jueves, 30 de abril de 2015

JOSEFINA Y TROTSKY: UNA AMISTAD INESPERADA, Julio Glockner *

Josefina y Trotsky: Una amistad inesperada
Julio Glockner *
La vida de los protagonistas de este relato no puede ser más disímil. De un lado Josefina Albisua, pintora precoz , hija de un emigrante español que llegó a México a probar fortuna y la hizo en la ciudad de Puebla. Del otro, León Davidovich Trotsky, la más célebre víctima de la persecución estalinista, asesinado en su casa de Coyoacán un 21 de agosto de 1940. Setenta años después de aquellos hechos, Josefina Albisua, entonces una adolescente, ha contado a Julio Glockner sus largas y precisas memorias de los tratos con el “Viejo”, como llamaban a Trotsky, con su secretario Jean Van Heijenoort, materia de otra novela, y con “madame Natalí”, la notable Natalia Sedova, esposa de León Davidovich
Josefina y Trotsky se conocieron durante la primavera de 1938, entre el amorío con Frida Kahlo y la ruptura con Diego Rivera, poco antes de la llegada de André Breton a México, durante un periodo en que la vida de Trotsky transcurría atendiendo a las discusiones y conflictos internacionales entre las distintas organizaciones que conformaban la Cuarta Internacional, escribía en algunos periódicos nacionales y extranjeros para defenderse de la infinidad de calumnias y ataques promovidos desde los comités centrales de los partidos comunistas a las órdenes de Moscú, y trabajaba en su obra, La revolución traicionada. Mientras tanto, maduraba la idea de “suprimir el cuartel general de Trotsky” en la mente de Siqueiros y otros ex combatientes de la guerra civil española que estaban por volver a México, que se concretaría en el intento de asesinarlo la madrugada del 24 de mayo de 1940. “No era un asunto menor asesinar a Trotsky —escribe Pierre Broué— como no era un problema menor asesinar en México a un hombre que era huésped del gobierno, un extranjero que había recibido asilo. Era necesario esforzarse al máximo para disimular el crimen con razones nobles y de ser posible patrióticas”. Se requería entonces presentar a Trotsky en la lógica de los procesos de Moscú como un agente de Alemania, amigo de la Gestapo, un fascista, enemigo de las democracias, principalmente de la estadunidense. Simultáneamente y aunque perdiese todo sentido, se le presentaba también como un peligroso aliado del gobierno de Estados Unidos, un aliado de los intereses de la burguesía internacional y un traidor.
Josefina Albisua recuerda con particular claridad cómo, por qué y cuándo conoció a León Davidovich:
Mi hermano Fernando, el mayor, fue un hombre muy inteligente, de un gran corazón y muy humanitario. Cuando era joven, a los 21 años, fue presidente de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, Caballero de Colón de tercer grado, miembro activo de la Cruz Roja, pero no era de esos que nomás están sentados, no, él se iba a la calle a recoger a los heridos, iba a los asilos a jugar ajedrez con los ancianos, vaya, era un hombre generoso y caritativo, iba a visitar a los presos y como tenía el don de la palabra, porque era hablador, los catequizaba, los convertía, y cuando cumplían su condena y salían libres los llevaba a la casa y les ofrecía una comida de recepción para que entraran a su nueva vida. Mi mamá le decía: “Ay m’ijito, un día te matan, no mamá, le decía, matarán a los demás, pero a mí me quieren”. En lo personal nunca tuvo nada y ayudaba a todo el que necesitaba. A pesar de su defecto físico patinaba, andaba en bicicleta, caminaba sobre un alambre y aprendió a manejar solo. Nos quiso a todos y a todos nos ayudó. De chica yo no lo quería porque cuando me veía chupar el dedo me daba un manazo. Fer sabía relacionarse muy bien, cuando fuimos a España trató al papá del rey de España, Juan Carlos I, que entonces era un chamaco. Quien lo introdujo en ese ambiente fue don Valeriano Ruiz que entonces era el director de la Capilla Real en Madrid. Fernando nunca volvió a Europa, no le gustaba viajar, yo creo que por la incomodidad de su pierna.
