El extraño y desconocido valor de Josué Mirlo en la poesía mexicana
Andrés
Cisneros de la Cruz
No
todo es urbe para la poesía. Y aunque las ciudades usen sus puños para guardar
entre sus versos el pájaro de la historia, los poetas que viven y mueren libres
pesarán más que cualquier poeta funcionario o político poeta. Porque para un
poeta nacido al filo de 1900 la única forma de brillar en vida era viajar,
trasladarse al centro de los vectores, al seno cosmopolita y volverse un
ciudadano del mundo; asirse al surgimiento de las universidades, y desde un
puesto activo impulsar su carrera e intelectualidad, bajo la referencia de
construir las lecturas establecidas para la futura educación del país.
Sin embargo lo dionisíaco, lo
trágico, lo elementalmente oriundo al poeta que se hunde en sí mismo para cavar
una tumba a su medida en su propia sombra, es lo que da magnitud a un estilo,
que metacrónico, logra ejercer un mundo, el mausoleo de su propio horizonte; y
eso es lo que logró Josué Mirlo, plasmar una vida poética, que en su alcance
metáforico supera la urbe del estridentismo, y en su condensación simbólica/ontológica
se haya entre el modernismo y el poeticismo mexicano.
Josué Mirlo nace trece años después
que Ramón López Velarde y fallece en 1968 igual que Pablo de Rokha. Paralelo a
la Revolución y al margen del triunfo de las Instituciones, da por resultado el
estilo de un poeta desterrado del panorama de la poesía, nutrida por las
vanguardias francesas e inglesas, que asumieron bien los universitarios,
siempre tratando de ocultar el origen campesino y provinciano de sus lugares
natales. (Aunque Carlos Pellicer trata de reivindicarlo con su enfoque
arqueológico). Sin embargo, en la poética de Mirlo hay vislumbres de una veta
humanamente fundida al hombre contemporáneo, que en busca de lo trascendente,
se sacude las hojas secas, para reverdecer en el poema. Mientras que los
universitarios del grupo no grupo de Contemporáneos buscó la trascendencia en
los clásicos, Mirlo la encontró en la vida, en las reflexiones directas de
observar los fenómenos del mundo, y después, en sus años últimos, imaginarlos desde
el doloroso delfos de la ceguera.
Igual que Borges o Bonifaz Nuño.
Más distante de la política de
"construcción nacionalista" Mirlo representa una especie de distopía
natural, una estancia bucólica de femenino panteísta. Un paraíso infernal en
donde toda la belleza se vuelve también un espacio de estadía forzada; para
Mirlo ser en el mundo y estar en la vida es un proceso sin fin,
que delimita la condición históricamente carnal del pensamiento constreñido a
la época y el contexto, y que el poeta termina asumiendo como su propia
contradicción nata, y al mismo tiempo representa su pelea-crítica contra el
"propio" origen. Mirlo encarna esta guerra de un modo lúdico,
satírico y seguramente encubierto en temas cotidianos para poder golpear con disimulo
la conciencia de sus vecinos, amigos y demás comarquenses.
Detector de baratijas, el poeta
disfrazado de paciente, hace de las joyas feas del día, los frutos del árbol
gigante de la locura. Cruza pasadizos, construye vitrinas, mientras la nube
tarántula llueve seda, y el circo muestra sus monigotes, esperpentos que se
desprenden del espejo cóncavo de Valle Inclán, y las estrellas, pelusa de luz,
son el árbol del cosmos; tierra a la que vuelve el desquiciado de la puerta
abierta. Por supuesto más moderno que Velarde, trece años son un lapso
suficiente para engendrar un abismo. Pero por qué no es considerado entonces un
aportador de "adjetivos novedosos", ¿por qué no ha sido llamado al
vórtice que divide la poesía clásica de la poesía moderna?
