jueves, 2 de octubre de 2014

DE LA CEGUERA, Wilfredo Carrizales (Letralia)

De la ceguera
Textos y dibujo: Wilfredo Carrizales
Dibujo de Wilfredo Carrizales
1
Todos los Espinoza iban quedando ciegos con el transcurrir de los años. La heptagenaria Genara fue la primera de esa familia a quien conocí. Era yo un niño de unos seis años e ingresaba furtivamente al naranjal de la anciana para robarle las deliciosas frutas. Ella salía cansinamente de su humilde vivienda y ladeaba un poco la cabeza al lado de una pila de millo. Luego decía: “Ya estás de nuevo apoderándote de mis naranjas. Oigo tus pasos de pillete. ¡Deja todas las frutas en el suelo y lárgate por donde entraste!”. Veía su cara demacrada y su cabellera desordenada y huía saltando una vez más la cerca. ¿Cómo lograba escucharme si yo previamente me descalzaba?

2
Don Aurelio era primo de doña Genara. Vivía en una casa situada en una calle lateral a la de su pariente. Él ya había rebasado los sesenta años y también era invidente. Todas las tardes, a eso de las cuatro, su hijo Wenceslao lo conducía de la mano hasta el patio de bolas criollas ubicado a dos cuadras de su casa. Allí opinaba, mientras saboreaba un trago de ron, acerca de las apuestas y el desenlace de las jugadas. Podía responderles por sus nombres a quienes les hacían preguntas. Algunas veces mi padre me llevaba a aquel sitio para que me maravillara con los prodigios de don Aurelio.
De regreso a su hogar, don Aurelio se topaba por casualidad, en ciertas ocasiones, con una sobrina, también ciega, y antes de que ella hablara la saludaba muy efusivamente. A la distancia conocía el ruido de sus pasos.

3
Al poco tiempo de morir doña Genara, su hijo Francisco se mudó para la casa materna y allí se dedicó a continuar haciendo escobas de millo. Cuando cumplió cincuenta años comenzó a quedar ciego y debió dejarle la pequeña empresa a su hijo mayor, quien sin haber llegado a la edad de treinta y cinco pasó a engrosar la fila de invidentes. Finalizó la fabricación de escobas y en el patio sólo quedaron montones de semillas de millo que sirvieron posteriormente para nuestros juegos y como alimento de bandadas de pájaros y palomas.

4
Al morir don Aurelio, su hijo Wenceslao ya había perdido la vista y como no tenía quien le sirviera de lazarillo, se iba al patio de bolas andando por la acera y tanteando los barrotes de las ventanas. De noche, al retornar a su vivienda, borracho y festivo, contaba el número de ventanas por las que iba pasando y al llegar a la número 14 ya daba por un hecho su exitoso regreso, sin percances.

5
Del último Espinoza ciego del cual tengo memoria era don Jesús (hermano de don Aurelio) y a quien su hijo del mismo nombre le servía de lazarillo en sus largos paseos por las calles más remotas del pueblo. Don Jesús olía a los perros a decenas de metros de distancia y le ordenaba a su hijo esquivarlos con precaución. No se fiaba de ningún can. Creo que tampoco confiaba en los gatos. Además le sacaba el cuerpo a las lluvias.

6
Me fui del pueblo por un extenso período. A mi regreso me enteré de que todos los Espinoza se habían ido del lar natal huyéndole a la maldición de la ceguera. Tal vez no sospecharan que el mal iba con ellos. En una ocasión pasé por delante de la casa de don Aurelio y las dos puertas de calle estaban abiertas. En la sala estaba un viejo pintor frente a su caballete. Pintaba guiándose con las manos y de memoria. No me atreví a preguntarle si pertenecía también a la familia Espinoza.

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