lunes, 15 de octubre de 2012

MARCEL PROUST, OTRA MIRADA, Beatriz Espejo


Marcel Proust, otra mirada
Beatriz Espejo
El siglo XX quedó marcado para la historia de la literatura por la obra gigantesca de Marcel Proust. La escritora Beatriz Espejo nos acerca a la vida y la obra del autor de En busca del tiempo perdido, a la vez que hace un recorrido por los salones de la era que hoy conocemos como la Belle Époque.
Para Huberto Batis
Su tumba en el cementerio de Père Lachaisees de mármol negro, absolutamente pulida y sin mayor adorno que su apellido. Debe medir un metro y medio de altura y allí mismo están enterrados sus padres y su hermano Robert, junto con la cuñada a quien Marcel nunca quiso por alguna causa poco esclarecida. Encima de la lápida sin rasguños hay siempre rosas blancas depositadas constantemente por los oficiantes de su literatura.
Ese monumento fúnebre sufrió modificaciones. Al principio se adornaba con un medallón del doctor Adrien Proust, académico, inspector general de servicios sanitarios e investigaciones. Medallón que hoy se encuentra en la fachada de su casa natal en Illiers. Al permanecer allí, unos minutos en Père Lachaise, se evoca al escritor tal como lo retrató Jacques-Émile Blanche alrededor de los veinticinco o veinticuatro años, vestido de frac, impecable en su atuendo, el bigotito recortado que solía morderse, el negro cabello peinado de raya en medio, la boca tan roja que parece maquillada, mirada oriental y penetrante, corbata cruzada y una camelia en la solapa. O se trae a cuento otro retrato también muy conocido donde aparece sentado en un sofá con la mejilla sobre la mano izquierda. En pocas palabras se le rememora: guapo, joven, rico y talentoso. Él lo sabía y confiaba en ello.
Era la Bella Época en que los salones se abrían cada semana para la alta sociedad. Además de apellidos nobles figuraban artistas o personajes connotados en diferentes disciplinas, literatura, música, plástica, ciencia. Se planeaban los menús y al pie de cada uno se daba crédito a los chefs encargados de preparar tan esmeradas maravillas. Además, los finales del siglo XIX y principios del XX introdujeron al mundo innovaciones técnicas como el gas, luego la electricidad y productos nuevos que marcaron una revolución culinaria. Hubiera sido una ofensa servir los vinos directamente de las botellas.
Para eso estaban las licoreras de Baccarat y el paladar de los invitados que distinguían grandes cosechas y desechaban las mediocres. La Exposición Universal marcó el comienzo de una gastronomía exigente en que los platillos presentados sobre las mesas ostentaban galantinas de verduras que parecían romperse con cualquier movimiento o arquitecturas de pasteles de chocolate sobre fuentes de plata ornamentadas con angelitos o figuras de sultanes enturbantados tomándose un respiro de sus largas cabalgatas bajo palmeras refrescantes. Se ponían en competencia las habilidades de las anfitrionas contratando a servidores capaces. Los orfebres consolidaban la fama de sus talleres, los artesanos gozaban de privilegios similares y eran famosas las visitas cotidianas al mercado en que las cocineras demostraban tanto cuidado al escoger una pieza de filete como Miguel Ángel cuando pasó ocho meses en las montañas de Carrara antes de seleccionar los bloques que emplearía para esas esculturas destinadas al monumento de Julio II. Y las obras de cocina preparadas en casa de los amigos o en comidas ofrecidas en su propia casa quedaron en la mente del joven que se convertiría en un gran estilista de la lengua francesa, porque en las subsecuentes manifestaciones de estas llamadas “artes menores” se invertían experiencias vitales para obtener productos perfectos. Las cenas y el boato que implicaban eran un deleite sensorial, el olor de los licores rivalizaba con el de los cuadros colgados en las paredes, la blancura de los manteles rehilados, las servilletas como soldaditos erguidos cual bonetes episcopales, el brillo titilante de las copas iluminadas bajo los candiles y el perfume de los arreglos llenos de flores y frutas. Complementaban esas atmósferas mujeres que flotaban al caminar y competían entre sí por la gracia o desgracia de sus atuendos casi todos rosas. O así lo pensamos pues Proust teñía de rosado sus descripciones1 cuando se trataba de estas damas, como la condesa de Grefulhe a quien comparaba con un cisne por su largo cuello, aunque no se mostraba tan amable al hablar de los hombres mal vestidos en el descanso de sus habitaciones o en las villas junto al castillo de Tansonville cercano a Illiers.
