jueves, 2 de octubre de 2014

INVIDENTES, Benjamín adolfo Araujo Mondragón

Eran un hato de familiares. Un familión muy grande, acaso más de setecientos, según decían las viejas del pueblo. Se trataba de los Medina, que así les llamaba toda la gente. Los Medina, decían eran ciegos a cierta edad pues, comentaban, solían casarse entre parientes. 
Y así sucedía muy frecuentemente en ese enorme atado progenies de San Jeremías, mi pueblo natal. Doña Jovita, por ejemplo, la abuela de todos ellos no era ciega de nacimiento. Había perdido la vista hacía cosa de más de treinta años, acaso cuarenta, y ya rebasaba los noventa de edad. Pero todo erl mundo comentaba con un dejo de admiración que su oído era finísimo, al grado tal que reconocía a todos sus vecinos y otra buena parte de esa población, sólo por el ruído de sus pisadas. Un día mi tía Esther, que vivía aledaña a doña Jovita, quiso hacerle una broma -acaso fastidiada porque la Abuela de los Medina siempre la saludaba antes de que ella emitiera la mínima voz-: Esther cambió su manera de andar, pidió prestados unos zapatos y, no conforme con ese par de patrañas, se subió a unos zancos. Pero doña Jovita exclamó casi inmediato: "Esther: ¡qué haces montada en esos palos...no te vayas a caer...!!"...y Esther del susto se cayó al piso...
Eso sucedía con todos los Medina. Una vez rebasados los cincuenta años de edad, y en algunos casos menos frecuentes desde los cuarenta, las personas, hombre o mujer, iban perdiendo la vista. Y no se sabe de que ninguno de ellos haya querido darse a la tarea de indagar el por qué por vía médica...

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