domingo, 20 de enero de 2013

EL SEÑOR DE LOS GUSANOS, Alfonso Sánchez Arteche


EL SEÑOR DE LOS GUSANOS

Alfonso Sánchez Arteche


Se me hizo presente una tarde nublada, que amenazaba con lluvia y al escuchar el primer golpe en el vidrio supuse que comenzaba a granizar, la segunda vez me sonó a pedrada y para la tercera ya no me quedó duda de que alguien estaba tratando de producir un destrozo o, al menos, de llamar la atención. Mi primer impulso fue ir hacia la ventana para averiguar quién era el causante del ataque, pero me detuve al imaginar que la cuarta piedra podría llegar con más fuerza y romper el vidrio, o golpearme si me atrevía a asomarme. Lo que hice fue salir por la puerta trasera y caminar de puntillas hacia el sitio del que supuse que procedían los proyectiles. La visibilidad era poca y no apreciaba la cercanía de nadie, hasta que sentí que alguien me tironeaba del pantalón y percibí la minúscula figura de un extraño ser que me decía con voz de adulto:
-Oies tú, zancarrón, ¿Por qué me mandastes tirar mi casa?
Yo lo observaba con curiosidad. A pesar de que no medía más de un metro, no era un enano contrahecho, sino un hombrecillo de proporciones normales, más bien rollizo, de cabeza cuadrada, sombrero de jipi, vestido con guayabera y paliacate, pantalón de dril blanco y alpargatas de cuero.
Sin atender a su reclamo pero sí movido por la curiosidad, repuse:
-Oiga, ni he leído el libro ni he visto la película, pero mi nieto mayor me las ha platicado. Dígame si es un hobbitt o un troll o un golem o alguien por el estilo.
-Mare, no me vengas con esas punietas. ¿qué no estás viendo que soi un Alux, un duende maia?
-Ah -respondí- creo que algo he oído acerca de eso, que ustedes son traviesos y socarrones, que hacen muchas maldades a los hombres.
-Somos maniosos y maloras pero mui cariniosos - alardeó con una sonrisa picara- pero cuando nos enojamos, entonces sí que podemos causar muchos danios -mientras lo decía su rostro se iba enrojeciendo de cólera-, como ahora que me tirastes la casa, esa que está allá i que me la volvistes lenia.
Reparé entonces en el árbol de parotas que había ordenado derribar porque su copa se extendía demasiado y yo necesitaba el espacio para mandar a hacer una palapa donde recibir a mis invitados cuando vinieran a visitarme. Uno de mis propósitos cuando tramité la jubilación era regresar a la tierra de mis mayores, en límites con el estado de Guerrero, y convertir el rancho de mis padres en una finca de descanso para familiares y amigos. Sin embargo, me consternó el perjuicio que pude haberle causado al gnomo criollo.
-¿Vivía usted en esa parota?
-Es un guanacaste, nosotros vivimos en ceibas y guanacastes. 
Comenzaba a lloviznar y se me ocurrió invitar al Alux al interior de la casa, pero él se negó. Me dijo simplemente: 
-Mira, ninio, io me voy a dormir a la lenia, pero me vas a tener que hacer un altar ahí, si no quieres que te pasen cosas estranias. Ah, y me puedes iamar Alpuche.
Y se fue caminando hacia el amontonamiento de ramas troceadas.
A la mañana siguiente, comenzaron las maldades. Me urgía ir al pueblo a comprar algunos víveres y no encontraba las llaves. Subí al tapanco a buscarlas y se me cayó en la cabeza un martillo, sujeto de una alcayata, cuyo mango había zarandeado sin querer. Más tarde, mientras un médico al que llamé por el celular me vendaba la nuca, le pregunté si una parota y un guanacaste eran lo mismo; me dijo que era muy probable, porque ambos contienen sus semillas en una gran vaina con forma de oreja. Así se lo había hecho notar un compañero suyo costarricense al ver una parota, que halló muy parecida al árbol nacional de su país.
