domingo, 16 de septiembre de 2012

EL ESPEJO, de Luis Revert


SÁBADO, 15 DE SEPTIEMBRE DE 2012

El espejo.

 Lo que vio reflejado en el espejo fue el rostro de un hombre tremendamente viejo. No podía ser él, sin embargo, pudo reconocer sus facciones tras el impacto inicial producido por ver un anciano ocupando el lugar donde su rostro debía mostrarse. Era como si la noche hubiese durado cincuenta años y al despertar su edad presumiblemente pasase con creces de los ochenta. No experimentó ninguna reacción instantánea; quedó literalmente pasmado concentrado en la visualización de los detalles. Abrió la boca y observó su dentadura, ayudándose con los dedos estiró sus labios arriba y abajo comprobando que le faltaban varias piezas, varias muelas, tanto en el maxilar superior como inferior, los incisivos y caninos los conservaba, aunque algo amarillentos y bastante romos. Hizo presión con la lengua sobre ellos confirmando un ligero movimiento en los incisivos inferiores. Sus dedos manipulando su boca le semejaron unos sarmientos leñosos y sus manos huesudas, manchadas y de dedos corvos a los que costaba un gran esfuerzo estirar, le insinuaron más parecido a garra que a mano. Su pelo era totalmente blanco, despeinado por cincuenta años de sueño inexplicable, pero no había crecido ni tampoco sucumbido víctima de la alopecia; mantenía un corte no demasiado escrupuloso. Pensaba que en sus cincuenta años de sueño había acudido al peluquero con la regularidad acostumbrada de un par de veces al año; por el aspecto que presentaba debió cortarlo algunos meses atrás. Estaba afeitado, seguramente los pelos plateados que asomaban como agujas en su rostro debían de tener un par de días de antigüedad; tampoco era persona que se afeitara diariamente. Seguía manteniendo un aspecto delgado, pero aún así, sus mejillas colgaban flácidas y la piel de su cuello se derramaba por falta de tersura. Suspiró profundamente y se resistió a pensar; pensar significaba aceptar como premisa la imagen que mostraba el espejo y eso, sencillamente, era inaceptable. Escrutó sus ojos y se detuvo con tristeza sobre las bolsas que se descolgaban bajo sus párpados inferiores los cuales tampoco abrazaban -la gravedad era más fuerte que ellos- al globo ocular perfectamente, una ligera caída mostraba su tejido interior. Toda esta imagen  le explico las sensaciones que había experimentado en el momento de levantarse; se levantó de la cama y se dirigió al cuarto de baño aún medio dormido y sintió que su cuerpo pesaba más de lo acostumbrado y que sus movimientos iban acompañados de una torpeza inusual y desconocida, acompañados de algo que, sin ser dolor, ponía de manifiesto sus articulaciones de un modo molesto. Sentía rigidez en los movimientos que requerían demasiada energía para ser realizados; energía que no encontraba con facilidad. Ahora comprendía esas extrañas sensaciones corporales y quitarse el pijama -que le venía muy holgado- y observar la totalidad de su cuerpo desnudo era algo que le producía terror. Un recorrido por la casa le mostró que ésta se encontraba tal y como la había dejado la noche anterior, cuando era como mínimo cincuenta años más joven. Se asomó a la ventana y tampoco nada había cambiado en el barrio. Sólo pudo recostarse en un sillón y quedar con la mirada perdida disolviendo su pensamiento contra la pared de enfrente; delante de esta pared sobre una mesa al efecto había un televisor apagado, su rostro se reflejaba en la pantalla oscura como un espectro. La mirada perdida contra la pared y el doctor haciéndole preguntas que no quería responder. Un síndrome depresivo distímico con intentos suicidas le había llevado allí. Antes de ser ingresado, había sido dado de baja en su trabajo al que no acudía. Largas sesiones de terapia, cócteles de fármacos y eternas conversaciones colectivas por las que no sentía ningún interés, como si viviese únicamente para la pura anhedonia. Los  terapeutas lo trataban con la condescendencia que les producía su desgracia derivada de otra desgracia de la que era absolutamente inocente y que le apeaba de la senda de la vida; como si su neurosis psicosocial les pareciese congruente y difícil de superar, alimentando una solidaridad que suponía un incentivo en cuanto a su trabajo con él. Lo fortuito, las conjuras del azar cuando se pone en contra y así suele ser la mayoría de las veces; no en vano la estadística dice que hay muchas más probabilidades de morir en un accidente que de enriquecerse al conseguir un premio sustancial en cualquier sorteo de lotería.

