sábado, 26 de enero de 2013

EL CAMALEÓN, JULIÁN BARNES, César Mackenzie


El jefe del Dream Team británico


Julian Barnes, inclasificable, ha escrito deslumbrantes colecciones de cuentos, novelas, crónicas y ensayos. Pero todo el mundo está de acuerdo: es uno de los más exquisitos prosistas de la lengua inglesa.

Por: César Mackenzie* Bogotá
Publicado el: 2013-01-22
Hace treinta años, una generación de irónicos y elegantes escritores ingleses se instaló en el panorama de las letras de nuestro tiempo. Detrás de ellos, una revista literaria hacía una apuesta por publicar escritores jóvenes que miraran de frente su realidad y la contaran sin cortapisas retóricas. Allí, en ese mítico número 7 de Granta en 1983 aparecían los nombres de Ian McEwan, Martin Amis, Kazuo Ishiguro, Hanif Kureishi, Salman Rushdie y, desde luego, el mayor de todos ellos y no del todo desconocido Julian Barnes con “Emma Bovary’s eyes”, breve anticipo de una de sus obras mayores. Eran los tiempos del thatcherismo que impuso a los ingleses la supremacía del mercado, mutaciones en el sistema tributario, una nueva forma de enfrentar su economía, la libertad y el poder de las instituciones: menos libertades de asociación y privilegios en un Estado que no creía tener muchas responsabilidades sociales, sumado al férreo conservadurismo de la tres veces elegida Primera Ministra y de todo su Gobierno. La nuevaGranta (había sido fundada a finales del siglo XIX, pero a mediados de los setenta había entrado en decadencia) era la voz literaria que se alzaba para impactar (sin pretender ser ni revolucionaria, ni iconoclasta, ni ingenuamente progresista) los cimientos de una cultura libresca y ensimismada que requería ya de un nuevo aliento. Años después, cuando los puso a todos en su catálogo, Jorge Herralde, editor de Anagrama, los llamó el British Dream Team.

Julian Barnes no perteneció a esta generación por capricho editorial. Como los otros autores, vivió su infancia en medio de la segunda posguerra europea y a comienzos de los ochenta empezaba ya a demostrar su peso literario satirizando la moderna vida londinense. Nació en Leicester en 1946, fue hijo de una pareja de profesores de francés y desde pequeño se apasionó por la cultura francesa. En 1956 su familia (padres y hermano mayor) se mudó a Northwood, suburbios del nororeste de Londres, en Middlesex (locación de Metrolandia, su primera novela). Sus abuelos paternos (a pesar de ser él anglicano y ella metodista) se jactaban de una férrea tendencia agnóstica y atea. Kathleen, su madre, también atea y descreída, gozó de un funeral sin símbolos religiosos. Barnes ha sido, de entrada, un escéptico con una infancia marcada por la irreligiosidad. En su entrevista para ingresar a Oxford, dirá: “Soy un ateo feliz”, más adelante afirmará que “Dios es el gran escapista”. Estudia sin muchos méritos en el Magdalen College en Oxford y desde joven lo marca el pensamiento de Montaigne y de Somerset Maugham. Su vida transcurre en una normalidad de ávido lector hasta que en 1973 el poeta Craig Raine le presenta al novelista Martin Amis, que en esa época era editor del Times Literary Supplement. Allí comienza su carrera de escritor como reseñista de libros hasta que debuta como editor literario del New Statesman. A pesar de no querer ejercer, Barnes culmina sus estudios de Derecho. En 1975 tiene una columna en New Review y usa el seudónimo de Edward Pygge. También es crítico de televisión de The Observer y escribe una columna gastronómica en Tatler, usando el seudónimo de Basil Seal. En 1979 se casa con la célebre agente literaria Pat Kavanagh con quien vivió casado y sin hijos hasta la muerte de Pat en el 2008.

Por eso el nombre de Julian Barnes era ya conocido en la Londres literaria, aun antes de Granta. Metrolandia, su primera novela, que abre la década de los ochenta, ya da muestras de cuánto cambiarán las letras inglesas en lo sucesivo. Ganadora del Premio Somerset Maugham, se trata de una novela irónica hasta la médula que le llevó ocho años escribir: Christopher y Toni, amigos de adolescencia, encuentran en todo lo que ven lo absurdo de su sociedad: vidas rutinarias y de breves esperanzas. A partir de allí su bibliografía crece a ritmo acelerado durante los treinta años siguientes: quince novelas (seis premiadas, entre Inglaterra y Francia; tres nominadas al Premio Booker y una ganadora de este: The sense of an ending, en el 2011); tres libros de cuentos, dos de ensayos, dos de artículos (para The New Yorker, donde escribe desde 1995) y su libro de memorias Nada que temer, analítico y nostálgico, donde se muestra un Barnes casi científico que explora sus más hondas creencias y recuerdos en torno a Dios, la muerte, El llanero solitario, su enfermedad de Meniére, Jules Renard, su hermano y otros temas fundamentales.

Pero Barnes, por encima de todo, será el autor, el famoso autor de El loro de Flaubert. Un año después de su aparición en Granta, Barnes, eterno enamorado de la cultura francesa, conmociona y confunde a los críticos con esta novela de género, para ellos, indefinible. Un poco novela, un poco ensayo, un poco crónica, El loro de Flaubert es, también, una biografía única del autor francés que dijo: “Madamme Bovary c’est moi”. Ganó el Geoffrey Faber Memorial, fue nominada al Booker y en Francia se llevó el Médicis del 84. Su pregunta fundamental es ¿cómo captamos el pasado? Para ello arma cronologías y bestiarios, investiga, recorre ciudades y museos, crea personajes, da pruebas, expone argumentos; su estructura es cambiante y proclive a la multiplicidad de registros y tonos. Barnes hace suya la máxima de Flaubert: “El estilo es una cosa que surge del tema”. Desde luego, otras obras de Barnes han conmocionado a la crítica y a sus lectores por su estilo camaleónico: Una historia del mundo en diez capítulos y medio, Inglaterra, Inglaterra, La mesa limón o su reciente libro de cuentos Pulso dan cuenta de un escritor en pleno vigor, que no ha dejado de indagar en ese, al parecer infinito, universo creativo que permite la novela y, más allá, la escritura. Porque Julian Barnes jamás se agota ni se repite, y jamás es una palabra difícil con una obra tan extensa.

Leer a Barnes es un ejercicio intelectual de la más penetrante y estimulante exigencia. Sus formas, cada vez más sorprendentes, nos hablan de un mundo que busca infinitos caminos para contarse. Ha reinventado la novela y, de paso, ha dado al ensayo una vitalidad contagiosa que ha influenciado a cientos de nuevos escritores. Es un escritor que habla y se burla del presente y que mira siempre hacia adelante, aun cuando vuelve la mirada.
*Escritor y profesor universitario.

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