Los salones importantes eran peceras donde se desplazaban marquesas y condesas moviendo abanicos y duques que se incrustaban el monóculo para calibrar mejor errores o aciertos de lo que estaba expuesto y disponible para su aplauso o crítica. A Marcel le fascinaba todo ese boato, cuidado, etiqueta y esnobismo; insensatez y sensatez para vivir la vida mientras la vida tuviera algo que ofrecerle en la Ópera Cómica o al subir la gran escalinata de la Ópera hacia una función de Fedra de Racine que permitiría escucharla voz atormentada de la Berma y los efectos de color que le caían encima gracias a las candilejas del teatro y sentir un escalofrío al escuchar la Escena de la declaración situándola fuera de lo terrenal convertida en criatura mítica. Proust sabía que todos los asistentes a los espectáculos seguían un juego. Preludiaba su verdadera existencia, parecían ponerse de acuerdo gracias a ritos ignorados fingiendo en los palcos ofrecerse despreocupadamente bombones durante la función de ballet cuando alguna bailarina al pararse sobre la punta de sus pies y mover velos los hacía sentirse inmortales al menos por instantes, ajenos a su condición de seres solitarios debido al privilegio de su buena educación que, en algunos casos, les permitiera ejercer una afectada humildad y paciencia, la ficción de comportarse como cualquier espectador.
Lo consignan todos sus biógrafos: nació de un matrimonio de burgueses acaudalados, bajo el signo de cáncer, el 10 de julio de 1871. Los orígenes judíos de Jeanne-Clémence Weil (que aportó en dote doscientos mil francos) no impidieron que el esmirriado niñito fuera bautizado católico el 5 de agosto próximo. Todavía en esa época eran raros los matrimonios mixtos, sobre todo cuando el abuelo materno había hecho una fortuna de la que gozaron tres generaciones hasta que las regalías de la À la recherche… tomaron relevo. Marcel quedó unido con su hermano por parentescos sin compartir afinidades y lo borró de su literatura donde suele describirse como hijo único. Siempre sintió que decepcionaba a su padre y, en cambio, se mantuvo muy cerca de su madre y de su abuela, parecidas entre sí según los retratos, con quienes establecía complicidades y que lo iniciaron en el hábito de la lectura y de los espectáculos importantes. En un cuestionario a la moda de su adolescencia que constaba de veinticuatro preguntas y que las señoritas guardaban en sus álbumes. A Su concepción de la desdicha, repuso: estar alejado de mamá. Y a ¿Qué falta contemplaría con indulgencia?: la vida privada de los genios. Pedía premonitoriamente absolución para su conducta futura.
Puede decirse que su infancia fue feliz, jamás la superó en muchos sentidos. Como tampoco superó sus exigencias de criatura extremadamente sensible, víctima de terrores nocturnos. Fue un caprichoso capaz de imponer deseos aun a costa de estrellar contra el piso un vaso veneciano que le encantaba y había costado una suma importante. Se empeñó en retomar todos esos incidentes y para hacerlo consiguió un estilo personalísimo con la impactante levedad cobrada lenta y silenciosamente por las cosas pasadas.
El beso maternal que recibía antes de dormir aparece en las páginas de Jean Santeuil y de Temps perdu, pues tanto la primera novela autobiográfica inconclusa (apareció póstumamente en 1952 en la Casa Gallimard reconstituida por Bernard de Fallois sobre un manuscrito roto y no foliado de mil páginas que su autor no logró darle forma) como la obra gigantesca están construidas alrededor de los mismos recuerdos claves, más o menos bien orquestados, pero idénticos tanto en el ensayo balbuciente de la juventud como en la obra maestra de la madurez.2 El día que Robert estrenó su primer traje de pantalón largo, Marcel sufrió un primer ataque de asma. Intentaron calmarlo con inyecciones de morfina sin más efecto que redoblar los síntomas. Nada de lo sucedido anteriormente auguraba esa dolencia de origen nervioso. Sin embargo el mero hecho sería un venero sin fondo para cualquier psicoanalista. La coincidencia esclarece rasgos iniciales de su homosexualidad (que cubría con todos los subterfugios posibles) y su necesidad atávica de acaparar la atención de cuantos le rodeaban. A los nueve años había hallado un arma poderosa para controlar a su familia. Lo asienta innumerables veces.