Cuando Trotsky llegó a México Fernando era presidente de los autobuses foráneos y hubo una comida que organizó Ruiz Galindo en el hotel Garci Crespo de Fortín de las Flores. Se reunieron el secretario de Comunicaciones que se apellidaba Díaz Lombardo, el señor Antonio Hidalgo que era el director de las Islas Marías, el pintor Diego Rivera y su esposa Frida Kahlo, León Trotsky y madame Natalí, su esposa, el general Múgica y algunos propietarios de líneas de autobuses, como el señor Cacho y Linaje. Y en la comida, hablando de distintas cosas, el general Mújica dijo: “Yo quisiera hacerle un regalo al Viejo, pero ¿qué podríamos regalarle si ha vivido en el Kremlin?”. A Trotsky le decían “el Viejo”, aunque en realidad no lo era. Sus hijos, cuando eran chiquitos, dicen que Lenin jugaba con ellos, que los correteaba, que los quería mucho porque Lenin no tuvo hijos. Total que uno de los comensales, creo que Cacho, le dijo al general que Fernando tenía una hermana que hacía miniaturas, que por qué no le encargaban un retrato y se lo regalaban. Entonces viene mi hermano muy contento de regreso de esa comida, y me dice: “Ya te encontré chamba, queremos que nos hagas el retrato de Trotsky”.
Yo entonces pintaba de todo porque desde chiquita, como desde los cinco años que comencé, pintaba todo lo que me gustaba. Luego comencé a centavear y sacaba 30 pesos, 60 pesos y así, bueno, con decirte que mi primer trabajo me lo pagaron con seis pesos, bueno, mi mamá me compraba la pintura, hizo el trato y seis pesos me dieron. El caso es que a los pocos días vinieron a mi casa para que hiciera una miniatura del retrato de Trotsky. A este señor yo no lo conocía pero su nombre me era familiar porque así se llamaba mi gatito, fue mi papá el que le puso ese nombre, así que para mí Trotsky era el gato de la casa. En fin, me puse a buscar en revistas y periódicos algún retrato suyo y lo pinté. Fer me contó con lujo de detalles lo que Lenin y Trotsky habían hecho en Rusia y don Antonio Hidalgo me regaló cinco libritos de la autobiografía de Trotsky para que me inspirara, pero la verdad ni los leí. Al hacer la pintura se me ocurrió vestirlo de blanco y pintar al fondo algunos de los edificios más representativos de Europa que yo conocía por las pláticas de Luis de la Borbolla en las sobremesas de mi casa.
Cuando vino a recoger la pintura don Antonio Hidalgo, el jefe de las Islas Marías, que por cierto era un hombre imponente, alto y fornido, habrá sido un matón y no un hombre culto, me acuerdo que en su cara resaltaba la mirada fija de un ojo de esmalte, tomó entre sus manos la miniatura y me dijo: “Mira nada más, yo pensé que era una viejita la que pintaba las miniaturas, nunca me imaginé encontrarme con esta sorpresa, es indispensable que el viejo Trotsky te conozca”. Y viendo con más detalle la miniatura me dijo con un tono de asombro “¡Pero qué barbaridad! Le has puesto iglesitas y él es enemigo de todo esto”. Entonces Díaz Lombardo se acercó y después de mirarlo detenidamente le dijo al señor Hidalgo: “Oiga usted, pues ni la Torre Eiffel, ni el Big Ben ni el foro romano son iglesitas”. “Pues a mí no me gustan —dijo don Antonio— que se las quite”. Entonces yo, muy enojada, le dije: “Pues mejor voy a hacer otra pintura porque no estoy haciendo chalupas a las que les pueda quitar el chile”. Y como él ya estaba inconforme comenzó a inventarle peros a mi pintura y dijo que yo le había puesto lentes y que Trotsky no los usaba porque no era burgués. Yo me sentía ofendida, había trabajado con empeño en ese cuadro, entonces, conteniendo mi coraje, fui a traerle la revista de donde había copiado el retrato, pero no hubo manera de tenerlo conforme. Yo me enojé mucho y me mantuve en que no quería borrar mi pintura. Por fin, al poco tiempo Hidalgo me trajo un retrato de Trotsky con fondo negro para que hiciera otra miniatura y en ella me puse a trabajar, aunque de mala gana. Curiosamente, este otro retrato sí le gustó y me dijo que era necesario que me conociera “el Viejo”. La verdad yo no quería tener tratos con nadie, pero Fer me dijo: “Ándale, no te pongas así”, y simplemente me convenció. 
Entonces me llevó a Coyoacán para que personalmente le entregara el retrato a León Trotsky. Recuerdo que cuando tocamos abrieron un poco la puerta sin quitar la cadena y podía verse que el portero estaba armado. Yo estaba bien asustada. Entramos por un jardín que no tenía una hoja seca en el piso, subimos unas escaleritas y nos recibió Trotsky en su despacho. Todo estaba bien aseado, exageradamente pulcro, pobre pero ordenado y limpio. Su presencia imponía, no era muy alto pero sí muy fuerte. Mi hermano, que hablaba un poco de francés, me presentó como la autora de la miniatura, yo no comprendí todo lo que le respondió pero sí que le pedía permiso a Fer para darme un beso. Como era una reacción que no esperaba me espanté. Luego Fer me fue traduciendo lo que decía y fue muy generoso en sus comentarios, dijo que yo era el Mozart de la pintura y que escribiría un artículo sobre mí, pero enseguida se corrigió y dijo que si lo hacía podía perjudicarme en el futuro. Yo lo veía encantado con la pinturita, la miraba detenidamente y decía: “Es maravillosa”. Entonces yo le dije: “Señor Trotsky, es mucha bondad de su parte todo lo que me dice”. Él respondió: “No, no es bondad, es la verdad, voy a mostrárselo a Diego Rivera”. Así comenzó mi amistad con él y con su esposa, a quien yo siempre llamé madame Natalí”.