Le pregunté también si sabía qué era un Alux y me dijo que le sonaba como a la marca de un linimento para caballos, pero que no estaba muy seguro. Me despedí de él sin entrar en más detalles y caminé lentamente hacia los restos de lo que había sido el hogar del hombrecillo. Lo hallé sudoroso tratando de armar un cobertizo a su medida con los pedazos irregulares de madera. Un titubeo me permitió saber que sentía mi proximidad, pero se hizo el desentendido y prosiguió su labor sin volver la vista hacia mí.
-Don Alpuche -le dije en tono comedido-, aquí cerca hay muchos arboles semejantes, ¿Por qué no se muda a uno de ellos?
Indignado, dio un giro sobre sus pies y se me enfrentó:
-Porque aquí he vivido siempre,¿lo oies? 
-Pero si usted es maya, ¿qué tiene que andar haciendo por acá?
De pronto su rostro se contrajo en una mueca de dolor y, sollozante, me confió; 
-Crio quen mi cantón no me querían, por eso me trajieron a perder por acá. Desde pequenio vivo en este guanacaste i ora me vas a tener que hacer un altar aquí.
-Mire, don Alpuche, aquí voy a poner una palapa.
-¿Eso ques?
Le expliqué entonces que era una especie de choza sin paredes, para convivir entre amigos. La idea le divirtió mucho, pero sin dejar de reírse me ordenó: 
-Pos vas a tener que poner otra chocita junto, esa sí con paderes, porque aí vaser mi altar. 
No le opuse ninguna objeción. Mandé a construir la palapa y el altar del Alux, según las indicaciones que él me dio, pero no permití que se dejara ver ante los lugareños contratados para la rústica construcción. cuando me preguntaban sobre el uso que le daría a la palapita, les dije que era para guardar cartones de cerveza, vasos y trastes, y ya no dijeron nada más. 
Cuando estuvo terminado el pequeño recinto, el Alux me hizo conseguir varias imágenes para decorar el interior: Una de Chichén, otra de Uxmal, asì como retratos de Ricardo Palmerín, Guty Cárdenas, Alma Reed, Dulce María Sauri y Armando Manzanero. Luego me dijo que tenía que organizar un gran banquete para mis amigos y ofrecerles los platillos de su preferencia, es decir, la preferencia de él. Sólo así dejaría de embromarme con sus maldades. Encargué a un restaurante especializado en comida peninsular lo más representativo de su carta: sopa de lima, cochinita pibil, pavo en escabeche, relleno negro, salbutes, codzitos, panuchos y papadzules. Desde luego, ixtabentún para hacer resbalar todo eso por el gañote. Bueno, también había cervezas yucatecas, además de refrescos para los niños. 
Varias veces me vi en aprietos porque los invitados trataban de meterse en el altar creyendo que era un baño, pero inventé que era un vivero de orquídeas y que no les podía dar la luz. A pesar de su extrañeza por la peculiar selección gastronómica y tales explicaciones, todos salieron satisfechos del festín. Sólo me entristeció que mi difunta Cholita no estuviese presente, ella que tanto disfrutaba de la cocina yucateca. 
Luego don Alpuche desapareció de mi vista por varios días. De repente, una mañana se me acercó mientras arreglaba los rosales del frente de mi casa. En tono solemne, anunció:
-Acabo de aiar un cenote. 
-No la amuele, don Alpuche, por acá no puede haber cenotes. Esos sólo en Yucatán. 
-Pos ia olí el aua. Escarba cosa de doce metros i verás cómo no miento, sí ai aua. 
Le hice caso porque sabía que cualquier cosa que me ordenaba era una especie de chantaje, pero movido también por la curiosidad de saber si tenía tales poderes de detección. Contraté a dos jornaleros que cavaron durante casi cuatro días, con el sol a plomo y a punta de pico en un terreno muy seco, hasta que finalmente dieron con la vena a los once metros con ochenta centímetros. Luego compré un camión de piedra y mandé a recubrir la horadación del pozo. 
