lunes, 12 de noviembre de 2012

UNA CARTA DE AMOR, Héctor Manjarrez


Una carta de amor de Héctor Manjarrez
Con­cha mira el aire trans­par­ente que la rodea. No mira el cielo, no mira las nubes, no mira las águilas. Mira el aire.
Los que más creyeron en el futuro son los que más año­ran el pasado, col­ga­dos de la brocha del gran fresco que iban a pin­tar, piensa.
En sus manos tiene una carta de Gre­go­rio, su primer esposo, su único esposo. La ha leído cinco veces, pero no aquí, en la mon­taña, adonde la trajo para leerla de nuevo por primera vez, pre­cisa­mente, en el aire límpido, lejos de la ciu­dad, lejos del pasado y del futuro.
Para Gre­go­rio, piensa Con­cha, el pasado sigue vivo, es parte del pre­sente y será parte del futuro. Nunca se ha alter­ado su entu­si­asmo, sólo se ha adap­tado a las cir­cun­stan­cias. Para mí el pasado es como las casets de nues­tra música favorita de antaño: ya no las oigo, y muchas cin­tas ya ni siquiera pueden oírse, las arru­inaron el tiempo y el uso.
Además, el pasado es como esas pelícu­las ori­en­tales que alguna vez creí­mos enten­der y que, al ver­las en dvd, nos damos cuenta de que en real­i­dad nunca las entendi­mos, sólo nos fasci­naron por una especie de esno­bismo ingenuo. Los gestos son tan enig­máti­cos, las pal­abras tan histrióni­cas. Esos extraños actores ¿éramos nosotros?

Querida,
¿Cómo se escribe una carta de amor?
Cuando eres joven, las car­tas amorosas brotan con la nat­u­ral­i­dad y la abun­dan­cia de las lágri­mas o del semen. Implo­ras y ado­ras con la facil­i­dad de dioses, y cada dos o tres ren­glones haces prome­sas que juras que cumplirás.
Las car­tas de amor son pro­fe­siones de fe y de entu­si­asmo que se van con­vir­tiendo en peti­ciones de perdón y ofrec­imien­tos de enmienda. Ya voy a hacer lo que debo; ya no voy a hacer lo que no debo; te lo prometo y me lo juro.
¿Cuán­tas car­tas no nos escribi­mos tú y yo en las épocas en que no existía el correo elec­trónico (y el telé­fono de larga dis­tan­cia era muy caro)? Cuando no vivíamos jun­tos, yo salía de tu cama y tu casa y a la noche sigu­iente ya estaba escribién­dote car­tas apa­sion­adas sobre tu espíritu, sobre tu cuerpo, sobre tus pal­abras, sobre nue­stro futuro. No dig­amos cuando te ibas a tus prác­ti­cas de campo: nos escribíamos epís­to­las que sem­anas o meses después abríamos y leíamos mien­tras cogíamos y comíamos algo a tu regreso de las tier­ras de los indios.
Y final­mente, cuando con­vivi­mos, ¿no nos dejábamos reca­dos en el espejo, el portafo­lios, los zap­atos? Todo el tiempo nos escribíamos, y hablábamos de lo que sen­tíamos, leíamos y veíamos.
(Si todo esto te parece falso porque es un recuerdo embel­le­cido o la com­pag­i­nación de ti y otras de mis mujeres, creeme que no importa. A nadie quise como a ti y con nadie quería lograr esa feli­ci­dad y lib­er­tad como contigo.)
Y yo me dor­mía con la mano derecha en tu pecho izquierdo. ¡Oh, tu chichi izquierda! Nunca sabrás cuánto la quise. Y oh, tu espalda, tu nuca. Las mujeres nunca se imag­i­nan cuánto las deseamos y ven­er­amos, como ya no me acuerdo quién decía (¿Baude­laire, Agustín Lara, yo?). El fes­tín de los cuer­pos que es el encuen­tro de las mentes que es el asom­bro de los gus­tos compartidos.
¿Estoy tratando de revivir un cadáver? Si nos volve­mos a besar, ¿con­traer­e­mos una infec­ción espan­tosa al reac­ti­var nues­tras vie­jas bac­te­rias agaza­padas durante lus­tros en los alve­o­los de los dientes? Si logro per­suadirte y encan­tarte de nuevo, ¿no me arriesgo a toparme con tu fan­tasma atroz en un pasillo, el cadavérico ros­tro des­en­ca­jado mien­tras me can­tas, con la voz de Leonard Cohen, and is this what you wanted? To live in a house that is haunted, by the ghost of you and me?
No es la primera vez que te sug­iero y recomiendo que le demos otro chance al enorme car­iño que los dos sabe­mos que nos ten­emos. Te lo he dicho de viva voz, te lo he dejado grabado en tu telé­fono, hasta creo que te lo he imeil­i­ado alguna madru­gada en que la vida me ha pare­cido par­tic­u­lar­mente bella. Y ahora he deci­dido escribirte esta carta que, para evi­tarme críti­cas como las de antaño, te estoy tecle­ando direc­ta­mente en la compu. Aun así, la imprim­iré; y la meteré en un sobre; y en el correo, esa insti­tu­ción tan amada que se nos está muriendo, le pon­dré tim­bres y la echaré por la ranura correspondiente.
¿Te he per­don­ado tus pen­de­jadas y chin­gaderas, tus necedades y cru­el­dades? Supongo que te gus­taría saber esto. La respuesta es fiel reflejo del canon clásico: sí y no. Como nunca te dis­cul­paste de nada, ni de lo nimio ni de lo sinie­stro; como siem­pre creíste (o qui­siste o fin­giste creer) que los hom­bres (porque sus antepasa­dos fueron machos opre­sores) deben pedir perdón por todo y las mujeres (porque son fem­i­nistas hero­icas) no deben dis­cul­parse ni por pisar un callo, te seré sin­cero: en la nueva sociedad que te estoy pro­poniendo, ten­drás la opor­tu­nidad de dis­cul­parte tan­tas veces como yo. ¿No te parece justo? ¿No te parece hermoso?
Y una pre­gunta más: ¿es ésta la primera vez que me atrevo a decirte esto abier­ta­mente, o me estoy repitiendo?