El 24 de abril de 1938 Trotsky le envió una carta a Josefina en la que le decía:
Muy estimada señorita, puede usted creer que soy un individuo olvidadizo e ingrato y atribuir a ambos defectos la falta de cumplimiento a mi amable compromiso para con usted. No he incurrido en ingratitud ni olvido sino que he sido víctima tan sólo de la situación particular de los compromisos que mi amigo Antonio Hidalgo ha tenido, derivados de su posición oficial y así he sido remiso, pero no ingrato, pues ahora con la colaboración del mismo Hidalgo, que ha podido venir conmigo para cumplir con su cometido de corresponsal, colaborador en español, le dirijo esta carta, con la que van mis felicitaciones por su capacidad artística y mi agradecimiento de modelo. He mostrado su micro-óleo a mis amigos, en primer lugar a Diego Rivera. El gran pintor se manifestó encantado. Cuando le dije “he aquí un magnífico juguete”, me respondió con severidad: “No es un juguete, es arte verdadero”. Precisamente la respuesta que esperaba oír de él. Vio una y otra vez la pintura con la más grande atención y después dijo: “Tiene la sensibilidad personal del color, precisamente notable”. La esposa de Diego, Frida Kahlo, pintora también, estuvo encantada de la pintura de usted. Puedo decir lo mismo de todos mis amigos que la han visto. Me pregunto constantemente cómo puedo manifestarle mi agradecimiento. Espero que tendré la oportunidad de expresarlo.
Con los saludos más afectuosos de Natalia, mi esposa, envío a usted los particulares míos.
Devotamente
León Trotsky
Trotsky debía enfrentar cotidianamente lo que denunciaba como preparativos morales en la opinión pública para llevar a cabo un atentado contra él, preparativos difamatorios que intentaban crear un ambiente de linchamiento en contra suya. La campaña de desprestigio se organizaba desde la revista Futuro dirigida por Lombardo Toledano, y los periódicos El Popular y La Voz de México, órgano del Partido Comunista Mexicano. Se le acusaba, por ejemplo, de preparar una huelga general contra el gobierno de Cárdenas (hacia el que no tenía más que gratitud por haberlo acogido); de tener nexos con el general Cedillo que en mayo de 1938 se levantó en armas contra el gobierno; de estar aliado al general Amaro, al Doctor Atl, a Vasconcelos, a los magnates del petróleo y al almazanismo; de participar en la campaña electoral y en conspiraciones contrarrevolucionarias contra el pueblo de México… Desmentir todas estas acusaciones —decía Trotsky— no tendría objeto porque carecen de contenido, no hay hechos específicos, no hay ni siquiera una calumnia formulada con precisión. Esta gente orienta sus acciones por el precepto, practicado por Stalin antes de que Hitler lo formulase: “Cuando más grosera es la mentira, tanto más pronto creen en ella”.
Después del atentado de mayo, la GPU y los órganos a su servicio en México presentaron el intento de homicidio como un autoatentado, calumnia que se esfumó cuando la policía encontró el cadáver de uno de sus agentes más cercanos.
Durante mis tres años de estancia en México —escribió Trotsky— a menudo he propuesto a estos señores que presenten sus “acusaciones” a una comisión imparcial, para su investigación pública. Estoy dispuesto a presentarme, cualquier día y a cualquier hora ante dicha comisión, siempre que ella esté formada por autoridades mexicanas, por el Comité Nacional del Partido de la Revolución Mexicana, o por cualquier otra institución de autorizada imparcialidad. Hasta ahora nunca he recibido una contestación a mi propuesta. La repito otra vez y al mismo tiempo pronostico: los señores acusadores no aceptarán. No se atreverán a aceptar. No tienen nada, ni hechos ni datos, ni siquiera una acusación meditada. Sencillamente mienten porque su amo del Kremlin les ordena hostigarme y cada uno de ellos trata de mostrar mayor descaro que su competidor. Después de la publicación de esta formal propuesta, que hago por última vez, esperaré 72 horas una contestación. Creo que después de esto, todo hombre honrado tendrá derecho a llamar a estos señores unos calumniadores despreciables.