El Alux estaba feliz, pero el gusto no le duró mucho. Una noche me despertó a pedradas más fuertes que la primera vez. Agitando un pañuelo blanco frente al vidrio, abrí la ventana, saqué la cabeza y le grité:
-¿Qué se trae, don Alpuche? ¿Ahora de cuál bebió que anda tan agresivo?
-Baja i ven, questo es mui grave. 
Iba yo a decirle que me dejara dormir en paz y al otro día me enseñara lo que fuese, pero de todos modos ya me había espantado el sueño, así es que me vestí y bajé a abrirle la puerta. Él no quería entrar, sino que me agarró de una mano y me jaló hacia el borde del pozo, mientras ponía el índice frente a sus labios para indicarme que guardara silencio. Luego arrojó un guijarro. 
Encaramado él en el brocal y yo asomado al interior, vimos cómo una sombra negra trepaba por uno de los costados y de pronto, al descubrir nuestra presencia, soltó un aullido estremecedor. Ambos nos apartamos a saltos. Yo intentaba correr hacia la casa, pero el Alux se prendió de mis piernas y balbuciente me dijo que era más seguro refugiarnos en el altar. Hacia allá fuimos y antes de que yo le preguntara, me informó con expresión de pánico: 
-¿Vistes? ¿vistes? Eses un chaneque, otro duende pero de por acá. 
-¿Y qué, los chaneques son malos?
-Pa ustedes no, pa nosotros sí. Hace muchísimos anios tuvimos guerra con eios y les ganamos, los espulsamos i por eso se vinieron.
-Vamos a ver, don Alpuche, si usted dice que vivió en el árbol de guanacaste desde niño, ¿cómo se enteró de que hubo esa guerra?
-Es que los maias somos mui pero mui sensibles. Donde anda nuestra alma, aistá nuestra memoria. Es más, usté ni siquieras es un Alux, cuantimenos ha de saber ques eso. 
E iba a continuar su perorata cuando, lleno de terror, de dos saltos se colocó a mi espalda, sujetándose con fuerza de mi cintura. El chaneque estaba parado frente a la puerta. Era más o menos de la misma estatura, de vientre más abultado y de tez más clara. Vestía camisa y calzón de manta, guaraches de suela de llanta, cubría su cabeza con un sombrero de Tlapehuala y se arriscaba los bigotes con arrogancia. 
-Oyi tú, guachu, suelta a ese malvadu enanu pa ponerli sus moquetis por andarmi ensuciando el agua con piedras. 
-Perdone usted, señor Chaneque, pero ésta es mi casa y el señor Alux es mi huésped. 
El recién llegado se quitó respetuosamente el sombrero y me dijo. 
-Yo no soy de pleitu, amigu, mi nombre es Rogacianu pero de cariñu mi dicen Chanu. Nomás le voy a dicir algu. Usté será el dueñu de la tierra, pero lo ques lagua del pozu, esa nomás es mía. Y que le valga al pedazu ese de corchu que lo tiene de valedor, peru me lu he di jallar solu y a ver si no le tundo el cueru. 
Luego se me enfrentó con aire retador y me dijo: 
-Vaigale poniendo mosaicu al pretil del pozu, paque luzca.
Sin chistar, mandé a hacer en talavera de Puebla las imágenes que me pidió el chaneque: el Tenampa, Pedro Infante, José Alfredo, Lucio Cabañas, Lucha Villa y Elba Esther Gordillo. Extrañado por esta última selección, le inquirí la razón para incluir a la profesora, me contestó con mirada malévola: Pos nomás pa espantar a los maldosus.
Y se retiró muy digno. El Alux sudaba frío y se cimbraba como un resorte. El resto de esa noche le tuve que dar alojamiento en mi casa. 
Al amanecer del otro día, lo busqué pero ya no estaba. Después de bañarme, desayuné y luego fui a ver si hallaba a don Alpuche en su altar. Lo encontré más tranquilo que la noche anterior. Estaba, me dijo, decidido a dar la pelea:
-Hace muchísimos anios les ganamos a los chaneques, io no voi a ser menos, ia verás cómo lo espulso de aquí.
