Cabezalcubo
Malos modos
Los mexicanos gozamos de una vena digna de Blanchot o Klossowski, porque vivimos tirando mordiscos y vituperios que fácilmente aumentan, aunque lo único de fondo es el dinero ya sea ajeno o peor: del erario. La cosa culmina dramáticamente demasiado a menudo con balazos y la existencia se desmorona en horrendos capítulos que alguna vez fueron leyenda urbana y hoy una cotidianidad espantosa. La vida es para muchos el tránsito entre un cuento de hadas y una película gore y México es ya uno de los países más violentos y crueles del orbe.
Vivimos crispados. Hemos constatado en los últimos tiempos al menos dos verdades horribles: la inoperancia de la inmensa mayoría de la policía, metidos los gendarmes también a narcos y sicarios y viles rateros (y violadores, y tratantes y cuanta funesta variedad ofrezcan la delincuencia misma o la oscura imaginación del lector), y el divorcio evidente entre la versión oficial que recitan como merolico las televisoras y la mierda que tenemos que pisar a diario. Corrupción sin recato es el nombre del juego. Corrupción que parece condición para ser político de cualquier nivel, empezando por el presidente. Corrupción desde luego también en los medios: el periodismo se ha manchado feamente de caca las manos, baste recordar aquel pasquín de Guerrero que aplaudía en 2014 que policías criminales, valga más que nunca el oxímoron, balearan a normalistas inermes y secuestraran y desaparecieran a muchos de ellos. Y peor, que un hecho tan inadmisible, lastimero, brutal, se repitiera luego en Veracruz y en un enorme territorio hoy salpicado de enterramientos clandestinos y tiraderos de muertos. ¿Y el civismo? Muerto y enterrado, también. El problema es de trato cotidiano y elemental cortesía. La violencia diaria que parece haber mudado las puras mentadas de madre por balas expansivas aparece en todos los barrios. Y aunque la jodida televisión mexicana (léase Televisa primero y TV Azteca después) con su cochinero de telenovelas, seudonoticieros mentirosos y programas de concursos estúpidos y distracciones colectivas y enajenantes, como el futbol o el Canelo Álvarez, se empeñan en modelar usos y costumbres en México (baste ver la alharaca demencial hace poco que visitó este país el señor Bergoglio) hay que recordar siempre que no somos personajes de telenovela y jamás conducirnos como hacen esos monigotes. Por eso esta columna se permite reproducir (dispensándose la libertad de adaptarlas a la jerga del mexicano), de la magnífica pluma de la venezolana Carolina Espada (TalCual, Caracas, 5/IX/2002), algunas recomendaciones para encauzar la colisión de las voliciones que originalmente la autora tituló “Reglas básicas para contender y alegar razones contra el parecer de otra persona”. y que vienen como anillo al dedo en estos tiempos de malos humores presidenciales, prensa ingrata y politicastros ratas que se han forrado a costa de la ingenuidad, la ignorancia o la estupidez públicas: “1.- No grite. A más decibelios, menor entendimiento. 2.- Escuche y luego opine, y después vuelva a oír con atención. La cosa es como ping-pong. 3.- No gesticule. 4.- No diga ni media mala palabra. Hay una enorme diferencia entre decir: ‘Tú sabías que te estabas robando esa lana’ y ‘cabrón, eres un pinche ratero’; las vulgaridades y asperezas transforman el debate en riña encendida. 5.- Nunca arranque con un: ‘Eso que tú estás diciendo es una pinche mentira.’ Más bien inicie su exposición con un: “Lo lamento, pero no estoy de acuerdo porque…” y por ahí se sigue. 6.- No agreda, ni veje, ni hiera, ni insulte a su opositor con asuntos que no vienen al caso. Olvídese de mencionar edad, raza, religión, apetencias sexuales, defectos físicos y afines.” Si se está discutiendo el tema de la malversación de fondos, ¿qué importa si la señora está en pleno ciclo menstrual o el señor sufre de hemorroides? Evite el facilismo adjetival, porque los argumentos de peso se diluyen en un: bulímica, marrano, frígida, naco, apretada, mantenido, lagartona, sarnoso, celulítica, chaparro, mofletuda, mariquita sin calzones. Y no sólo se esfuma lo sustantivo y trascendente de la controversia, sino que se cae –bajísimo– en un abismo insalvable de desprecio, vergüenza e intimidación. Seamos racionales, ¿qué nos importa si una mujer es muy promiscua o si un hombre sufre de halitosis. Eso ni quita ni pone. Aquí lo que se discute son los millones que desaparecieron y nadie sabe dar razón de dónde fueron a parar. A menos que se llame Javier Duarte.
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