Esto lo escribió diez días antes de que se presentara el comando armado en su casa dispuesto a liquidarlo. Esa fue la respuesta de los seguidores de Stalin en México. Recuerda Josefina:
El secretario de Trotsky era un joven francés de 24 años que según el señor Hidalgo había ganado la medalla de oro Julio Enrique Poncairé, en París, en un concurso de matemáticas. Se llamaba Jean Van Heijenoort y hablaba varios idiomas, era muy correcto y bien parecido, rubio, de ojos verdes. Durante la temporada de toros íbamos a México cada semana mi hermana Esperanza, que ya ganaba dinero dando clases de piano, y yo. Cada domingo estrenábamos desde los sombreros hasta los zapatos, siempre íbamos muy elegantes y La Pera todo lo compartía conmigo. Nos íbamos desde el sábado en el autobús, visitábamos algún museo, yo iba a comprar mis pinturas a una tienda que se llamaba El Renacimiento, que estaba en la calle de Bolívar, luego les hablábamos a nuestros primos y por la tarde merendábamos mi hermana y yo con Trotsky y madame Natalí en Coyoacán. La Pera tocaba la guitarra y cantaba y ellos lo disfrutaban mucho. Después nos iba a dejar Jean al hotel Palacio, que entonces era de don Luciano Figaredo, muy amigo de mi familia. El domingo en las mañanas, muy piadosas, íbamos a misa a San Felipe y luego íbamos al encierro de los toros. En cierta ocasión quisieron Trotsky y su esposa acompañarnos al hotel, pero al pasar por Reforma y detenerse el coche un momento, alguien vio a Trotsky en el asiento de adelante, junto a Jean, que iba manejando, y gritó: “¡Ahí va Trotsky!”. Madame Natalí se puso muy nerviosa y cada vez que se acercaba un vendedor decía muy afligida: “No, no queremos nada”. Trotsky sacó un pañuelo y se tapó la boca y la barba. Al llegar al hotel quiso bajar a despedirse pero su secretario se lo prohibió severamente.
Por las noches íbamos al teatro con los primos a ver a las hermanas Blanch o al Folie. Jean se hizo muy amigo nuestro y se aficionó a las corridas de toros, creo que a mi hermana le gustaba. Una vez, estando en plena corrida, nos dijo que quería que el señor, como le decía a Trotsky, fuera a pasear a Puebla para visitarnos. Nos preguntó si el coche podía entrar hasta la casa y le dijimos que sí. Así que un día cualquiera llegaron a la casa de la 3 Oriente, les abrimos el zaguán para que entrara el automóvil y los guardaespaldas se quedaron afuera. Madame Natalí y Trotsky nos trajeron regalos: a mí un cofre antiguo para que guardara mis miniaturas, pues cuando las llevé a enseñar a México las metí en una caja de zapatos, yo creo que él se dio cuenta y por eso me trajo el cofrecito que siempre he tenido en mi tocador. Además recibí una caja de laca con chocolates, un perfume y una mañanita de lana muy fina. Le mostré entonces el retrato que había hecho antes, el que había rechazado el señor Hidalgo. Al verlo me dijo: “¡Oh, pero qué significa esto! ¿Acaso soy un fantasma que recorre Europa? Veo Alemania, Francia, Inglaterra”. Él captó perfectamente el mensaje que yo quise reproducir. Mamá invitó a madame Natalí a pasar a la cocina por si quería preparar ella misma algún alimento para Trotsky, por su seguridad, pero él replicó que comía de todo, demostrándole a mamá su confianza en nosotros. En mi casa sabíamos que madame Natalí personalmente guisaba todo a su esposo por temor a que lo envenenaran. Mamá se sentó en la cabecera para atender de un lado a Trotsky y del otro a su esposa. Estaban en la mesa Jean Van Heijenoort, Fer, su esposa y sus hijos Fercito y Pancho, La Pera, Eduardo y yo. A Trotsky le hacía mucha gracia oír a Panchito cuando le decían que hiciera como gato y a propósito croaba como rana para hacernos reír. Después de comer nos fuimos a la iglesia de San Francisco Acatepec, que era preciosa antes del incendio que consumió el maravilloso retablo que tenía, con cientos de angelitos tallados en madera. Nosotros íbamos adelante en nuestro coche para mostrarles el camino, y una vez que visitamos la iglesia ellos se fueron a México y nosotros regresamos a la casa. Así nos fuimos haciendo amigos. Yo le tejí a madame Natalí unas servilletitas, porque ella era muy pulcra para comer. Tenía silla de palo como las mías, de esas de Michoacán, sillas de palo pero muy pulcras, no faltaba la servilletita, y entonces yo les tejí unas de croché. El día que se las di me dijo: “No, no pierda el tiempo, esto es mucho trabajo ¡usted a su pintura, a su pintura!”. Madame Natalí hablaba apretadito, con los labios casi cerrados, nos entendíamos con el poco español que conocía.