Tal vez porque distantes de la
poesía que en el México del siglo XX fue leída con el cuentahilos del
preciosismo floreciente de Europa, para los "rezagados" el ser era un proceso de descubrimiento
particular; eran testigos directos de las cosas. Constructores de su propia
fenomenología. Por ello los subterráneos ríos de la poesía mexicana ahora se
descubren como grutas en donde la riqueza poética comienza a brotar de su
estadío, y la boca líquida de un cenote es la lengua de agua que demuestra que
hay un rico mundo fuera de la ciudad, falso centro de las percepciones. Porque
Mirlo se haya entre la añoranza de no haber estado ahí, como apunta en su Autorretrato: "El destino, más
fuerte que yo, me hace sonámbulo y vago como un perro famélico y sin dueño, que
husmea por las aceras el rastro de un cariño que se perdió en la urbe", y
su Inquietud, por el otro lado, de construir un córpus, al modo
imaginativo de Julio Verne, desde la biblioteca, en este caso, del paisaje,
para admirar el horizonte que aletea para llenar su sombra huérfana.
Misterio es la poesía, sobre todo
cuando nos habla de una realidad que delante de nuestros ojos está, y sin
embargo era invisible antes de que nos fuera develada por el poema. Josué Mirlo
es ese poeta que coloca la metáfora como un catalejo que nos hacer ver la vida
de los objetos que se funden al fondo. En definitiva Josué Mirlo es de esos
poetas raros de los que Rubén Darío habló. "Yo soy una torre de Estación
inalámbrica", dice el poeta en Mensaje,
más cercano de la telepatía lingüística del internet que del pararrayos
celeste.
Porque hace falta estudiar el
"poeticismo" de Mirlo. La hechura de sus metáforas, su sentido. Hace
falta investigar qué camino une su estilo a Ramón Martínez Ocaranza, porque no
sólo los han confundido por su parecido porte, sino porque hay momentos
versales de tal sincronía. Hace falta que los lectores conozcan a este poeta
novio de la muerte, sombrío, poeta viudo, más que Nerval, vívido enlutado, sin
sumergirse en el pozo de un "sol de la melancolía"; prosa bárbara que
ensaya "la danza de péndulos ahorcados en la sombra", "viento
lúgubre con alas de murciélago", "pájaro fantasmal" con sus
"antenas de plata", para unirse al "árbol del mar". Porque
de otro modo, Mirlo logró romper el síndrome de Sísifo y fue "un camino con
figura de hombre" y "ante el pavor de estar soñando inmóvil en la
cumbre, una angustia se le abrió como una rosa enorme... y la Esfinge que
llevaba: dio señales de hablar". Lectura del Huidobro crecacionista que
ramifica también en su poema El paranóico
donde confieza su esperanza de llegar a ser Dios, pero narcisista
destructivo, apunta más alto que Huidobro, porque no se "sentirá"
(verbo que ocupa con ironía) cualquier deidad; sino "como un nuevo
Quijote, hará de Sancho Panza al viejo Dios mediocre". Adiós creacionismo.
Florece la rosa para comerse al poeta y dar a luz una nueva flor.
Tal vez por eso también sea un poeta
que ha sido relegado de la relectura general de la poesía central mexicana,
porque representa un paradigma: el de trascender la antigua divinidad y el halo
soberbio de Occidente de ya todo está dicho bajo el sol. Premisa que Josué
Mirlo anula, porque cada paisaje que mira con sus poemas es distinto y se
haya también bajo un distinto sol. Por
supuesto que Mirlo es un poeta moderno, posmoderno, pero sobre todo que ya
ejercía una crítica a esta modernidad tardía y decadente: "Ese monstruo,
que los siglos llaman enfáticamente: humanidad", la define, "que ha
hecho del planeta su guarida, donde te reverencia y te sahuma con las
emanaciones corrompidas de su estercolero en podredumbre". Versos que
ahora catalogarían de ecopoesía. Actual es Josué Mirlo, por eso es importante
leerlo, porque su poesía es necesaria, por eso es importante traerlo al ruedo.
Y sobre todo acudir a la función, a la cita, al manicomio; a conocer a uno de
esos pocos poetas que dan el madrazo en el estómago con sus versos, como diría
Max Rojas hace la poesía. Y sobre todo, cerca de esa poesía que ya tenía en
mente formar "el primer hombr psíquico, de una nueva y radiante humanidad,
ya con el pensamiento liberado, feliz de arder, sin apargarse nunca". Por
eso hay que revivir a Genaro, hacer vivir la poesía de Josué Mirlo con nuestros
propios ojos.
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