miércoles, 8 de octubre de 2014

EFRAÍN; Zunilda Moreno

Efraín


Ese verano Efraín había decidido pasarlo en la posada de su abuelo. Estaba harto de la ciudad y vacacionar en el mar otra vez, no lo entusiasmaba. En cambio, mirar las sierras cubiertas de verdes oscuros, escuchar el sonido cantarino de un arroyito saltarín, distraerse con los turistas que van y vienen por el hotelito, eso sí lo reconfortaba. Por otra parte lo había hecho muchas veces en su niñez y parte de su adolescencia, siempre al amparo de su abuela Alicia que lo llenaba de mimos y le complacía su gusto por las empanaditas de queso. Llevaría, por supuesto, su Notebook para divagar entre números y cálculos. Para proyectarse y entretenerse en la Red con sus amigos cibernautas a quienes dedicaba parte de su tiempo, cuando regresaba a su departamento, cumplido su tiempo laboral.
Se adaptó rápidamente al movimiento diario de la Posada. Para desayunar, había elegido una mesa junto al gran ventanal desde el cual la vista panorámica de la plaza principal, con sus hermosos ejemplares autóctonos y exóticos, le entusiasmaba la jornada.
La camarera siempre tenía todo listo para cuando él llegase. Efraín, cumplía un ritual: Primero desayunaba tranquilo mirando hacia fuera ensimismado en sus pensamientos, entrecortados por algún ¡Buen día! Luego saboreaba el rico café con leche con tostadas calentitas y humeantes, manteca y dulce de algarroba, miel o arrope de chañar,  en tercer lugar, abría su  equipo y permanecía horas absorto ante la pantalla, sumergido en su contenido.
Una mañana de la primera semana de estadía, en su última mirada hacia la plaza antes de conectarse, la descubrió. La joven caminaba apurada por la avenida de piedra laja que desembocaba casi justo enfrente del Hotelito. Por allí cruzaba todos los días en un repetitivo trayecto la calle ancha que separaba la plaza de la Posada y giraba en ángulo recto hacia el sur. De mirarla a diario, llegó el momento en que los ojos de Efraín se encontraron con los de la mujer.
A través del vidrio y la distancia percibió en la joven un sutil estremecimiento.
Así, fue observando: Su cabello ensortijado y rubio, su cuerpo gentil, sus ojos buenos.
Cada desayuno acrecentaba una rara una emoción en Efraín que con nadie compartía. Bebía el café con apuro y se apostaba para esperar a la mujer y mirarse en sus ojos.
Siempre se miraban, cada vez comenzaban desde más lejos hasta casi enfrentarse rostro con rostro ante la vidriera inmóvil. Una mañana diáfana, Efraín levantó su mano en señal de saludo y ella le contestó con un aleteo de la suya. Más tarde, se saludarían con un desapercibido movimiento de cabeza y una franca sonrisa.
Pasaban los días y  el muchacho iba sintiendo una necesidad cada vez mayor de ese especial encuentro matutino. Como todas sus cuestiones personales, esta extraña relación con la joven que cruzaba todas las mañanas por el mismo lugar, le pertenecía y  la callaba.
Cada noche, mientras esperaba que el sueño llegase, Efraín contaba los días que le restaban en la Posada.
¿Qué magia perceptible y recíproca se apoderaría de estos dos seres quienes sin hablarse, con sólo mirarse se conectaban? ¿Qué hilos invisibles los acabarían uniendo, sin tocarse, sin juntar cuerpo con cuerpo? ¿Qué razones escoge el alma humana para elegir el momento y el lugar, la persona y el entorno destinados?
En aquella oportunidad, la joven se acercó como nunca al ventanal y apoyó su mano sobre el vidrio, sumergiéndose en los asombrados ojos marrones de Efraín. Él le contestó el gesto y apoyó su mano sobre la de ella, como si ningún elemento los separase. Y pudo sentir la vibración de su amada y ella advirtió, dando un respingo hacia atrás casi asustada, el palpitar del hombre. Se fue presurosa rumbo al sur, calle abajo.
Dos días negros consecutivos llenaron de angustia el corazón de Efraín, cuando al ritual cotidiano le faltó la presencia de la mujer.
Su abuelo, preocupado le preguntó por su estado, al verle callado y pálido como si no hubiese dormido bien. Pero el joven, hábilmente desvió la atención del anciano. El abuelo sonrió y continuó con su tarea habitual aconsejándolo que bebiera alguna infusión del lugar.
Las hierbas serranas, por más sanas y acertadas, no tuvieron efecto. La ausencia de la joven a quien se había unido y comunicado a través del inimaginable poder de la mente, era suficiente para no permanecer en el lugar un solo día más. Llegó el último desayuno. Había mirado reiteradas veces hacia la plaza, pero no la detectaba, sin embargo la presentía.
Vuelto a su café con leche de la despedida, con la Notebook cerrada, se había quedado quieto, pensando en razones infundadas, en respuestas insuficientes, en la trama  imperceptible que ocupa los espacios de la vida.
Había fijado su vista en un punto negro que sólo él distinguía.
De pronto, la energía vital del entorno se agitó, sus sentidos se agudizaron y sus labios se abrieron para beber todo el sentimiento de esa boca húmeda que le acababa de estampar el más cálido de los besos.
El tiempo que duró el contacto le pareció infinito. Ella le había tomado el rostro entre sus manos blancas para luego, suavemente separarlas.
No hubo palabras. La joven de pelo casi rubio y ensortijado, salió rápidamente del salón-comedor del hotelito y apurada, siguió su rutinario camino.
Efraín no intentó alcanzarla, en realidad no la alcanzaría. Manejar con velocidad su silla de ruedas, no se lo hubiese permitido.
El abuelo presente detrás de la barra, fingía repasar con una limpísima servilleta las copas lavadas de la noche anterior.
Su nieto preguntó entonces: “Abuelo, ¿Quién es esa chica?” El anciano un poco tembloroso por la explicación que le daría, le respondió: “Ah. . . esa joven, con quien te has estado mirando todo este tiempo Efraín, es la hija de un vecino. Sólo sé que todas las mañanas concurre a la Escuela Municipal para aprender lengua de señas, porque es sordomuda, la pobrecita.” 

1 comentario:

  1. Un honor, amigo, que un cuento de mi autoría sea publicado en este Blog. ¡Muchas gracias !

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