El Cara Pálida (anécdota de Fernando Cano Cardozo)
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Fernando Cano Cardozo, es un notable y excepcional artista plástico, y con su obra le ha dado la vuelta al mundo. Orgullosamente oriundo de El Oro. Aquí nos comparten una hermosa anécdota de la niñez en este pueblo mágico que es El Oro. Fernando Cano colaboró amablemente con nosotros y es uno de los personajes principales de el documental "El Oro, Mi Raíz". ¡Gracias maestro por compartir con nosotros estas vivencias! Y muchas gracias Marthel Cano, por compartir esta linda anécdota con nosotros.
ANECDOTA DE LA INFANCIA DEL DR. ESCULTOR FERNANDO CANO CARDOZO NACIDO EN EL ORO. TITULADO: EL CARAPALIDA
Por Fernando Cano.
Todos los chiquillos correteando como chivas locas en el jardín enfrente de la iglesia de mi pueblo, en El oro, en esa maravillosa edad cuando nada te quita el sueño. Aunque estaba en pleno la segunda guerra mundial, donde cincuenta millones de seres humanos murieron, la gran mayoría sin saber porque. La guerra empezó en el año de 1939, año en que yo nací. Cuando recuerdo ésta historia yo tendría cinco años de edad 1944. (Cincuenta millones, pues sí, creo que son muchos…si alguna persona ha estado o ha visto el estadio Azteca en la ciudad de México lleno, por ejemplo en un “América¨- Chivas” o en una final de campeonato del mundo, calculen: apenas son cien mil personas, es impresionante ver esos ríos de gente al final del juego que bajan por las rampas de salida, ¡diez estadios Azteca llenos apenas hacen un millón…! Y… ¿cincuenta millones de muertos cuantos estadios son? ¡Rayos! realmente no me podía imaginar y creo que muchas personas tampoco ¿Cuántas personas son cincuenta millones? pues si, cincuenta millones de personas son cincuenta millones o ¿no? -si buey, ¡pero en volumen! No-, -pos si, juntos son un chingo-.)
Bueno dejemos a ese chingo de muertos en paz y a lo que estábamos cuando chavos; en ese hermoso y lejano pueblo tan lejos de esa terrible guerra, (donde si se hacían simulacros, se apagaban las luces del pueblo por un rato y se hablaba quedito) por si acaso seríamos invadidos por las “fuerzas del eje” ¡oh! -Y dale con la guerra,- -¡bueno ya!-
¡El jardín! era otoño y las calles empedradas de alrededor del jardín, estaban cubiertas de hojas de todos los árboles, lo que las hacía terriblemente resbalosas y peligrosas, pero para nosotros los chavos eran un gigantesco parque de diversiones. De la parte mas alta de la calle más inclinada y más ancha, la del frente del atrio, nos sentábamos en un costal, cartón o algo que se le pareciera, y nos deslizábamos hasta la parte mas baja, donde terminaban las hojas que cubrían el empedrado (fácil eran cincuenta metros) y a veces “girando sobre nuestro propio eje” aunque atarantados y “borrachitos” ¡y bien puercos! subiríamos una y otra vez hasta que nos llamara “nuestra mamá” y en la tarde o al día siguiente seguiríamos con el mismo juego, los pantalones tarde o temprano terminaban con dos grandes agujeros en las nalgas, recuerdo a aquel gordito al que siempre le hacíamos “cancha” porque bajaba como saeta y en su incontrolada bajada mas de una vez se llevo de “corbata” a más de dos que se cruzaron en su camino, todo esto acompañado de alegres risas, ¡nunca sucedió nada grave!.
Una tarde de retozar, como todos los días, ya tal ves cansados de lo mismo alguien sugirió, el juego de “indios y vaqueros”, rápido se hicieron dos bandos -¡yo indio!-
-¡Yo vaquero!- Ya está; los bandos se separaron a los extremos del jardín y empezaba la gran batalla.
Cuando he regresado a mi pueblo y veo el jardín, y que en realidad no es nada grande, pero en ese tiempo y a esa edad se me hacia gigantesco y lleno de mil escondrijos entre los matorrales; las flechas “silbaban” despedidas por imaginarios “arcos” y los vaqueros apuntando con su mortífero dedo índice ¡Pao! ¡Pao! -¡Estás muerto ya te di!- -¡ohuch!-, pero no faltaba el compañero que auxiliara al infortunado herido, y una rapidísima frotada en el lugar de la imaginaria herida y “vuelta a la batalla”. Ese día la batalla se volvió aburrida pues ya nadie se tomaban la molestia de “caerse” y “los heridos” no esperaban el auxilio del compañero (y tampoco se morían) -¡yo ya no juego, te he matado como diez veces y no te mueres!-
-¡ni tu tampoco!-
-¡Mejor vamos a agarrar a “un cara pálida”!- dijo alguno de los indios,
-¡si!- Todos en coro, ¡era una excelente idea!
¿Una cara pálida? ¿Un cara pálida?..
¡Un cara pálida era yo! (güerito y de ojos claros, ¿lo quieres mas cara pálida?) y… ¡sobre mis huesos! Jamás se me hizo más lejos mi casa de ese jardín cuando el cara pálida trato de huir, imposible, ¡hasta los caras pálidas de mi bando se volvieron indios! (puros chavos morenitos), por más que corrí entre los matorrales y arbustos… ¡el cara pálida fue atrapado! y entre gritos y aullidos de apache ¡Ouh, Ouh, Ou…h! (como veíamos en las películas del oeste). Fui llevado a un árbol y no se quien fregados encontró un pedazo de mecate y fui amarrado ahí, luego los indios (todos) me cubrieron con hojarasca hasta la cintura y los muy bestias ¡pretendían prenderle fuego! afortunadamente ningún “indio” encontró un cerillo, esa hojarasca hubiera encendido como petate viejo y la historia del “carapálida” pudo haber terminado a muy corta edad y de una manera muy gacha (¡que jodido..!). Una mujer que pasaba por ahí se dio cuenta de lo que sucedía y con el rebozo doblado en dos como espada vengadora disperso rápidamente a aquella turba de salvajes indios en todas direcciones, me soltó del árbol y… -güerito vete a tu casa-; ni las gracias le di. Salí como gato asustado a refugiarme detrás de las enaguas de mi madre.
