lunes, 13 de abril de 2015

ÉTICA Y POLÍTICA; UNA TENSA CONVIVENCIA, Xabier F. Coronado (La Jornada Semanal)

Xabier F. Coronado
Utopía, pensar que es posible moralizar las estructuras del poder
Cuando el gobierno ejerce más fuerza represora
es porque su poder es más débil. Hanna Arendt
A Carmen Aristegui
El difícil –y necesario– equilibrio entre la actitud ética y la actitud
política se pierde tan pronto como se absolutizan una u otra.

José Luis Aranguren
Si nos detenemos en el estudio del desarrollo de las ideas a lo largo de la historia del pensamiento humano, podemos encontrar claves que son útiles para entender la realidad actual de nuestra sociedad. Hay dos conceptos, ética y política, que desde el comienzo de la civilización han sido pilares básicos de nuestra razón de ser como individuos y ejes de la trasformación social.
La relación que en nuestro tiempo existe entre estas dos doctrinas y la importancia que como sociedad les asignamos, repercuten de manera determinante en el momento histórico que vivimos a nivel mundial, donde la ética ha sido desplazada por una realidad política totalmente pragmática, cada vez más alejada del bien común, que satisface solamente los intereses de una clase dirigente convertida en casta superior, obsesionada por mantenerse en el poder.
Sin duda, existe un creciente deseo de cambio en los individuos que formamos esta sociedad. La mayoría sentimos la necesidad de encontrar otra manera de relacionarnos con el poder para conseguir que se frene esta carrera desatinada a la autodestrucción que nuestra civilización y nuestros dirigentes parecen haber asumido.
Algo de historia
Es obvio que la política no es una cuestión ética
 Max Weber
Antes de analizar la relación que a lo largo de la historia han mantenido la ética y la política, tenemos que definir términos. También conviene aclarar otro concepto que muchas veces se confunde e identifica con la ética: la moral. Para no hacer de ello un tedioso y confuso ejercicio, exponiendo sus innumerables definiciones filosóficas, he optado por acudir al drae (edición 23ª, 2014). Entre las muchas acepciones que estos términos tienen en su definición, nos quedamos con dos de cada uno. Moral (del lat.morālis): “Perteneciente o relativo a las acciones o caracteres de las personas, desde el punto de vista de la bondad o malicia.” “Doctrina del obrar humano que pretende regular el valor de las reglas de conducta y los deberes que implican.” Ética (del lat.ethĭca, y éste del gr. ήθική): “Conjunto de normas morales que rigen la conducta humana.” “Parte de la filosofía que trata del bien y del fundamento de sus valores.” Política (del gr. πολιτική): “Arte, doctrina u opinión referente al gobierno de los Estados.” “Actividad de quienes rigen o aspiran a regir los asuntos públicos.”
Desde el Código de Hammurabi (siglo XVIII aC), primera compilación de leyes de la historia que regulan la actuación de dirigentes y cargos públicos, y los Analectas, de Confucio (siglo V aC), conversaciones sobre los principios morales que se deben seguir en las relaciones humanas, la filosofía se ha ocupado del estudio de la ética y del problema de su compatibilidad con la práctica política.
En la antigua Grecia existía una total interdependencia entre ética y política. Platón expuso la imposibilidad de separación entre ellas: “El Estado nos pareció justo cuando los géneros de naturaleza en él presentes hacían cada cual lo suyo.” (República, 435a). Por un lado, el régimen político se adapta a la condición moral de sus ciudadanos, “nace del comportamiento de aquellos ciudadanos que, al inclinarse hacia un lado, arrastran allí a todos los demás” (544d-e); y a la vez, “un régimen político es alimento de los hombres: de los hombres buenos, si es bueno, y de los malos, si es lo contrario.” (Menéxeno: 238c).
Aristóteles no contradice la visión de Platón, sus teorías sobre la política (Política) están sustentadas en una sólida base ética (Ética a NicómacoMoral a Eudemo) y considera que el Estado es una comunidad moral que tiene fines éticos. Política y ética van unidas y su labor es alcanzar el bien supremo: la felicidad. La política busca el bien y se preocupa de que los ciudadanos realicen acciones justas y respeten las leyes establecidas, porque éstas “se ocupan de todas las materias, apuntando al interés común de todos […]; de modo que, en un sentido, llamamos justo a lo que produce la felicidad o preserva sus elementos para la comunidad política.” (En v, 1129b14 y SS.)
