentro, una ciudad de luces y sabores; sí, sobre todo de sabores, Santiago conoce cada rincón, cada piedra, las ramas de los árboles, el tiempo de floración y hasta los pájaros que se asientan, pían y vuelan… Sin lugar a dudas, junto a él poco sentido tienen los manoseados mapas o las guías turísticas. El mapa es la aventura a la bartola por empedradas callecitas y paseos, puentes, jardines y centenarios portones. El paso del tiempo, los avatares de la historia. Y la comida.
Cada visita a San Antonio es una cura. Casi siempre he querido guardar algún registro de las conversaciones que adoquinan nuestras largas caminatas. Letras, historia, ciencias (ocultas y de las otras). Todo cuanto se nos ocurra o nos pase por el frente. Su colección de plumas fuentes, sus perros, el poema y su insectario de palabras. De las cuales, sin que lo advierta, aprovecho y tomo nota.
—Escribir. ¿Por y para qué? ¿En qué momento te das cuenta o te pica el gusanito de la escritura, cuenta un poco cómo se encuentran ambas pasiones: leer y escribir?
—Por qué y para qué me lo pregunto a cada rato y siempre acabo dándome respuestas diferentes. Creo que la mejor, la más acertada dice que se escribe porque sí, porque hay que hacerlo: así lo exige el misterio. No sabría decir cuándo me encandiló la palabra escrita, pero recuerdo muy bien las páginas del silabario en que me enseñaron a leer y, curiosamente también persisten en la memoria las páginas de los libros en que tuve la suerte de aprender a leer de niño el inglés y el francés. Y como eran página ilustradas (las del silabario en castellano eran acuarelas del admirable Coré, que iluminaba la revista El Peneca, donde leí asiduamente) confundí dibujo y caligrafía. Tomé la pluma —sí, una de esas plumas de palo con plumilla de metal que se untaba en un tintero aromático a tinta oscura y que usaban para vacunarnos en masa en el colegio— y me puse a dibujar como quien cuenta y a escribir como quien dibuja. De lo que escribí de niño recuerdo una narración que empecé en un grueso cuaderno en la que me imaginaba otro niño y en la que viví vicariamente en mis palabras la dicha de ser ese otro. Lo digo: leer y escribir son formas de transmutación que bien podría decirse sirven de escapismo, un mentís a la confusa realidad de todos los días.
—¿Cómodamente sentado a la mesa o a lo Hemingway? ¿Es importante el ambiente, el espacio, el set para Santiago oficiar?
—El viaje, Santiago —porque vienes de la otra punta, aquella en la que, cuando aquí es invierno allá es verano—, ¿cómo se da el viaje de Sur a Norte?
—Crecí en un ambiente cargado de alusiones a otras tierras y otras lenguas y desde muy niño tuve muy claro que tarde o temprano me echaría a navegar. El puerto y sus barcos en constante arribar y despedirse me tuvo siempre al borde del salto. La lejanía, la inmensidad del Pacífico frente a los ojos día a día —viví siempre muy cerca del mar–, el muro de Los Andes al este, la hazaña emigratoria de mis antepasados y los antepasados de tantos de mis amigos, las voces extranjeras en el aire, la literatura, el cine… en fin, mi entorno me impulsó siempre a viajar, a ascender desde las lejanías australes a la centralidad del hemisferio donde parecía suceder todo. Hasta que vino el momento de partir una vez completados los estudios universitarios. Partir como partíamos tantos en esos años a completar en el viaje educativo nuestra formación. A mí, la vuelta, que se daba por supuesta, no me pareció necesaria.
—Tengo entendido que eres una especie de correcaminos, viajero interminable, ¿cuáles ciudades te han marcado de manera muy especial?
—La verdad es que no soy muy buen viajero y tiendo a preferir el auto, que se mueve en espacios más limitados que el avión. No son tantas las ciudades que he conocido, pero he tenido la dicha de vivir un tiempo largo en varias. Tendría que decir que Valparaíso, ciudad que inspiró el viaje, está entre mis lugares encantados y me fascina recordarlo en otros lugares que he visitado. A esa ciudad volvería si no fuera la ciudad real de ahora sino la todavía más real de entonces. Nueva York fue por un tiempo, para mí increíble, mi ciudad y me ha quedado siempre la nostalgia de haber vivido en ella. De Washington D.C. me queda el regusto de la biblioteca y largas, larguísimas horas de soledad iluminada. Milwaukee me enseñó la austera disciplina del frío y el engaño hermoso de un lago que podía ser el mar. Las ciudades extranjeras han sido fugaces experiencias que no creo me hayan marcado mayormente, aunque de cada una me queden imágenes que de cuando en cuando, sin que yo sepa por qué, se me hacen presentes con intensa nostalgia. La nostalgia, me digo, propia del viajero, sabedor de lo pasajero.