Reflexionando sobre estas y otras cosas a lo largo de mi vida, creo que esa mujer del reboso seguramente era mi “angelito de la guarda” que dicen que todos tenemos ¿o, no? Nomás que a mi edad seguramente a este angelito ya lo tengo hasta la madre de andarme cuidando.
Hace unos días que volví al Oro abrace a ese gran árbol, que aún existe.
Bueno dejemos a ese chingo de muertos en paz y a lo que estábamos cuando chavos; en ese hermoso y lejano pueblo tan lejos de esa terrible guerra, (donde si se hacían simulacros, se apagaban las luces del pueblo por un rato y se hablaba quedito) por si acaso seríamos invadidos por las “fuerzas del eje” ¡oh! -Y dale con la guerra,- -¡bueno ya!-
¡El jardín! era otoño y las calles empedradas de alrededor del jardín, estaban cubiertas de hojas de todos los árboles, lo que las hacía terriblemente resbalosas y peligrosas, pero para nosotros los chavos eran un gigantesco parque de diversiones. De la parte mas alta de la calle más inclinada y más ancha, la del frente del atrio, nos sentábamos en un costal, cartón o algo que se le pareciera, y nos deslizábamos hasta la parte mas baja, donde terminaban las hojas que cubrían el empedrado (fácil eran cincuenta metros) y a veces “girando sobre nuestro propio eje” aunque atarantados y “borrachitos” ¡y bien puercos! subiríamos una y otra vez hasta que nos llamara “nuestra mamá” y en la tarde o al día siguiente seguiríamos con el mismo juego, los pantalones tarde o temprano terminaban con dos grandes agujeros en las nalgas, recuerdo a aquel gordito al que siempre le hacíamos “cancha” porque bajaba como saeta y en su incontrolada bajada mas de una vez se llevo de “corbata” a más de dos que se cruzaron en su camino, todo esto acompañado de alegres risas, ¡nunca sucedió nada grave!.
Una tarde de retozar, como todos los días, ya tal ves cansados de lo mismo alguien sugirió, el juego de “indios y vaqueros”, rápido se hicieron dos bandos -¡yo indio!-
-¡Yo vaquero!- Ya está; los bandos se separaron a los extremos del jardín y empezaba la gran batalla.
Cuando he regresado a mi pueblo y veo el jardín, y que en realidad no es nada grande, pero en ese tiempo y a esa edad se me hacia gigantesco y lleno de mil escondrijos entre los matorrales; las flechas “silbaban” despedidas por imaginarios “arcos” y los vaqueros apuntando con su mortífero dedo índice ¡Pao! ¡Pao! -¡Estás muerto ya te di!- -¡ohuch!-, pero no faltaba el compañero que auxiliara al infortunado herido, y una rapidísima frotada en el lugar de la imaginaria herida y “vuelta a la batalla”. Ese día la batalla se volvió aburrida pues ya nadie se tomaban la molestia de “caerse” y “los heridos” no esperaban el auxilio del compañero (y tampoco se morían) -¡yo ya no juego, te he matado como diez veces y no te mueres!-
-¡ni tu tampoco!-
-¡Mejor vamos a agarrar a “un cara pálida”!- dijo alguno de los indios,
-¡si!- Todos en coro, ¡era una excelente idea!
¿Una cara pálida? ¿Un cara pálida?..
¡Un cara pálida era yo! (güerito y de ojos claros, ¿lo quieres mas cara pálida?) y… ¡sobre mis huesos! Jamás se me hizo más lejos mi casa de ese jardín cuando el cara pálida trato de huir, imposible, ¡hasta los caras pálidas de mi bando se volvieron indios! (puros chavos morenitos), por más que corrí entre los matorrales y arbustos… ¡el cara pálida fue atrapado! y entre gritos y aullidos de apache ¡Ouh, Ouh, Ou…h! (como veíamos en las películas del oeste). Fui llevado a un árbol y no se quien fregados encontró un pedazo de mecate y fui amarrado ahí, luego los indios (todos) me cubrieron con hojarasca hasta la cintura y los muy bestias ¡pretendían prenderle fuego! afortunadamente ningún “indio” encontró un cerillo, esa hojarasca hubiera encendido como petate viejo y la historia del “carapálida” pudo haber terminado a muy corta edad y de una manera muy gacha (¡que jodido..!). Una mujer que pasaba por ahí se dio cuenta de lo que sucedía y con el rebozo doblado en dos como espada vengadora disperso rápidamente a aquella turba de salvajes indios en todas direcciones, me soltó del árbol y… -güerito vete a tu casa-; ni las gracias le di. Salí como gato asustado a refugiarme detrás de las enaguas de mi madre.
Reflexionando sobre estas y otras cosas a lo largo de mi vida, creo que esa mujer del reboso seguramente era mi “angelito de la guarda” que dicen que todos tenemos ¿o, no? Nomás que a mi edad seguramente a este angelito ya lo tengo hasta la madre de andarme cuidando.
Hace unos días que volví al Oro abrace a ese gran árbol, que aún existe.
Toluca .Del 05.
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