Historias al margen del Segundo Imperio
Andreas Kurz
El 14 de abril de 1864, Maximiliano de Habsburgo y Charlotte de Bélgica se embarcaron en Trieste rumbo a México. El viaje incluyó una parada de varios días en Roma para que Pío IX diera a los nuevos emperadores su bendición. A finales de mayo llegaron a Veracruz, donde empezó una serie de malentendidos, equivocaciones y errores; una cadena de conversaciones entre sordos monárquicos, liberales, mochos, republicanos, oportunistas e idealistas que encuentra su showdownel 19 de junio de 1867 en el Cerro de las Campanas. El viaje había iniciado como una fiesta de la nobleza europea: Maximiliano, el último caballero del sigloXIX, miembro de una familia ilustre, archiduque de la gran monarquía austríaca y exgobernador de la Lombardía, sale con la espada en la diestra y la doncella en la siniestra para redimir a un pueblo perdido. El viaje termina con una muerte inútil y quizás un sacrificio, –¿siempre es inútil el sacrificio– que sella, cincuenta años antes de la primera guerra mundial en un país marginado y humillado por la política europea decimonónica, la caducidad de la idea monárquica y el triunfo del nacionalismo liberal que implica el éxito de otra idea imperial: la de Estados Unidos.
Hay pocos viajes tan bien documentados como el de la pareja imperial. En México, Austria y Francia se publicaron, a manera de crónica casi simultánea de los acontecimientos, varios libros que describen y documentan los acontecimientos desde la salida de Miramar hasta la entrada triunfal en la capital mexicana. Se trata de obras que manipulan y tergiversan los hechos, libros escritos y recopilados por autores que celebran la llegada de los emperadores como la salvación de la nación que había sido iniciada por las tropas de Napoleón III. Por su parte, después de 1867 los escritores e historiadores republicanos tergiversarán los hechos, establecerán una historiografía nacionalista basada en el heroísmo individual que, a pesar de Francisco Bulnes y los valiosos trabajos de Edmundo O’Gorman, sigue predicándose hasta la fecha. En 1864 estaban demasiado ocupados en una guerra aparentemente desesperada.
Sin héroes ni traidores
El Segundo Imperio Mexicano ilustra, comprimido en sólo tres años, los mecanismos fatales que rigen cualquier convicción político-ideológica ignorante de que lo gobernado no es una entidad abstracta y anónima, sino una de carne y hueso. Un pueblo no puede ser ni liberal ni conservador ni mocho ni republicano. Un pueblo tampoco puede dividirse entre cangrejos y puros. Quien acepta estas divisiones y pretende imponer una de ellas, asume, aunque se mueva dentro de una constitución democrática, un papel divino, es decir: basa su quehacer social y político en un mito.
Ya el 3 de octubre de 1863, Maximiliano no había dejado margen de error: el Habsburgo era un monarca liberal y constitucional que quería imponer una carta magna que garantizaría un sistema modestamente democrático. Se dan cuenta Gutiérrez de Estrada a pesar de su bien estudiada hipocresía, Velázquez de León a pesar de su incondicionalidad monárquica y, sobre todo, Napoleón III. Juntos impiden el proyecto de constitución del austríaco y le recomiendan un gobierno basado en el poder autocrático del príncipe. Durante estos tres años es imposible distinguir entre liberales y conservadores, patriotas y vendepatrias, mucho menos entre héroes y traidores, distinción que, sin embargo, requiere la historiografía decimonónica para poder inventar una nación y su parafernalia cívica. Sorprende, aunque sí es coherente, que precisamente Ignacio Ramírez el Nigromante, quizás el demócrata más radical de su época, se oponga a las ejecuciones de Querétaro. La nueva República nace, según Ramírez, con un acto injusto. El soberano –léase Juárez– violó la Constitución porque ya no había guerra. Son condenables los crímenes de los franceses, la intervención como tal y la indignación europea ante la intransigencia de Juárez, pero no es condenable Maximiliano como criminal de guerra: “la autoridad civil comete por ostentación un asesinato injustificable”. Con esta frase, Ramírez se refiere al castigo draconiano sufrido por un criminal civil anónimo. Sin embargo, las circunstancias de su escrito apenas disfrazan el verdadero objetivo del Nigromante. Ramírez sabe que después de una guerra, al inicio de un nuevo estado de cosas, no hay ni traidores ni héroes. En un texto de 1867, titulado precisamente “Héroes y traidores”, se pregunta si por el mero hecho de abandonar su capital, Juárez es un héroe, mientras que los que se quedaron para esperar con resignación o incluso dar una bienvenida entusiasta a los franceses son traidores… A final de cuentas, concluye sarcásticamente, todos somos tributarios del fisco, nadie tiene el derecho de distinguir entre héroes y traidores. Este derecho, agrega el lector moderno, sólo la historiografía se lo adjudicaba a lo largo de la centuria siguiente.