Durante un cambio de domicilio que el encumbramiento de Adrien impuso a la familia, dejó en boca de su sirvienta Francisca, importante en numerosas páginas, un parlamento esclarecedor al respecto:
—¡Ah, Combray, cuándo te volveré a ver pobre tierra! Cuándo podré pasarme todo el santo día al pie de tus espinos blancos y de nuestros pobres lilos, oyendo a los pinzones y al Vivona que hace como el murmullo de alguien que cuchichease, en lugar de oír esa condenada campanilla de nuestro señorito, que jamás se está media hora sin que me haga correr por el maldito pasillo.3
Desde entonces no hubo remedio para aplacar su enfermedad, pero en cambio, el conjunto de pequeños y grandes acontecimientos sembraron en su conciencia la manera de pintar literariamente un mundo y la capacidad de elegir las líneas necesarias que completarían sus escenarios en párrafos dignos de un verdadero virtuoso. Veía detalles y sutilezas que podían pasar casi desapercibidos, y al igual que todos los hombres, caminaba a tientas hacia su destino, un destino de gran escritor cronista que capturaba su entorno. Se obsesionaba por el tiempo e intentaba detenerlo apuntalándolo con palabras. En cada uno de sus pasos acomodaba las partes del enorme rompecabezas ensamblado poco a poco desde que en ensayos tempranos demostraba un gusto desusado por las catedrales francesas, particularmente Nuestra Señora de París y Nuestra Señora de Chartres, admirando el esfuerzo que se había tomado algún escultor perdido en el anonimato para tallar un grutesco o la temible cara de Satán surgiendo sorpresivamente sobre fachadas llenas de santos. Por esta afición que nunca perdió, publicó luego un artículo en Le Figaro defendiendo iglesias amenazadas con ser destruidas o modificadas.
Y en 1904 cuando apareció su traducción de La Bible d’Amiens de Ruskin hizo el prefacio y las notas. Los astros al parecer adversos y benéficos se confabularon: le facilitaron su obra; la enfermedad que tanto modificó su carácter e incluso sus costumbres lo eximía de muchas obligaciones, lo llevaba a la fatiga y la inmovilidad física y después al encierro. La fortuna familiar le permitía dilapidar sumas importantes en propinas, limosnas y gestos exagerados como regalar un aeroplano a su secretario. Descubrió pronto su vocación pero ignoraba lo que acabaría escribiendo. Halló subtemas en su dicotomía religiosa, en sus tendencias sexuales, en sus experiencias familiares, en los paisajes amados y se deleitaba en recrearlos: árboles y campos, casas y paisanos se transfiguraron por su mirada como sucedió con los lienzos de Sisley o Monet, el jardín de PreCatelan, la zona de Meséglise, dos paseos que se dan partiendo de Illiers, el área de Villebon que en sus libros pasaron a ser la de los Guermantes. Los recuerdos atesorados cobraron conciencia para utilizarlos en sus notables páginas posteriores. Tenía, así lo dijo, verdadero amor a la señora de Guermantes, un amor ficticio por diversos motivos y por su tremendo egoísmo:
La mayor dicha que hubiese podido pedir a Dios habría sido que hiciera abatirse sobre ella todas las calamidades y que, arruinada, desacreditada, despojada de todos los privilegios que me separaban de ella, sin tener ya casa en que habitar ni gente que consintiera en saludarla, viniese a pedirme asilo. Me la imaginaba haciéndolo.4
Estudió los primeros cursos en una escuela particular donde enviaban a los niños aristócratas para que no se empiojaran, ni dijeran palabrotas; pero su padre optó por inscribirlo en el Liceo Condorset, un edificio austero y poco acogedor de muros robustos y desangelados, antiguo convento capuchino cuyo claustro servía como patio de recreo. Nunca tuvo buenas relaciones con sus condiscípulos, quienes jamás lo saludaban, se burlaban de él por su modo de hablar y, en el patio o la escalera, lo empujaban y procuraban derrumbarlo antes de subir a clases. Alguno de ellos confesó posteriormente: “Fuimos unos brutos con él”. A