 Ha bajado al bar de la esquina a desayunar. En el armario ha podido encontrar algunas piezas de ropa que pueden resultar acordes a su nueva condición de anciano, unos pantalones oscuros y una sencilla camisa de tela con finas rayas verticales de color gris.

  En este lugar tomaba su desayuno numerosas mañanas. Se acomodó en una banqueta frente a la barra y pidió un cafe con leche y un croisant. El camarero quedó perplejo durante unos instantes con la mirada clavada en el rostro que tenía enfrente; le recordaba a alguien, pero no acertaba a saber quien era. El anciano agarró un periódico de la barra continuando con su ritual matutino.  Captó la perplejidad del camarero que tan bien conocía, pero prefirió fingir que era un cliente primerizo, es decir, comportarse como tal antes que identificarse y contar su historia a todas luces increíble. Constató que las letras del periódico eran un magma borroso e ininteligible; tuvo que contentarse con leer los titulares y disimuló, hizo como si estuviese leyendo el grueso de las noticias intentando no arrugar el rostro al intentar un  enfoque inalcanzable. Cuanta vida se le había escapado en un suspiro; recordaba estas palabras que tanto habían sonado en su cabeza pocos días antes de recibir su alta médica, pronunciadas por una voz que sólo él podía escuchar. El camarero seguía dirigiéndole miradas furtivas de tanto en tanto, sufría la misma intriga por saber de que conocía a ese anciano que desayunaba en su local como las que producen las palabras cuando se quedan en la punta de la lengua y se resisten a salir de ahí. Un nuevo cliente entró en el establecimiento. Era una mujer esbelta, se situó a un par de metros del anciano en la barra a su derecha. Sus rostros se encontraron y sostuvieron sus miradas. Estaba acostumbrado a recibir respuestas gestuales que transmitían o bien coquetería, pavoneamiento, simple agrado por sentirse admirada o alguna objeción que normalmente se expresaba con dulzura si no lo impedía el mal humor; había sido un hombre atractivo. En esta ocasión percibió un rechazo mezcla de asco y reparo ante un descaro que oscilaba entre lo obsceno y lo ridículo. Y así justamente se sintió; obsceno, ridículo y triste. No era consciente de su nueva condición que físicamente se plasmaba de un modo rotundo pero cuyos aspectos sicológicos todavía no había encajado. Retiró la mirada de un modo abrupto y sonrojado y se escondió en el periódico. Las letras borrosas le hablaban esta vez de todo aquello que antes podía hacer y ahora ya no estaba a su alcance o podía resultar humillante. Reflexionaba en torno al modo en que su vida se había esfumado repentinamente y del profundo malestar que produce advertir que la vida, aunque todavía pudiese disfrutar de un café con leche y un croisant, se ha escapado y que quizá no aprovechó lo suficiente -aunque éste no era su caso, no podía evitar el placer de la extrapolación- el jugo que ésta pudiera darle, sin capacidad de volver atrás y sin que todos los obstáculos, ya fuese por la observación de algún dogma o por haber contraído obligaciones de dudosa obligatoriedad, en los que su vida hubiese tropezado, no iban a devolverle el tiempo ya transcurrido; se aproximaba al último suspiro en un camino sin retorno. Pagó su consumición y salió de nuevo a la calle. El simple gesto que la muchacha del bar había dibujado en su rostro le había mostrado una nueva realidad. Su vida quedaba circunscrita al mundo de los recuerdos, a hacer de la evocación el modo de disfrutar de aquello que la vida ya no le ofrecía, a asumir que era persona poco importante o poco a tener en cuenta -sin que se tratase de un juicio deliberado por parte de los demás- por el entorno. Se cruzó con alguien que corría hacía la parada del autobús y deseó poder correr como él -ahora que su locomoción se restringía a un pesado, torpe y molesto arrastrar los pies- en consecuencia, recordó sus partidos de fútbol cada sábado; si se encontraba con una mujer bonita su mente se llenaba de rostros y cuerpos conocidos cuyo recuerdo hubiese encendido acaso una similitud fisonómica o un simple parecido en el movimiento y con los que acaso alguna vez se hubiese fundido; podía sentir, de algún modo, el placer redivivo que pudiese llenar, aunque sólo fuese una pequeña parte, el pozo de su deseo. Hacer del pequeño trance que constituye el estado de duermevela, la experiencia máxima en la que los recuerdos se tornan vívidos y las escenas recordadas se viven con una intensidad cercana a la experiencia que los dejó grabados en la caverna de la memoria histórica que ahora, por una cuestión de pura necesidad, adquiere una claridad y cantidad de registros inusitada con la que poder llenar la soledad mediante rostros con nombre y nombres sin rostros, muchos de ellos quizá ya cadáveres, que ofrecen la compañía que, de algún modo, no cesaron jamás de compartir, porque se alojaron en lugares muy profundos de la existencia. Continuó andando con la idea de que le gustaría ser un reptil y que su peso descansase sobre la totalidad de su cuerpo antes que sobre sus piernas que con el escaso trayecto, cincuenta metros de ida, cincuenta de vuelta, comenzaban a resentirse. Anotó en su lista mental de objetos necesarios, junto a las gafas para ver de cerca, un bastón en el que apoyar parte de su peso cuando caminase. Una leve protuberancia en el enlosado de la acera hizo que sus pies reptantes trastabillasen y cayó al suelo. Tuvo una sensación como si todas sus articulaciones se hubiesen desmontado. Tal vez su cadera se hubiese roto. Unos jóvenes que caminaban por la acera de enfrente acudieron y le ayudaron a levantarse del suelo y se interesaron por su estado. Se apoyó en ellos un instante hasta que su dolor fue remitiendo y pudo comprobar que por el momento el terrible accidente no había revestido demasiada gravedad. Tomó conciencia de su extrema fragilidad. Anduvo lentamente los últimos metros que le separaban de su piso. Una vez allí, se instaló de nuevo recostado en su sillón, relajó su mente y supo que su elección estaba decidida.