Jean Van Heijenoort se fue haciendo aficionado a los toros y algunas veces iba con Josefina y su hermana a las corridas. El 5 de noviembre de 1939 les dejó una nota de despedida a las hermanas, ahora un papel amarillento donde se lee: “Estimadas señoritas: Debo salir súbitamente de México por algún tiempo y no es sin tristeza que dejo este país. Espero que mi viaje será bastante breve, para estar de vuelta antes de que la temporada de toros haya terminado; quizá estará apenas empezada. Reciban ustedes mis afectuosos saludos”.
Heijenoort iba a Nueva York a intentar la conciliación de fracciones trotskistas enfrentadas entre sí y a punto de separarse. La eterna historia de la Babel izquierdista. No volvió a México y cuando la temporada de toros comenzó Josefina y su hermana extrañaron a su acompañante. Los primeros días de agosto de 1940 estuvieron, fascinadas, en el concierto que ofreció como director invitado Igor Stravinsky dirigiendo a la Orquesta Sinfónica de México. La propaganda para anunciar el concierto en el que se tocarían “El pájaro de fuego” y “El beso del hada”, reproducía un dibujo de Stravinsky hecho por Picasso. Dos días después, domingo de toros, la Empresa Unión Taurina anunciaba “la extraordinaria corrida de Xajay. A la vista en los corrales para: Felipe González Guerrita y Joel Rodríguez”. Heijenoort, el mejor guardaespaldas de León Davidovich debía estar ahí, y quizá la suerte de Trotsky hubiera sido otra. Recuerda Josefina:
Como íbamos seguido mi hermana y yo a los toros y lanzábamos el abrigo al ruedo, pues ya estaba hecho una desgracia. Entonces Trotsky nos mandó hacer unos abrigos y nos los hizo la esposa de su secretario particular, un pistolero alemán de los más furiosos que puede haber, su esposa era modista y ella nos hizo los abrigos a la medida. La prensa la confundió al principio con la esposa de Trotsky. Madame nos compró la tela y luego esta señora nos prendió todo el cuerpo con alfileres y a los ocho días ya teníamos los abrigos hasta forrados. Decían que ese Otto Schuessler fue el que cogió al que mató a Trotsky.
El asilo de ancianos de Santa Inés, situado en la 9 Poniente 309, invitó a Josefina a hacer un cuadro con el tema del ocaso de la vida. Trotsky la había impresionado tanto que lo pintó en ese cuadro discutiendo con Cristo la miseria de la humanidad. El entonces gobernador Rafael Moreno Valle dijo unas palabras que conmovieron a Josefina y ésta le pidió que se las escribiera. Su hermano Fernando le mandó a hacer entonces un cuaderno forrado con piel negra para que le escribieran los comentarios que suscitaba su cuadro. El primero que escribió en ese cuaderno fue León Trotsky, un día que vino a comer a casa de Josefina. Escribió:
No soy crítico de arte y no pretendo ser objetivo, si de una manera general pudiera hablarse de objetividad en el arte. Desde luego, me conquistó su arte, estimada Josefina, cuando vi por primera vez el retrato mío que usted hizo. Del fotógrafo ha tomado el secreto del parecido y del pintor el de penetrar en los caracteres. Diego Rivera ha observado en usted una sensibilidad precisa y enteramente personal para los colores. De todo corazón le deseo a usted progreso y aciertos nuevos.
“Creo que ese cuaderno vale más que mi obra”, dice Josefina
Josefina y la familia Albisua se enteraron de la muerte de Trotsky por el periódico: “Nos enteramos de la muerte de Trotsky acá en Puebla por el periódico”. Las sorprendió muchísimo la noticia y las dos hermanas se fueron a México a ver a madame Natalí. El encabezado de Excélsior del 21 de agosto de 1940 a ocho columnas decía: “León Trotsky está herido de muerte”. Seguía la información:
Desde ayer a las 18:30 horas en que fue víctima de un nuevo atentado, León Trotsky lucha entre la vida y la muerte a causa de una tremenda lesión que le causó un individuo que se hacía pasar por su amigo, el que le trató por mucho tiempo y supo ganar su confianza. Llámase Jaques Mortan y dice ser de nacionalidad belga; pero según todas las probabilidades pudiera ser ruso y miembro de la GPU, comisionado para dar muerte al que fue brazo derecho de Lenin, su comisario de guerra, y huésped hasta últimas fechas, en Coyoacán. Este segundo atentado que Trotsky ya había previsto, y así lo dijo en unas declaraciones que Excélsior publicó no hace mucho, se consumó tan inesperadamente que ni el mismo desterrado pudo sospechárselo. Dos versiones han corrido acerca del autor del atentado: una, que es agente de la GPU, comisionado ex profeso para asesinar a Trotsky; la otra, que parientes suyos muy cercanos, presos en Moscú, desde allá lo compelieron a asesinar a Trotsky, porque de otra suerte serían ellos víctimas de una “purga de sangre”.