pesar de eso esmeraba una amabilidad que no abandonó y que muchos juzgaron como hipocresía empalagosa criticada hasta su edad adulta. Y si alguien se mostraba amistoso él exigía una exclusividad que prefiguraba el tormento de los celos constantes en sus escritos, seguramente herencia de Jeanne-Clémence que no quería compartir con nadie, de ningún sexo, el amor de su hijo. Sin embargo, “el enemigo de las matemáticas muestra un poco más de interés en física y saca notas lo bastante buenas en conjunto como para presentarse, en el mes de julio de 1887, al tiempo que once compañeros elegidos entre los mejores alumnos, a la prueba de Concours général que tiene lugar en la Sorbona”.5 Jean Santeuil explica algunas de estas cosas. El manuscrito de mil páginas escritas de un tirón durante una especie de fiebre fue publicado tardíamente, hasta 1952; pero para algunos críticos es el texto que mejor revela los rasgos de su carácter desde un principio, su habilidad para encontrar “servidores” que se ponían a su entera disposición dondequiera que se presentaba y los cuidados excepcionales que necesitaba para satisfacer sus manías, entre otras cosas lo esperaban hasta muy tarde y atendían su cena aunque se presentara a horas irregulares. A Céline Cottin, su última cocinera, le dejaba notas de este tenor:
Mi más sincera enhorabuena y gratitud por su maravilloso boeuf mode. Ojalá acertara como usted con lo que voy a hacer esta noche. Ojalá mi estilo sea tan brillante, tan claro, tan sólido como su gelatina, mis ideas tan sabrosas como sus zanahorias y tan alimenticias y frescas como su carne. A la espera de concluir mi obra la felicito por la suya.6
Proust comprendía a los demás por el interior como si observándolos con esos profundos ojos suyos lograra lo mismo ensimismarse ante un sembradío de rosas que ante gestos imprevistos de conocidos y amigos. Tenía una desmesurada capacidad para gozar pero estaba convencido de que los artistas pagaban su don con agudos sufrimientos. En una misma sinfonía orquestaba placeres que despiertan sensaciones diferentes. Sabía percibir “el buen olor como de pastelería”. Y sus sentidos permanecían alertas ante los encantos de la gula, el sueño, la música, la arquitectura o la conversación. En À la recherche du temps perdu hay pasajes voluptuosos de muchos tipos aunque ya asomaban la cabeza en sus primeras tentativas literarias con el propósito de que sus párrafos fueran algo que pudiera oírse, verse, sentirse reconstruyendo cuanto le tocó atestiguar, utilizando símiles sorprendentes por su eficacia:
Al deslizarse el chirriar de la manteca en la sartén no hubiera provocado un estremecimiento más voluptuoso en su estómago vacío que el lamento de la lluvia corriendo por los tejados y a la que su espíritu sólo estaba atento un instante para volver mejor a la sabrosa tortilla con trozos de tocino que llevarían enseguida al comedor…7 Y al igual que en otros pasajes las alusiones culinarias o relacionadas con las reuniones le valieron ahondar en el carácter íntimo de sus protagonistas:
Cuando en casa se trató de invitar a cenar por primera vez al señor Norpois, mi madre dijo sentía mucho que el señor Cottard estuviera de viaje, y que lamentaba también haber abandonado todo trato con Swann, porque sin duda habría sido grato para el ex embajador conocer a esas dos personas; a lo cual repuso mi padre que en cualquier mesa haría siempre bien un convidado eminente, un sabio ilustre como lo era Cottard; pero que Swann con aquella ostentación suya, con aquel modo de gritar
a los cuatro vientos los nombres de sus conocidos, por insignificantes que fuesen, no pasaba de ser un farolón vulgar, y le habría parecido el marqués de Norpois hediondo como él solía decir.8
No se conformaba con informaciones de este tipo que casi para cualquier escritor bastarían ya que los trazos son elocuentes, extendía sus meandros explicando el carácter y posición de cada uno de los mencionados.