Te estás repi­tiendo, piensa Con­cha, pero quizás el interés de tu proposi­ción fuera jus­ta­mente que nos repi­tiéramos, que aprendiéramos a repe­tirnos, como las pare­jas duraderas.
Pero para eso ten­dríamos que con­ver­tir las indud­ables vir­tudes de tu prop­uesta razon­able en un interés apa­sio­n­ante, y no sé si para eso no es impre­scindible no sólo un con­sid­er­able sen­tido del humor (del que tú tienes “demasi­ado” y yo “demasi­ado poco”) sino incluso un “mín­imo” (what­ever that means) de entu­si­asmo sex­ual. ¿Te gus­tarán mis chichis? ¿Me volverán a gus­tar tus extrañas pier­nas? Y no sigo con otras preguntas.
¿No sería más “sen­sato” que me y te replantearas esta prop­uesta para cuando sea más difí­cil que seduz­camos y nos seduz­can otros? Cuando seamos “adul­tos más may­ores”, digamos.
Me acuerdo de aque­lla querida amiga y colega mía que después fue tu querida amiga y amante y que sigue siendo mi entrañable colega y amiga (aunque hace mucho, mucho tiempo que no la veo). Un día me con­tabas (estábamos en dos hamacas para­le­las en una playa de Oax­aca donde nos topamos) que, tira­dos en la cama y fumando aunque aún jadeantes (así se vivía entonces), tú no le dijiste que la amabas, sino le pre­gun­taste si te amaba.
Ella te dijo que acababa de ver una car­i­catura del New Yorker donde una anciana y un anciano, bal­anceán­dose en sus mece­do­ras en la veranda de una casa de ancianos de Florida, se pre­gunt­a­ban: “¿Qué éramos? ¿Ami­gos? ¿Amantes? ¿Pri­mos? ¿Nada?” (¿Ya te re-conté esto?)
Si somos sin­ceros, ése es, más o menos exac­ta­mente, el estado de nues­tras rela­ciones (en plural). Pero siem­pre hemos sido sin­ceros, entonces déjame quitar esa pal­abra y volver a lo razon­able, al rea­son­able­ness, que creo que es lo que nos ha per­mi­tido seguir quer­ién­donos mucho.
Y no se te olvide algo fun­da­men­tal: hasta ahora tú y yo hemos evi­tado tener hijos. Yo no dudo de la “con­gru­en­cia” de mi decisión, pero hay algo que me excita tanto como me inqui­eta: así como ser hija de divor­ci­a­dos me llev­aba a con­ge­niar “a primera vista” con otros hijos de divor­ci­a­dos (cuando los divor­ci­a­dos eran pocos y malditos), así, ahora, me doy cuenta de que sólo me atraen sex­ual­mente los hom­bres que mi nar­icita hipersen­si­ble dic­t­a­m­ina, infal­i­ble­mente, que son child­less, ágrafos de pater­nidad, seres que como yo sólo respon­den a sus respon­s­abil­i­dades ante sí mis­mos y su tra­bajo. ¿Des­tino es des­tino? Porque, además, no sólo detecto a los varones que no tienen hijos, sino tam­bién a los que ya no viven con nadie, sea hom­bre o mujer y hasta perro o nana.
Pero, bueno, cav­ila Con­cha, no hay que exagerar. Estas cosas siem­pre las supi­mos: las llamábamos la química, etc. La difer­en­cia, si la hay, rad­ica en que no las decíamos. O —para volver a la sin­ceri­dad— que yo no las decía.
Con­cha sigue sola mirando el aire. Su corazón está un poco más con Gre­go­rio; su cuerpo está un poco más con el hom­bre con quien se abrazó y com­pen­etró en Tepic; su espíritu, que es la fór­mula más com­pleja y tam­bién más sutil, parece que pre­fiere acogerse a San Juan Pingüino.

¡Este hotel será hos­pi­tal!, clamábamos en las man­i­festa­ciones. Qué sim­pleza, qué men­tal­i­dad tan puri­tana. Nos sumábamos a los con­tin­gentes, desplegábamos nue­stros estandartes, coreábamos las mis­mas idio­tas consignas (EL PUEBLO UNIDO JAMÁS SERÁ VENCIDO), saltábamos como niños de kinder (EL QUE NO BRINQUE ES CHARRO) y nos ufanábamos de ser los batal­lones del futuro (ÚNETE PUEBLO) mien­tras marchábamos como hormi­gas por Reforma, por Juárez, por Madero, desde Tlatelolco, desde el Museo de Antropología, hasta el Zócalo, con el puño en alto, con el ros­tro enarde­cido, con el sol achicharrándonos.

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