Jean Van Heijenoort caminaba por la calle, en Baltimore, donde enseñaba francés, la mañana de ese 21 de agosto. De pronto, al pasar por un puesto de periódicos, vio el encabezado del New York Times: “Trotsky, herido por un ‘amigo’ en su casa, se cree que agoniza”. Caminó un largo rato, angustiado y confundido, por las calles. Más tarde escuchó en el radio que Trotsky había muerto: “Todo se confunde”, escribió al final de su relato autobiográfico, que termina así:
Después de la muerte de Trotsky milité durante siete años en el movimiento trotskista. En 1948, las concepciones marxistas-leninistas sobre el papel del proletariado y su capacidad política me parecieron cada vez más en desacuerdo con la realidad. Fue también en ese momento cuando conocieron, quienes no querían cerrar los ojos ni taparse los oídos, toda la amplitud del universo concentracionario estalinista. Bajo esa impresión, me puse a examinar el pasado y llegué a preguntarme si los bolcheviques, al establecer un régimen policial irreversible, al anular toda opinión pública, no habían preparado el terreno sobre el que habría de salir el enorme hongo venenoso del estalinismo. Rumié mis dudas. Durante varios años sólo el estudio de las matemáticas me permitió conservar mi equilibrio interior. La ideología bolchevique estaba, para mí, en ruinas. Tuve que construir otra vida.
Natalia Sedova dio su testimonio de lo ocurrido el día del atentado:
Habían puesto postigos de acero sobre la ventana de nuestro dormitorio. “A los Siqueiros se les hará cuesta arriba llegar hasta nosotros”, decía León Davidovich. La idea de un próximo atentado estaba siempre presente. A la mañana, al levantarnos, León Davidovich bromeaba: “Caramba: hemos dormido toda una noche sin que nos hayan matado… ¡Y no estás contenta!”. Una vez agregó con tono meditativo: “Sí Natasha, nos han dado una prórroga”. Se levantó de excelente humor aquella mañana del 20 de agosto. Una doble dosis de somnífero le había asegurado un descanso reparador. Hacía días que no se sentía tan fresco. “¡Qué bien voy a trabajar!”, dijo. Desde las siete y cuarto a las nueve, en medio de la frescura mañanera del jardín, se ocupó de sus conejos, de sus pollos y de sus plantas. Esperaba dictar después de mediodía un artículo sobre la movilización americana. Tenía entre manos otro sobre la guerra y algunas páginas del Stalin. Vino a vernos un abogado. Había que redactar una respuesta inmediata a la prensa estalinista. León Davidovich se sintió contrariado. Al terminar el desayuno entreabrí la puerta y lo vi en el escritorio inclinado sobre sus papeles y periódicos, con la lapicera en la mano, en su actitud acostumbrada. Estaba contenta porque se sentía bien; desde hacía tiempo se venía quejando de una penosa debilidad. Pensé que vivía como un prisionero voluntario, como un monje en un convento, pero que su causa era una gran causa. Tomamos el té a eso de las cinco de la tarde. Veinte minutos más tarde vi a León Davidovich en el fondo del jardín, cerca de las celdas de los conejos. Había un visitante a su lado: lo reconocí cuando se aproximó: era Jackson Monard. De nuevo él, pensé, ¿por qué tan a menudo? (había venido hacía dos días). 
—Tengo mucha sed —me dijo—, ¿podría darme un vaso de agua? 
—¿No prefiere una taza de té? 
—No, he comido tarde y siento una opresión aquí… —se señaló la garganta. Su rostro me pareció verdoso; su nerviosidad saltaba a la vista. 
—¿Por qué ha traído impermeable y sombrero? Hace un tiempo tan hermoso… 
—Puede llover. Respondió absurdamente.
—¿Cómo está Silvia? —pregunté, pero vi que no me comprendía; lo había turbado con la pregunta del impermeable. Se recobró.
—¿Silvia? ¿Silvia? Siempre bien. 