—Y tus lecturas, en español o en inglés. Lees y escribes en las dos lenguas, ¿en cuál de las dos te sientes más cómodo, más a gusto?
—Háblame un poco de Under Walnut Tree, su mundo, sus lectores.
—Fui el primero en sorprenderme con los personajes y el mundo de esta novela: estaban profundamente ocultos en mí y creo que fue el inglés en que empecé a escribir la novela lo que los trajo a la superficie como una realidad mágica. Es el mundo nostálgico de una edad ilusoria que me obsesiona, la del puer aeternus, el Peter Pan de los que nos apena dejar de ser niños. Probablemente la escribí sin darme cuenta de lo que estaba haciendo y me temo que haya en ella más de mi subconsciente de lo que me convendría admitir. Por lo mismo es una obra fantástica, un ensueño no necesariamente feliz. Me gustó en ella descubrir que sucedía en un lugar que recuerda, mejorándolo, el lugar de mi infancia. Cuando la escribí tenía lectores tan querendones que no pude sino darles lo mejor: escribí para ellos. Los demás lectores son una ilusión. Creo que yo habría sido un agradecido lector de la novela a mis quince años, que es algo que tuve muy presente también cuando escribía.
—De 2013 a 2015 llevas publicados tres libros (Under Walnut Tree, Insectarium y La lira de la ira and Some Irate Lyrics), ¿cómo administras el tiempo para, además de cumplir rigurosamente con tus ocupaciones académicas, viajar, escribir y, de vez en cuando, tertuliar con los amigos?
—Y a propósito de tus dos recientes libros de poesía, ¿en cuáles aguas te sientes más pez: la narración o el verso?
—Me da un poco lo mismo. A veces al pez le da por dejarse llevar por los remolinos del verso, a veces por las corrientes de la narración y las más de las veces se encanta en los engañosos remansos de la prosa no narrativa.
—Y Chile, la literatura chilena, su mundo, ¿qué papel juega en el imaginario de Santiago Daydí-Tolson?
—Casi ninguno. Nunca fui un lector dedicado en lo que respecta a la literatura de mi país. Como crítico me he ocupado bastante de la obra de Gabriela Mistral, pero eso se debió a que por necesidad profesional tuve que analizar su obra y descubrí su inmenso valor. Podría nombrar esos nombres casi sagrados que la poesía chilena ha aportado a la literatura hispana, pero sería más gesticulación de mi parte que sincero reconocimiento. Le guardo gran cariño, sin embargo, a un escritor científico, el Abate Molina, que me nombra tanta cosa de la tierra que conocí en mis aventuras de mochilero adolescente.
—Llevas más de 40 años enseñando Literatura Española y Latinoamericana en universidades de Estados Unidos, ¿qué se siente, cuál es la retroalimentación para un hombre de letras latinoamericano?
—Luego de tu largo viajar de continente a continente, de país en país, de ciudad en ciudad, pueblos y caminos, ¿sientes que has nacido, o despertado, de un sueño no tenido?
—¡Ay, Segismundo, cómo se te entiende! Sueño o realidad es asunto de romperse la cabeza. Despertar cada mañana, aquí o allá, antes o después del viaje, ha sido siempre un desengaño. Tengo la rara limitación de no recordar lo que sueño y sentir, sin embargo, que he soñado lindamente. No hay manera de que la realidad reproduzca eso que la mente ha concebido en el sueño. Soy, en esencia, un insatisfecho que ilusiona la capacidad de recordar lo soñado como un antídoto de lo vivido.
—Entre el escarabajo y la mariposa, ¿con cuál te identificas?
—El escarabajo, de todas maneras. Las mariposas son tan cursis, tan de “mírame y no me toques”, bellezas de tocador a las que se les pasa la mano con el maquillaje y se visten de colorines y sedas rococó. Y eso de volar las vuelve aún más insoportables y vanidosas. El escarabajo se las sabe todas y no se anda con apariencias ni pretensiones. No se embriaga de néctares delicados; se alimenta de las heces.
—¿Qué escribes en la actualidad? Cuenta un poco de qué va.
—Los poemas se van dando un poco al paso; las narraciones requieren más tiempo y por ahora tengo unas cuantas a medio escribir —cuentos y novelas— que me temo queden inconclusas. Dedico demasiado tiempo a escribir sin plan ninguno, averiguando qué se me ocurre y qué podría convertirse en un proyecto. Reviso lo mucho que llevo escrito en años de no haber publicado por temor a que no me publicaran. Material tengo de sobra para varias colecciones de poemas y para otras de cuentos; lo que me falta es decisión y ser menos autocrítico. Un proyecto, dentro de este desorden, es una novela que empecé hace mucho y que me pide la termine porque trabaja con la fantasía y las desilusiones del tiempo, que son mis causas preferidas. Si solo me pusiera a remover papeles y garrapatear las páginas que faltan.
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