Ponía énfasis en la puntualidad de Norpois, en el encumbramiento económico de Swann, las reacciones de sus progenitores y reflejaba sus propias alegrías o abatimientos. Probablemente heredó de su padre el arte de diseccionar. Ello se extiende incluso a la minuciosidad de su correspondencia, cuya complicación refleja su espíritu. A fuerza de buscar precisiones acumulaba detalles. Después, al convertirse en enfermo grave, sus cartas le costaban días de esfuerzo y casi era incapaz de terminarlas. Muchas se han perdido; sin embargo, se guardan las que turnó con Gide, Montesquieu, Mme. de Noailles y diferentes amigos. El prolijo corresponsal rivaliza con el novelista abriéndose frecuentemente en canal. Seguía los devaneos de su pensamiento y lo filoso de sus impresiones. Su vida y sus letras son dos caras de la misma moneda que guarda la hermosura y la fealdad, lo sublime y lo terreno, la transparencia del aire y la pesadez del lodo. Pasma su coherencia, no obstante aparentes contrasentidos, su capacidad para rescatar pensamientos en los que tienen lugar la soledad ontológica y la fatalidad de las pasiones. Lo bello trascendía a la pluma; lo triste quedaba en el ser humano.9
El afán de saber le llegó pronto. Se cuenta que alguna vez conversando con Anatole France preguntó cómo había hecho para saber tanto, a lo que éste repuso: Es muy sencillo mi querido Marcel: cuando tenía su edad, no era guapo como usted; no gustaba a nadie; no frecuentaba la sociedad y me quedaba en mi casa leyendo, leyendo sin descanso.10
Por entonces Proust también leía sin descanso y, lo más importante, observaba y surtía la bodega mental en que guardaba los elementos indispensables para realizar su novela cumbre, aunque estaba consciente de las preocupaciones que causaba a sus padres agobiados siempre por aquel hijo de mala salud, pródigo y perezoso al que creían incapaz de labrarse por sí mismo una posición, pero cuya inteligencia admiraban. Tenían motivos, el asma y los reumas le impidieron siempre correr, saltar y abandonarse a impulsos infantiles. Y ninguno de los dos pudo constatar los triunfos literarios venideros.
Marcel seguía una norma, obligada a todos los escritores de raza pura, que en él se convertía en algo obsesionante. Una nota enviada a su amigo íntimo Lucien Daudet lo esclarece desde el principio: He estado incluso a punto de aburrirle a usted mil veces durante la fabricación de mi libro. Porque uno y otro tenemos esto de especial: que soy la única persona que necesita conocimientos precisos, que necesita saber exactamente las cosas de que habla, y que usted es el único que las sabe. Indudablemente escribirle a usted me hubiese ahorrado la correspondencia interminable que he mantenido con horticultores, modistas, astrónomos, reyes de armas, farmacéuticos, etcétera y que a mí no me ha servido de nada y a ellos tal vez sí, ya que sabía de estas cosas un poquito más que ellos. 11
Sus métodos desconcertaban a sus contemporáneos, los obligaba a pasar de largo dejando sus escritos olvidados o los conquistaban para siempre. Jean Cocteau consideraba su novela como una miniatura gigante, llena de espejismos, figuras, sembradíos superpuestos, juegos en el espacio pintados a la manera de los impresionistas. Hay paréntesis inacabables, oraciones larguísimas, símiles sorprendentes, líneas que corren y se bifurcan, telas de araña, dubitaciones, sutilezas de matiz, de la reacción irritante que alcanzan las debilidades humanas, sensaciones de abandono, de angustia, un afán de zambullirse en la intimidad ajena partiendo desde la epidermis. Algo transparente y esfumado similar a los trabajos de Gallé, según se ha dicho con palabras distintas. Anhelaba reflejar la emoción que nos embarga al contemplar un cuadro; de ahí sus Portraits de peintres, publicado en 1896, que contiene admirables estudios sobre Rembrandt y Chardin. Entonces Gustave Klimt pintaba mujeres con los cabellos castaños deliciosamente sostenidos por un broche de brillantes y vestidos de rasos dorados contrastantes contra paredes grises. A pesar de todo durante bastante tiempo Proust había sido aparentemente perezoso y lo reconocía en diferentes ocasiones y de allí tal vez surge el título de su libro capital; sin embargo no dejaba de leer entre otras cosas el diario de Goncourt, que menciona a conocidos que también frecuentaba porque la sociedad lo atraía sin remedio y estaba absolutamente comprometido con ella y viceversa. Lo propiciaba su cultura que le permitía tocar diferentes temas, su generosidad innata acrecentada por una viva imaginación propensa a tomar el lugar de los demás y escucharlos atentamente como si en esos instantes nada importara tanto, su sentido del humor y unas imitaciones atinadísimas que reconstruían la voz, los visajes y las tendencias de algunos personajes.