Otros filósofos de la Antigüedad, como Plutarco (Obras morales), Cicerón (Sobre los deberes) y Séneca (Tratados morales), también vinculan ética y política en sus planteamientos. Lo mismo sucede con los pensadores cristianos del Medioevo, y no fue sino hasta el comienzo de la modernidad cuando se disocian de forma definitiva. El responsable de este divorcio es el escritor Nicolás Maquiavelo (1469-1527); en su obra El Príncipe y en susDiscursos, el pensador florentino separa la ética de la política y confiere a ésta una identidad que hasta entonces no había tenido. Así, genera el concepto de ciencia política, que tiene y aplica sus propios códigos. Maquiavelo establece las reglas y marca los objetivos, es decir, la estrategia para obtener y conservar el poder: “Cuando hay que resolver acerca de la salvación de la patria, no cabe detenerse en consideraciones de justicia o injusticia, de humanidad o crueldad, de gloria o ignominia” (Discursos III, cap. LXI). Para Maquiavelo el término virtù, que él asocia con virtudes antiguas como la voluntad y la inteligencia, no significa hacer el bien, sino saber cuándo hacer el bien y cuándo el mal. La autonomía entre los territorios ético y político tiene como consecuencia la implantación de una doble moral: una para los soberanos y otra para el pueblo.
En contraposición, Kant (1724-1804) plantea un rigor ético –la moral es una y no hay excepción– que obliga tanto a los individuos como a los Estados: “La mejor política es la honradez.” A comienzos del pasado siglo, Max Weber (1864-1920) intenta ajustar las ideas en la polémica relación entre ética y política. El sociólogo alemán define dos tipos de ética: de la responsabilidad, que asume las consecuencias de los actos; y de la convicción, que se ajusta más a la ética kantiana. Weber afirma que los políticos se rigen por la ética de la responsabilidad; también resalta la diferencia entre los políticos que viven para la política y los que viven de la política (La política como vocación, 1919).
Por último, dos pensadores contemporáneos que nos resultan cercanos culturalmente. El filósofo español José Luis Aranguren (1909-1996), un auténtico pensador disidente, autor de un libro esencial sobre este tema, Ética y política, 1963. Aranguren se manifiesta partidario de la existencia de una relación entre la ética y la política que, aunque tensa, pueda ser equilibrada y fecunda: “Personalmente, yo prefiero la fórmula de la tensión viva y operante entre la política y la ética, el diálogo siempre difícil y con frecuencia crispado, entre los intelectuales y el poder” (La izquierda, el poder y otros ensayos, 2005). En su libro El poder y el valor (1997), el filósofo hispano-mexicano Luis Villoro (1922-2014) propone los “fundamentos de una ética política” y aporta a este debate el concepto original de “ética disruptiva” –en el sentido de cambio sustancial–, donde plantea una moral que “perseguiría la autenticidad frente a la falsía, la autonomía frente a la ciega obediencia”. Villoro nos deja una máxima que condensa el comportamiento ético en la política: “Obra de manera que tu acción esté orientada en cada caso por la realización en bienes sociales de valores objetivos.”
De la teoría a la práctica
Incitados por el placer y al no ser capaces de dominar sus impulsos los gobernantes obran mal.
Aristóteles
La separación entre ética y política de Maquiavelo y la propuesta de Weber de dividir la ética, nos metió en un callejón sin salida. Desde el comienzo del siglo XX, la política se mueve en tierra de nadie a nivel ético; actualmente no queda claro cuáles son los principios morales que los políticos deben respetar, ni qué tanto se les puede exigir a la hora de rendir cuentas sobre su actuación.
Aunque Weber deje claro que “quien busque la salvación de su alma y la redención de las ajenas no la encontrará en los caminos de la política, cuyas metas son distintas y cuyos éxitos sólo pueden ser alcanzados por medio de la fuerza”, los profesionales de la política deberían tomar conciencia de estas paradojas morales y estar obligados, tanto a tener en cuenta las consecuencias de sus decisiones, como a mantener ciertos principios éticos. Esto implicaría que la distinción weberiana entre responsabilidad y convicción quedase superada.
En el gobierno de la sociedad humana resulta difícil alcanzar una situación equilibrada en la inestable relación entre ética y política. Tal como están las cosas, resulta utópico pensar que se pueden moralizar las estructuras políticas, ponerles sistemas de control que no se corrompan, conseguir que se respete la división de poderes, que sea real la participación popular en las decisiones importantes, o que se establezca un estado de derecho inalienable que no se pueda enajenar.
Quizás habría que regresar a la concepción platónica y aristotélica, en donde la política sea parte de la ética, con características propias pero sin atravesar los límites de una moral básica, de mínimos. Una política que respete la moral de la razón, con una ética de banda ancha para moverse, pero sin descender a los abismos de la violencia, puesto que nunca es permisible traspasar esa frontera, es cuestión deontológica. Hay acciones que, a pesar de la hipotética bondad de sus fines, no pueden ser justificadas bajo ninguna circunstancia; además, esos pretendidos fines nunca llegan porque la violencia sólo genera dolor, sufrimiento, muerte y, casi siempre, más violencia como respuesta.
Lo que nos toca vivir
Insisto en que quien se dedica a la política establece un pacto
táctico con los poderes satánicos que rodean a los poderosos.

