Mary y su hermano cordero
Bárbara Jacobs
E
ntre escritores, quizás es más común de lo que creo plantearse la traducción como un pintor principiante se plantea formativamente el dibujo o la pintura de imitación. Uno encuentra el autor o el texto del que quiere aprender todo y tras leerlo hasta aprendérselo de memoria puede ocurrírsele traducirlo para conocerlo todavía mejor, no sólo por fuera, sino por dentro. Hay muchas razones por las que un escritor se da a traducir, a su lengua o de su lengua. Desde la necesidad más obvia, que es la económica, hasta la que digo, que responde a otro tipo de necesidad. O porque requiere citar a otro autor en su propio trabajo, o porque algún amigo se lo pide con fines personales. Incluso hay escritores que recomiendan la práctica de traducir aunque sólo sea un único libro, pero como punto imprescindible en su bibliografía. Yo también soy de la idea de que, así como entre escritores es recomendable conocer de perdida un idioma extranjero tan bien como el propio, asimismo lo es traducir.
En lo particular, es un tema y una actividad que desde mi adolescencia yo he recorrido paralelamente al oficio de escribir, a veces por una razón, a veces por otra. Lo he estudiado. He llegado a dar un curso (en El Colegio de México, en donde primero fui discípula de Tomás Segovia en la misma materia). Es un asunto que he comentado por escrito aunque siempre de manera personal, nunca nada académica. La traducción ha llegado a apasionarme. Cuando fui maestra eso quise transmitir a mis estudiantes, que reconocieran cómo querían considerar ellos la identidad de traductor, ya fuera como su finalidad principal en la vida o como un recurso para infinidad de posibilidades, todas, previsibles o imprevisibles, benéficas, provechosas, respetables. Pero que, si era como identidad, lo fuera con honor y con pasión.
Entre escritores, la disyuntiva llega a presentarse, los dos caminos pueden serle igualmente atractivos, ambos son demandantes y absorbentes, ser escritor, ser traductor. Hay escritores extra capaces que logran combinar los dos oficios. Yo me quedé con el de escribir, pero sin abandonar del todo el de la traducción. Se vuelve casi imposible. Y este preámbulo se debe a que llevo algunos meses debatiéndome en el dilema de comunicar o no comunicar que estuve a punto de optar por abandonar la escritura y abocarme a la traducción: al menos mientras traducía, con entera dedicación y sin ninguna prisa, un libro que leí, tal entusiasmo despertó en mí, tal carácter de apostolado llegó a representar en mi responsabilidad más profunda.
Me refiero a Tales from Shakespeare, de Mary y Charles Lamb. Aparte de un gozo excepcional, su lectura fue un curso íntegro para mí, de literatura, de vida, de técnica literaria. De humor. Me adentró en la biografía de los hermanos adaptadores, acrecentó la reverencia que me provoca el contexto que los llevó a enfrascarse en semejante misión, más que simple quehacer, más que simple tarea. La lectura de este libro iluminado y extraordinario me enseñó historia. Me enseñó traducción, pues la adaptación es ¿o no? una traducción. ¡Qué feliz fui mientras leí Tales from Shakespeare! Una obra por día, durante 20 días, lo primero que hacía al despertar, estaba de viaje, no quería dejar de leer, se desbordaba mi ilusión de regresar a casa y proponer su traducción a algún editor, o como proyecto para conseguir patrocinador. ¡Quería volver a leerlo, de principio a fin! Esta experiencia fue tan vívida, tan pletórica, que me hizo retenerla, guardar silencio, no compartirla: por temor a que se me acabara. ¿Que se me acabara qué? ¿El gusto? Una vez experimentado, el gusto no se acaba, la riqueza obtenida al leer un libro como éste ya forma parte inherente en ti. O el temor era ¡Ay! que un traductor se me adelantara y lo tradujera él.
Y hoy me entero de que, mientras yo era feliz leyendo Tales from Shakespeare y soñando celosamente con traducirlo al español y compartir así con el lector la riqueza que yo había obtenido, en España se acababa de publicar la traducción. Por eso ahora soy capaz de comunicar mi emoción sin temor ni interés ulterior. Porque sé que ahora puedo traducirlo plácidamente, ya que no lo traduciría sino por el gusto de hacerlo, sin otra finalidad y, por lo que hace a la traducción, no hay motivación mayor ni mejor, pues es cuando traducir se parece más al oficio de escritor.