lunes, 6 de octubre de 2014

LA DANZA DE LOS VIEJITOS: RESISTENCIA Y DIGNIDAD, Margarita Godínez

La danza de los viejitos: resistencia y dignidad

Margarita Godínez


Fotografìas: gobierno del estado
La leyenda dice que los conquistadores españoles, sedientos de apoderarse de los tesoros de Las Indias, entraron a saco al reino purépecha y, al no encontrar el oro que esperaban, como les había sucedido también en el Valle de México, se enfurecieron.
Su ambición sin límite, sumada a la experiencia que su cultura acumulaba a fuerza de torturas ejecutadas por la mal llamada Santa Inquisición, cuya sola descripción horroriza, los decidió a ejercer por medio de la violencia el derecho divino que, según ellos, la Corona les confería.

Así como torturaron en su momento a Cuauhtémoc, regente de ese imperio que agonizó bajo las huellas de los caballos, bajo el fuego de las armas y que languideció de viruela, así también los españoles llevaron al tormento a los principales purépechas.

Este pueblo, como los muchos que conformaban nuestra antigua tierra mexicana, respetaba a tal grado el saber y la experiencia de los ancianos, que era a ellos justamente a quienes confiaba la conducción de los asuntos del reino. Los ancianos de Mechuacán, violentados, compelidos de manera indigna a señalar las fuentes de riqueza de los suyos, se negaron a entregar los tesoros del pueblo a aquellos invasores.
¿Y qué puede hacer el fuerte, cuando el débil se enfrenta con dignidad a su ambición? Acudir al origen de su calificativo: la fuerza. Los ancianos, aquellos principales tan respetados, fueron conducidos a la plaza pública y obligados a caminar sobre carbones ardientes. Pero no confesaron, no cedieron.

La danza de los viejitos es una conmemoración, una representación simbólica de aquella tortura. Los bailarines, ataviados como ancianos y todos ellos con bastones de mando que designan su alta jerarquía, se mueven incesantemente y dan saltitos que a la concurrencia poco informada les parecen torpes y risibles. Bajo esa mascarada bufa se esconden los rasgos de la histórica resistencia de los pueblos; es una marca de identidad y defensa, como otras que el ritual y la leyenda preservan en toda la extensión de nuestro expoliado territorio.
Llevada por el azar a pensar en ese vestigio calificado hoy apenas como “cultura”, me pregunté: ¿es que a nadie causa indignación el hecho de que ahora, tras más de quinientos años de resistencia, se esté consumando la traición última de nuestros representantes –éstos no tan honestos ni tan probos como aquellos ancianos–, que sin que medie la fuerza y sin el menor pudor entregan las riquezas del pueblo?
Habría que preguntarse si una danza de la ignominia, un gran plantón de danzas de todos los pueblos, efectuado a las puertas de la que debería ser la casa de todos los mexicanos y no la guarida de quinientos ladrones, tendría algún efecto sobre sus almas o conciencias sin escrúpulos.

¿Es que hoy nos parece imposible e inabarcable la defensa? ¿Es que nos ha sido arrebatada la voluntad? Ocupados en trabajar y consumir, en vivir o en sobrevivir, los compatriotas nos despertamos cada día en una patria hecha jirones, mermada y saqueada por los hambrientos de oro, nuevos conquistadores con una gran misión: expropiar los sueños y las esperanzas de los que nada tienen ante la mirada atónita o indiferente de los que cada vez tenemos menos.

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