Max Weber
Decía Maquiavelo que el gobernante necesita ser un maestro de la manipulación y de la seducción, y eso nos están haciendo. En México, quienes nos gobiernan conocen la manera de aplicar la peor versión del maquiavelismo –mentir y engañar, manipular y coartar, amenazar y desaparecer– con el fin de mantenerse en el poder a cualquier costo. Toda una gama de recursos desarrollados y perfeccionados a lo largo de muchos años. Los gobernantes siempre han sido la auténtica lacra que impide la correcta evolución social, política y cultural del país.
Hannah Arendt comenta que cuando los gobiernos ejercen más fuerza represora es porque su poder es más débil. En ese sentido, quizá podamos ser optimistas, puesto que tenemos un gobierno consciente de su debilidad, que por esa causa regresó a las prácticas absolutistas, violando el estado de derecho, la libertad de expresión y trasgrediendo la separación de poderes con intención de perpetuarse. Habrá que levantarnos todos y decir ya basta, porque si la gente se levanta de a poquitos, se la van acabando. La historia reciente está llena de ejemplos y ahí están las estadísticas, los más de veinte mil desaparecidos y las decenas de miles de muertes violentas sin clarificar. Hay que hacerlo juntos, quedar de acuerdo un día, pararse todos y no movernos hasta que se hayan ido y nos dejen el espacio para intentar algo nuevo.
Es preciso desechar esta forma de hacer política y repudiar a los políticos que nos gobiernan, una casta corrupta que carece de ética y moral, obsesionada por el dinero y por mantenerse en el poder pase lo que pase. Los ejemplos están aquí y en cualquier país del mundo, se trata de una pandemia que padece la humanidad.
El objetivo es trascender lo que hay, aplicar el concepto disruptivo de la transformación, para convertir la política en algo diferente y no seguir intentándolo mediante el rescate de fórmulas que ya fracasaron a lo largo de la historia. Hay que evolucionar las ideas, encontrar una práctica política que funcione en estos tiempos. El reto es el cambio radical sin violencia. Ya es hora de trascender a Maquiavelo y a Weber, dejar atrás la doble moral caduca; tiene que ser algo nuevo. Para hacer posible la disrupción hay que luchar, afanarse. Convertir lo viejo e inservible en algo original requiere de acciones y muchas inacciones, hay que dejar de realizar cantidad de cosas que hacemos porque somos nosotros los que mantenemos el sistema.
Queremos transformar la sociedad y el mundo, pero no nos damos cuenta de que el cambio tiene que empezar en nosotros mismos. Hasta que no veamos eso y nos pongamos manos a la obra, nada se podrá lograr; el campo de batalla está en cada uno. Si corregimos las actitudes negativas se afectará nuestro entorno y podremos mejorar las relaciones personales, familiares, laborales, lúdicas. Si conseguimos la disrupción de las cosas más personales –transformar la pareja en algo armonioso, tener una relación familiar más amorosa, convertir el trabajo en una actividad gozosa– tendremos posibilidades de que se produzca la onda expansiva que transmute la comunidad, la ciudad, el país, el mundo. En nuestro interior sabemos que no existe otra salida; es hora de materializar las utopías.

No hay comentarios:

Publicar un comentario