En París a principios del siglo XX las cortesanas hacían de sus artes amatorias una profesión. Sus salones recibían a hombres mundanos y literatos e inspiraron novelas como Chéri de Gabrielle Collete y también la célebre Dama de las camelias de Alexandre Dumas hijo. Laure Hayman fue una de estas mujeres seductoras a pesar de pertenecer a una buena familia. La glorificaba haber tenido entre sus amantes al duque de Orleáns y al rey de Grecia y culminó su carrera con el anciano duque de Guermantes. Proust, veinte años menor, se declaró su enamorado perdido y la abrumaba con una corte asidua y unos enormes ramos de crisantemos, flor de moda junto con el japonismo; pero lo importante del caso fue que inspiró a la célebre Odette de Crécy, tormento de Swann. Además de servirle como modelo literario, esta supuesta pasión le proporcionaba una tapadera a sus verdaderas inclinaciones y fue el primer escalón para entrar al gran mundo y al tipo de vida que a los diecisiete años ya había planeado, aunque entonces era aún largo el camino que recorrería. Pronto dejó de cuidar su atuendo pero encontraba garbo para acurrucarse a los pies de las señoras evadidas del hastío conyugal y se desahogaba en reuniones buscando el trato de gente notable, a la que sorprendía por sus conocimientos y la abrumaba con sus cumplidos inquietándola por la agudeza de sus juicios. El turno de convertirse en su trampolín y su mentora quedó a cargo de Geneviève Straus, una de sus amigas más fieles, que le regalaba cuadernos, y conservó largamente una belleza rubia a la que su marido banquero ya se mostraba indiferente.
En otro de esos álbumes de salón, confesionarios de la gente sofisticada, a la pregunta de qué episodio admira usted más, Proust contestó sin titubeos: Mi voluntariado. No obstante su constitución, a los dieciocho años y por doce meses se alistó en el 76º Regimiento de Infantería de Orleáns calificado con el número 63 sobre 64 en el pelotón de instrucción, y pasaba los domingos en familia. No hizo mal papel aunque en una instantánea se noten demasiado sus profundas ojeras, sus hombros estrechos y su figura endeble. Se dice que a los tres días de estar en la milicia, el capitán lo instó a pernoctar en la ciudad porque sus ataques asmáticos no dejaban dormir a sus compañeros. Sus biógrafos se sorprenden al descubrir que estuvo menos enfermo durante ese periodo sin sufrir aparentemente por el cuarto horroroso que habitaba ni por la comida de cuartel.
Además escapó de una epidemia de gripe. Párrafos de Les plaisirs et les jours, el primer libro que publicó en 1896, demuestran cierta nostalgia por esa temporada vivida sin alegría ni aflicciones. Los demás soldados entendían sus modales afeminados como síntomas de su condición burguesa y parisina.