Bebió el vaso de agua: me dijo que traía el artículo, esta vez pasado a máquina, para mostrárselo a León Davidovich. Mejor así, le respondí, a él no le agradan los manuscritos difíciles de leer.
Jackson Monard, que en realidad se llamaba Ramón Mercader del Río, se había preparado largamente para este momento. Había enamorado desde hacía tiempo a Silvia Ageloff, miembro de la sección norteamericana del partido trotskista y amiga de toda la confianza de los Trotsky, y a través de ella logró introducirse gradualmente a la casa de Coyoacán. En el impermeable que le colgaba del brazo llevaba un pico de montaña, un puñal y una pistola.
Instantes después —recuerda Natalia— ambos pasaron junto a mí en dirección del escritorio. León Davidovich me dijo que Silvia iba a venir porque mañana partirían a Nueva York. Le expliqué a mi marido que le había ofrecido té a nuestro visitante pero que él —visiblemente alterado y oprimido— sólo había aceptado un vaso de agua. León Davidovich lo miró atentamente: “Tiene usted mal aspecto. Eso no está bien. Le dijo en tono de reproche. Bueno, ¿y qué desea usted, que leamos ese artículo?”. Jackson asintió. León Davidovich hubiera preferido permanecer con sus conejos. Se quitó los guantes que se había puesto en el jardín porque era muy cuidadoso con sus manos. El menor rasguño le impedía escribir. Los acompañé hasta la puerta del escritorio. Pasaron tres o cuatro minutos. Me encontraba en la pieza vecina. Se oyó un grito terrible… León Davidovich apareció apoyándose en el marco de la puerta, con el rostro ensangrentado, sin anteojos, muy azul la mirada, las manos caídas… ¿Qué ocurre?, ¿qué ocurre?, lo estreché en mis manos sin comprender. Me respondió con calma: Jackson… todo ha terminado. Lo ayudé a acostarse sobre la estera del comedor. Natasha —dijo— te amo. Hablaba con dificultad, indistintamente, como sin darse cuenta. Yo enjugaba la sangre que caía del rostro, mientras aplicaba hielo en la cabeza herida. Poco después un médico declaró que la herida no era grave. León Davidovich lo escuchó sin emoción y volviendo la cabeza hacia Joe Hansen dijo en inglés, colocando su mano en el corazón: “Siento que aquí es el fin… esta vez lo han logrado…”. Las enfermeras cortaban su ropa —continúa Natalia— y de pronto dijo claramente, con tono grave y con mucha tristeza: “No quiero que me desvistan otros, quiero que tú lo hagas”. Éstas fueron, para mí, sus últimas palabras. Lo desvestí. Puse mis labios sobre los suyos. Me devolvió el beso una vez y otra todavía. Luego perdió el conocimiento.
Caminando por el jardín de esa casa, que hoy es el Museo León Trotsky, con Josefina y el fotógrafo Everardo Rivera, teníamos a la vista los cactus que tanto le gustaban a León Davidovich, las conejeras vacías que le dan un profundo toque melancólico al lugar al haber perdido el rutinario ajetreo de los animales y la atención que les dispensaba El Señor de los Conejos, como cariñosamente llama Laura Restrepo a Trotsky. Pepita recuerda que los senderos que cruzaban el jardín eran de tierra y viene a su memoria el día que vio el cadáver de su amigo:
León Trotsky fue expuesto al público en la Agencia Alcázar. Había unas colas interminables para verlo y poco a poco avanzaba la gente ante el ataúd. Él estaba en su caja, una caja abierta para poder verlo, pobrecito, con la cabeza vendada. Bien vendada su cabeza y tenía unos algodoncitos acá en la nariz, y estaba así, muerto. Y yo, pues decidí visitarlo, pero tenía miedo. Ya sabes que soy muy religiosa, porque aunque me veas así de platicadora, yo soy muy religiosa. Y entonces mi hermano Fer me llevó a la iglesia de La Profesa. Yo tenía una botellita de perfume y la llené con agua bendita. Dije: “me la llevo”. No sabía yo bien para qué, si no había sacerdote ni había nadie, pero yo me la traje. Y ahí estábamos, sentadas y tristes mi hermana y yo viendo a la gente pasar. Y yo con mi botellita en la bolsa. Y en eso que entra Hidalgo, imponente como siempre, él era el que mandaba, entra gritando: “¡Favor de desalojar la casa, favor de desalojarla, se suspende la visita!..”. Decía que nos fuéramos todos porque le iban a hacer la autopsia. La gente comenzó a murmurar y a salir despacito del salón. Mi hermana y yo ya nos íbamos cuando nos dice Hidalgo: “¡No, ustedes se quedan!”. Yo creo que madame Natalí le pidió que nos dijera que nos quedáramos, y nos quedamos. Cuando el salón estuvo casi vacío mi hermana comenzó a rezar el rosario, quedito, en un susurro. Entonces yo me acerqué a la caja y rocié su cuerpo con el agua bendita que llevaba y le pedí a Dios por él, se la vacié con los ojos cerrados —dice Josefina riendo como una niña que cuenta su travesura—. Y le rezamos mi hermana y yo cuando en eso vino madame Natalí: “¡Ustedes conmigo, ustedes conmigo!”, decía muy angustiada la pobrecita. Y dijo Hidalgo: “¡Nadie se va con usted más que yo!”. Y madame abrazándonos a las dos pidiendo que fuéramos con ella. Éramos más allegados a ella que Frida y Diego Rivera. Y La Pera me decía ¡tápate la cara, agáchate, que no te vean! Estaba asustada y yo también porque había mucho asesinato, estaba muy duro lo del trotskismo entonces y nos fueran a matar por haber estado ahí, pues imagínate, si mataron a sus hijos y a sus nietos, mataron a toda la familia de Trotsky, el único que sobrevivió fue el nietecito, al que hirieron en el pie cuando lo de Siqueiros, el ingeniero Volkov que sigue siendo mi amigo.