La literatura puede ser más confiable y enriquecedora que la historiografía, precisamente porque no suele remitir a hechos, sino de antemano admite que los construye y falsifica. En México, dos textos ficticios sobre el Segundo Imperio superaron la prueba del tiempo: Corona de sombra, de Rodolfo Usigli; y Noticias del Imperio, de Fernando del Paso. Ambos autores se quejan en sus obras de que tienen muy pocos antecesores dignos, a la altura del tema. La queja es injustificable, pues representaciones literarias del Imperio y de sus protagonistas hay muchas a partir de 1867, dado que la cuestión de la calidad se relega a un lugar efímero si aceptamos como criterios de valoración lo circunstancial y partidario. Entonces las novelas de Mateos, Riva Palacio y Altamirano, el teatro de Antonio Guillén Sánchez, hasta la malograda épica de Luis G. Pastor, férreo defensor del heroico Habsburgo, son antecesores dignos de Usigli y de Del Paso, a pesar de las deficiencias estéticas de las obras.
Real e imaginario, ridículo y grandioso
Es imposible escribir novela o teatro histórico sin fuentes: memorias, cartas, diarios, los clásicos de la historiografía. A veces se produce un fenómeno curioso: las fuentes resultan más fantásticas y novelescas que las narraciones que impulsan. El Segundo Imperio en la literatura mexicana ilustra este fenómeno. En 1864, con motivo de la llegada de Maximiliano y Carlota, se imprimen dos documentos valiosos: De Miramar a México (Orizaba) el uno; Advenimiento de SS. MM. II.Maximiliano y Carlota al trono de México (México), una copia parcial del primero, el otro. Se trata de recopilaciones de artículos de prensa, documentos oficiales, diarios e informes de los testigos presenciales, todos ellos conservadores, católicos y convenientemente monárquicos. Precisamente por su carácter documental, estos libros manipulan y tergiversan, es decir: escriben la historia. No cabe duda de que los liberales habrían hecho lo mismo, si en 1864 hubieran tenido más ocio y recursos materiales. Estos textos demuestran, a pesar de su muy reducida fiabilidad, que el pueblo sólo es una invención, una palabra que se usa porque sin ella no se podría hacer nada, sería imposible la actuación política: una palabra de ortografía muy variada. Por otro lado, las dos recopilaciones insertan algunas fotografías instantáneas que ilustran tanto lo chusco y ridículo, como lo trágico y grandioso de ciertos actos individuales en medio de los grandes acontecimientos históricos. La literatura saquea este tipo de fuentes para enseñarnos que lo chusco puede ser trágico, lo ridículo grandioso y que, juntos, nos acercan a una lectura de esta palabra difícil, de “pueblo”. Es tarea de la Academia rastrear los orígenes de una serie de episodios en las obras de Usigli, Del Paso, hasta de Franz Werfel, en esas crónicas. Hay otros episodios que, a mi saber, aún podrían explorarse. Reproduzco tres:
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miércoles, 30 de julio de 2014
HISTORIAS AL MARGEN DEL SEGUNDO IMPERIO, Andreas Kurz
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