Al regresar se inscribió en la Escuela de Ciencias Políticas y siguió los cursos de Bergson, y acabó obteniendo la licenciatura en letras. Continuaba además visitando salones, incluso alguno en que imperaba una pedantería insoportable, pero que leera propicio para sus futuros propósitos. Desde la temprana adolescencia había sentido inclinación por los títulos nobiliarios y sele admitía en círculos encumbrados, gracias a sus consabidos regalos y sus notitas plagadas de adulaciones no siempre merecidas que lo ayudaban a socavar la muralla social antes de penetrarla. Asistía a casa de Mme. Lemaire que abría sus puertas cada miércoles e invitaba a figuras distinguidas, que en un ambiente propicio mostraban sus habilidades. Allí conoció a Reynaldo Hahn, su camarada cercano, el amante con quien pasó una verdadera luna de miel leyendo Ana Karenina y escuchando la Sonata en re menor de Saint-Saëns que integraría a su propia sinfonía literaria. Reynaldo tocaba el piano y cantaba para beneficio de la concurrencia aristocrática, niño prodigio de la música, inscrito en el conservatorio y discípulo de Massenet, escribió cuatro piezas para piano inspirado en poemas de Proust. Había nacido en Venezuela, habitaba un palacete de la Rue du Cirque y cautivaba a todos por su belleza morena; pero acabó hastiado de los celos e interrogatorios enloquecidos de ese aquél cuyos sufrimientos se convirtieron luego en pasajes de Un amour de Swann.
Proust se valió de padrinos, intereses y afinidades o de muchachos distinguidos con los que vivió escarceos amorosos. Conoció a Oscar Wilde, con quien conversó sobre literatura inglesa y sobre Ruskin. Acabó invitándolo a cenar en su casa. Aceptó; pero él, que para esas fechas había convertido la impuntualidad en costumbre, lo encontró saliendo del baño y negándose a cenar con la familia en pleno; partió sin dar mayores disculpas. 12 Quizá por eso cuando Marcel dio una recepción para Mme. De Noailles, en que los invitados fueron Anatole France y su hija, el príncipe y la princesa de Polignac, el príncipe y la princesa Chimay, los marqueses de Eyragues, Lucien y León Daudet, Constantin de Brancoman y algunos otros igualmente encumbrados, los padres lo dejaron en completa posesión de la casa y se fueron a sus habitaciones. Sin embargo, el doctor Adrien Proust, un hombre muy trabajador, veía en esas relaciones y en su existencia ociosa un escándalo. Se resignaba no sin deplorarlo. La compasión vencía a la irritación al aceptar que su hijo de temperamento mudable, excitado o abatido, era un enfermo que sufría ataques de asma cada vez más frecuentes e intensos y lo consideraba un eterno niño incapaz de enfrentar problemas de la existencia y menos aun de hacer una gran carrera. Se limitaba a disculparlo diciendo “pobre muchacho”. Probaba lo equivocados que podemos estar. En cambio se consolaba con Robert, que tanto en lo físico como en lo moral encarnaba la imagen opuesta. Fuerte, de musculatura desarrollada con el deporte, tuvo aventuras femeninas tempranas y nada le impidió aprobar brillantemente el internado en enfermedades del aparato genital. Fue el primer cirujano francés especialista en la oblación de la próstata e inició una obra científica que está dedicada en parte al estudio del hermafroditismo. Su matrimonio con Mlle. Dubois-Amiot lo unió a una familia de la gran burguesía, cuyos antepasados permitieron a sus descendientes vivir de sus rentas. Marcel no soportó tanto alboroto y guardó cama y escribió cartas antes de presentarse el 2 de febrero de 1903 a Saint-Augustin y a la comida, lleno de algodones, abrigos y suéteres encimados. Mme. Proust se enfermó también y tuvo que asistir a la boda en ambulancia, pero de la unión nació la única hija descendiente de los Proust. Ese mismo año, el 24 de noviembre, habiéndose enterado el día anterior de que era abuelo, el doctor Proust sufrió una grave indisposición en la facultad de medicina. Lo encontraron inconsciente sobre el piso del baño. Permaneció sin conocimiento casi dos días y murió a las 9 de la mañana del 26. Tuvo un funeral tumultuoso debido a los diferentes cargos que ejerció. A partir de ahí su esposa le guardó un riguroso luto, orló su retrato de negro y mandó celebrar cada mes una misa fúnebre.