A finales de febrero de 1940, sentado en su mesa de trabajo, Trotsky tuvo un momento de reflexión sobre su propia vida y puso sobre el papel sus ideas más firmes y sus sentimientos más íntimos, como una despedida. A pesar de tener la presión arterial alta, se sentía activo y en condiciones de trabajar:
Pero evidentemente se acerca el desenlace. Estas líneas se leerán después de mi muerte. No necesito refutar una vez más las calumnias estúpidas y viles de Stalin y sus agentes; en mi honor revolucionario no hay una sola mancha… Agradezco calurosamente a los amigos que me siguieron siendo leales en las horas más difíciles de mi vida. No nombro a ninguno en especial porque no puedo nombrarlos a todos. Sin embargo, creo que se justifica hacer una excepción con mi compañera, Natalia Ivanovna Sedova. El destino me otorgó, además de ser un luchador de la causa del socialismo, la felicidad de ser su esposo. Durante los casi cuarenta años que vivimos juntos ella fue siempre una fuente inextinguible de amor, bondad y ternura, soportó grandes sufrimientos, especialmente en la última etapa de nuestras vidas. Pero en algo me reconforta el hecho de que también conoció días felices. Fui revolucionario durante mis cuarenta y tres años de vida consciente y durante cuarenta y dos luché bajo las banderas del marxismo. Si tuviera que comenzar todo de nuevo trataría, por supuesto, de evitar tal o cual error, pero en lo fundamental mi vida sería la misma. Moriré siendo un revolucionario proletario, un marxista, un materialista dialéctico y, en consecuencia, un ateo irreconciliable. Mi fe en el futuro comunista de la humanidad no es hoy menos ardiente, aunque sí más firme, que en mi juventud.
Hay una profunda religiosidad laica en estas palabras, una fe sin Dios mirando al futuro promisorio de una sociedad libre e igualitaria, un futuro que hoy sabemos inalcanzable. En ese momento la vida le trajo a León Davidovich un bello y sencillo obsequio que él convirtió de inmediato en un anhelo y una esperanza: “Natasha se acerca a la ventana y la abre desde el patio para que entre más aire en mi habitación. Puedo ver la brillante franja de césped verde que se extiende tras el muro. Arriba, el cielo claro y azul y el sol que resplandece en todas partes. La vida es hermosa. Que las futuras generaciones la libren de todo mal, opresión y violencia y la disfruten plenamente”.
Sentada frente a la amplia ventana que llena de luz su recámara, en un asilo de la ciudad de Puebla, Josefina pasa las horas leyendo y dibujando incansablemente. Sus noches de insomnio evocan tantos recuerdos, tantas imágenes y palabras vienen a su mente en medio de la oscuridad que la precisión de su memoria a veces la fastidia. Para llegar hasta ahí ha debido deshacer su vida material entregando generosamente casi todo lo que poseía: su casa, sus pinturas, sus muebles, su vajilla, sus libros y hasta buena parte de su ropa. Sin embargo, en el tocador donde se peina y maquilla todas las mañanas, conserva un pequeño cofre de madera que le obsequió León Davidovich. Fue un día dichoso en que subieron juntos a la azotea de la casa de Coyoacán y entre risas dejaron volar un par de palomas que ella le había llevado de regalo y que pronto se perdieron entre el verdor de los árboles y el azul del cielo.
____________________________
*Julio Glockner. Antropólogo. Investigador del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma de Puebla.



No hay comentarios:

Publicar un comentario