No podía menos que desearle buena suerte, pero a partir de entonces mi propiedad se volvió un campo de batalla. Un día, la palapa y el altar amanecieron inundados y al siguiente la boca del pozo estaba taponada con ramas de parota. Al colmo se llegó durante unos días en que tuve que viajar a la ciudad para arreglar ciertos asuntos. Cuando volví, los rosales estaban destrozados y al abrir la puerta encontré todo de cabeza, los muebles fuera de lugar, rotas las piezas de la vajilla y algunas cazuelas, manteles y ropa de cama sucios y revueltos por toda la casa. Me dirigía al patio cuando un lengüetazo de agua arrojado desde el pozo me dejó empapado y, al acercarme a la palapa, una andanada de piedras me hizo correr a refugiarme en unos matorrales próximos. Intenté en vano dialogar con ambos, pero Alpuche y Chanu ni siquiera se dignaban a escucharme. Uno y otro me rechazaban, ya fuera mojándome o bien lapidándome.
Lamentaba mi suerte sentado a la orilla de una barranca, pensando incluso en la conveniencia de vender el viejo rancho (pero ¿cómo ofrecerlo sin expulsar a esa clase de inquilinos?), cuando vi que la tierra empezaba a agritarse frente a mis ojos. De un montículo que se elevaba surgió de improviso una especie de tentáculo sonrosado y brillante, que ondulaba y crecía hasta alcanzar la altura de casi dos metros. No sentí pánico alguno, pues luego de mis recientes experiencias con los duendes, esa nueva criatura sobrenatural ejercía una inexplicable fascinación en mi ánimo. Aunque su apariencia alargada era la de una mazacuata, su cuerpo estaba segmentado en anillos angostos y brillantes; En su extremo superior redondeado, que hacía las veces de cabeza, comenzaba a erguirse un par de antenas rematadas en esferas verdosas, entre ellas resoplaba un par de orificios tenebrosos y más abajo se abrió una oquedad que emitía las siguientes frases:
-¿Qué bien joden esos enanos, verdad?
Tuve que aceptar que, en efecto, los había admitido con la mejor voluntad, que no me caían mal, pero que su inútil rivalidad me estaba arruinando la vida.
-Pues déjame contarte que en una época anterior, cuando todo sobre el suelo eran pantanos y marismas, los gusanos reinábamos en la tierra baja. Pero un día comenzó a emerger el piso firme y llegaron todos estos duendes, que empezaron a destruir sólo para divertirse. Ahora yo, que soy el Señor de los Gusanos, Ocuiltzin, quiero formar un ejército para recuperar mis antiguos dominios.
Me propuso entonces agusanarles todo: las paredes del altar y el recubrimiento del pozo, al igual que los resquicios de su anatomía virtual. Me pareció cruel esa forma de quitármelos de encima, además de que tal solución arruinaría mi propiedad. 
-Estás en un error. Puedes hacer un lombricario. Invita a tus vecinos para que vengan a tirar sus desechos orgánicos aquí, yo te proporciono toneladas de las mejores especies y empiezas a producir abono de excelente calidad, que es el humus de lombriz. 
Cuando comenzó la invasión de anélidos oligoquetos, don Alpuche se acercó a mí con la propuesta de envasarlos y venderlos como alimento para pájaros o carnada para pesca. Don Chanu, más informado, me dijo que -según había escuchado- podía producirse harina de lombriz para consumo animal y humano. Escuché inmutable sus respectivas propuestas, pero ya sabia lo que les esperaba. 
El señor de los gusanos no perdona. A don Alpuche le introdujo una solitaria en el aparato digestivo, a don Chanitu le llenó la sesera de cisticerco. Ambos se fueron sin despedir, no sé si a Tepoztlán o a Catemaco. Ahora me enriquezco con la venta de humus y observo sin entusiasmo los preparativos de Ocuiltzin, el Señor de los Gusanos, para dar la madre de todas las batallas, aunque para mí todas las batallas valgan madre.

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