 Durante la última sesión de terapia adoptó una nueva actitud. Su mirada antes perdida se mostró vital  y atenta a las palabras del terapeuta, con quien mantuvo de hecho, una conversación sustituyendo al monólogo -como había ocurrido diariamente durante los quince días desde que fue ingresado- al que sólo asentía o negaba, las más de las veces de un modo aleatorio, con la  mirada desvaída y la atención ausente, concentrada en la voz que escuchaba interiormente que acababa de prometerle un juego sin desvelar su contenido; la experiencia definitiva que le llevaría a decidir mantenerse en este mundo o no. Sostuvo la conversación con el doctor de un modo premeditado cargado de vitalidad desbordante. Ante todo debía convencerle de que su idea fija, que no llegaba a realizar por un acceso de cobardía en el último instante, ya no ocupaba su pensamiento. Se deshizo en felicitaciones a todo el equipo de la residencia por haber conseguido tan buenos resultados en tan poco tiempo mientras en su diálogo interno seguía sin obtener respuesta a su intriga. Tras dos días en observación fue dado de alta con el requerimiento de presentarse en la clínica una vez por semana para efectuar un seguimiento y de que acudiese a ésta si notaba el menor indicio de recaída. Llego a su casa por la tarde agotado por todas las experiencias vividas desde que ocurriese el fatal accidente que le dejo en medio de la soledad, sumido en -así lo creía- alucinaciones auditivas y abocado al suicidio. Se metió en la cama y durmió. Despertó a la mañana siguiente y todavía medio dormido y con los músculos entumecidos que sentía más pesados y torpes que nunca, fue al cuarto de baño dispuesto a adecentarse. Lo que vio reflejado en el espejo fue el rostro de un hombre tremendamente viejo. No podía ser él, sin embargo, pudo reconocer sus facciones tras el impacto inicial producido por ver un anciano ocupando el lugar donde su rostro debía mostrarse...

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