Armando Romero. De la oscuridad luminosa
José Ángel Leyva
Afirma el viejo nadaísta Jaime Jaramillo Escobar, alias X-504, en su Método práctico y rápido para ser poeta que los vates solemos repetir que el oficio de la poesía es gratuito e inútil, pero le hacemos flaco favor a la lectura al hacer tales afirmaciones, pues aunque tenga un fundamento de gratuidad, al no ser precisamente el tipo de libros que las editoriales se pelean por publicar, la afirmación de que la poesía es inútil la descalifica de antemano.
No me consta que el nadaísmo en el que nadó Armando Romero siendo muy joven, el de menos edad de la camada que orbitó alrededor de Gonzalo Arango, el profeta vanguardista de fines de los años cincuenta y años sesenta que despertó a Cali y a Medellín con su manifiesto y sus escándalos, continúe vigente. Romero aprendió a nadar en el nadaísmo, cierto, y eso ya no se olvida, se advierte en su antología Alquimia del fuego inútil (La Cabra ediciones, México, 2012), para no hablar de su vida, marcada también por los acontecimientos de una inspiración, digamos, paradójica. El nadaísmo bulle en el espíritu de Armando como un sello de agua, pero su discurso evidencia una andadura propia, solitaria, testimonial no sólo de los acontecimientos y búsquedas personales sino también de los hechos que dejan honda huella.
En el conjunto de libros que reúne esta antología hallo una diversidad de pulsos y de impulsos líricos, algunas veces se tocan y otras se distancian. La indignación y la incredulidad ante los crímenes contrasta con la sorpresa del propio autor de su renuncia a la tentación mundana, cuando la opción es quedarse a meditar con los monjes ortodoxos; espiritualidad y escepticismo aparecen con semejante vehemencia en la trayectoria del poeta. Pero Armando es en esencia un hombre conducido por el deseo, por la aspiración de alcanzar un nivel más alto en la espiritualidad contemporánea, quizás por ello su modernidad la finque más en la música, en el jazz, en la carretera, en cierto nomadismo a la manera beatnik, que en los destellos del primer mundo donde vive desde hace años, años luz de su natal Cali.
Hace un par de años vi una exposición fotográfica de Fernell Franco en la que recrea el ambiente de Cali, ciudad en la que vivió y murió perseguido por la sombra de la violencia que empujó a su familia a huir del valle del Cauca. La atmósfera caleña se revela a través de sus fotos intervenidas con técnicas pictóricas. Al leer los primeros poemas de Armando y algunos de su época madura, puedo advertir imágenes emparentadas con la cámara de Fernell, con una experiencia urbana imposible de arrancar, como dejan constancia sus poemas “Mi ciudad” y “Mi infancia”, por citar solo dos títulos. Del primero dicen los últimos versos: “Tengo clara la memoria /De estar allí /Con el amargo de los días idos /entre los dedos: /Paso de a paso entre fragmentos.”, y en el segundo: “Se arrepintió de una mirada furtiva a los senos de una niña vecina y aplastó el cigarrillo contra uno de los postes del alumbrado. Mi infancia ya no estaba allí cuando vino la radiopatrulla a buscarla”. Ambos de Las combinaciones debidas (1979-1985).
Esa mirada descarnada de Armando me lleva a contemplar los muros derruídos, las calles sórdidas de Cali que al mismo tiempo aparecen con su porte señorial, con su pasado histórico en la fugacidad de las vidas de personajes sin historia. Esa dimensión de la tragedia acompaña a Armando en su noción del viaje, en su exploración de otras geografías. Poemas iniciales como “Flores de Uranio” y “Del aire a la mano” soplan en vientos de otras latitudes y circunstancias. La ironía depositada en la acción de esas flores malditas que asesinan a la concurrencia de la cantina, juega con la sensatez y la reconciliación temprana de la imposibilidad expresadas en el segundo poema en el que se reconoce la falta de destreza para bailar un trompo directo del aire a la mano: “Nunca lo logré. ´Tiré una y otra vez /pero en vano. /¿Podré escribir este poema? /Hay una solución para cada respuesta. /Es cierto. /Pero nunca pude tirarlo del aire a la mano. / Y es todo.”
La insistencia de la memoria queda expuesta en poemas “De los asesinos”, de Las Combinaciones debidas, ya citado, y en textos como “Al parecer de la huida” de un libro más reciente: De noche el sol (2003 y 2004). Ambos poemas insisten en una cierta formalidad narrativa, por un lado, y por otro en un tono sentencioso, resonancias quizás de Constantino Cavafis, en su memorable poema “La Ciudad”. Armando aparece también estigmatizado por su origen, no pueden otras urbes borrar los recuerdos violentos de su país, pues a donde quieran que vaya lo seguirán las noticias. “Huye de la ciudad que no se queda en las uñas; /de la ciudad que duerme sin ruido y esconce un cuchillo debajo de la almohada /…/ Huye y huye hasta que huir sea sentido de recuerdo, /y allá, al borde de los desaguaderos, /espera que vuelva hacia ti, /para seguir huyendo.”
Pero la búsqueda del silencio, del instante perpetuo, es la motivación central en la propuesta estética de Armando Romero. Su estadía en Hagion Oros (El Monte Santo, 1994-1996), título también del libro, se impone como una de las estaciones de mayor intensidad reflexiva y contemplativa en donde el movimiento, la velocidad, la urgencia del animal urbano se apacigua y transcurre en un acoplamiento entre el exterior y el interior, entre la oscuridad y la luz, entre lo diminuto y lo inmenso. Rayo místico bajo el cielo resplandeciente azul marino de Grecia, del Egeo, de las Meteoras, de los salmos reverberantes en el corazón de un trotamundos, de un migrante que vuelve del rapto celestial a su lugar de origen, la duda, el mundano oficio de perseguir el rastro de Los cuervos: “De una estética a la otra /han pasado hoy los cuervos / por mi jardín. / Envuelto de negro /picotean semillas /entre la hierba. /Quisiera desarmarlos /como hizo Poe un día. /Pero al alzar la mano /con mi pluma lista /a volar se lanzan /por entre los árboles. /Esta imagen fugaz /es lo que resta.
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