Proust no sintió demasiado esa desaparición y así lo dijo a su amigo Antoine Bibesco. En cambio la presencia de su madre, generosa y permisiva, de tez muy blanca y cabello negro, parecida a una guapa italiana, poniéndose siempre en segundo término, resultó tan importante como lo constata una de las respuestas citadas y Marcel vivió con ella hasta los treinta y cuatro años, cuando falleció el 26 de septiembre de 1905, sin poder él entrar al cuarto de la moribunda para tomarle la mano por lo que les dejó ese papel a una parienta y a su hermano, juzgándolo ángel y juez. Conoció así el desamparo, la orfandad que acerca al abismo con la certidumbre de que nadie volvería a reconfortarlo con la misma mirada. Cuando regresaba a su casa de Councelles, destrozado por sus esfuerzos físicos y morales, ya no preguntaba como siempre “¿está la señora?” y se quedaba a la entrada bajo el silencio, seguro de haber sido el verdugo de su madre, por su enfermedad, su negativa a cuidarse y seguir las indicaciones médicas, su género de diversiones, sus caprichos y exigencias y su homosexualidad que, se afirma, ella no ignoraba y sin comprenderla se resignaba con disimulo. Después probablemente a resultas de esta pérdida, Proust pasó una temporada en el sanatorio de Boulogne-sur-Seine.
Cualquier cosa le parecía justificable con tal de sentarse en una mesa aunque fuera en los últimos lugares o para disfrutar un fin de semana al que asistieran Ana de Noailles, esa poetisa a la que admiraba y a quien dedicó un artículo calificado como magistral comparándola con un cuadro de GustaveMoreau, Mme. deChevigné, los príncipes de Polignac, de Brancovan, de CaramanChimay. Asistió a conciertos, comidas, cenas, recepciones. Prodigó lisonjas a los autores que le mandaban sus libros aunque no estuviera tan convencido de su mérito, pese a que esas lecturas obligadas distrajeran la composición de sus propios manuscritos. Dotado de un gusto certero descubría la mediocridad pero evitaba demostrarlo. No se trataba sólo de ascender en la escala social.
Se trataba de algo más que ni siquiera él hubiera entendido cabalmente. Afinaba sus armas en reseñas, retratos, ensayos cortos que aparecen ya sin retoques en À la recherche… donde amigos, sirvientes, familiares, amantes, editores y detractores tomarían lugar en el friso que se encargó de completar. Nada lo divertía más que hacer esos retratos, cuyas raíces literarias se extendían al siglo XVIII, y los publicaba donde podía. Se inspiraba en ancianos nobles necesarios para su novela y visitaba a informantes que los hubieran tratado. Cimentaba un prestigio, recogía materia prima. Archivaba en sus ensueños varios tomos vinculados entre sí. Pegaba las piedras para la catedral que lo honraría, vitrales para las ojivas, esculturas para el pórtico y las personas que procuró adular, a medida de que se volvió famoso, lo buscaban e invitaban, guardaban sus notas y los sobrevivientes asistieron a su entierro luego de haberle sido concedida la Legión de Honor.
El encuentro con Robert de Montesquieu, comensal de Mme. Aubernon, fue su tarjeta de presentación para los más altos círculos, su guía y maestro, y la cimiente del barón de Charlus. Ese encuentro cambió sus respectivos destinos. Sus relaciones durarían treinta años y propiciaron una constante correspondencia, un doble espejo para reflejar los rasgos orgullosos del aristócrata que se retrataba forzadamente contemplando el bastón, que esgrimía colérico, en una pose bastante ridícula. Creía ser un poeta excepcional, y una aparente docilidad del discípulo que en el fondo de su alma y de sus cuadernos guardaba observaciones para después completar uno de sus personajes más complejos. Lo remedaba perfectamente y provocaba carcajadas con estas imitaciones cuando Montesquieu se despedía aún en el vestíbulo de la casa adonde ambos habían sido invitados. Cuando el barón se autorreconoció en los tomos II y III de la À la recherche… murió de pura cólera.
A los veintiséis años Proust empezó a llevar la rutina de un impedido. Dormía horas con ayuda de somníferos calmantes, consagraba el inicio de la noche a su trabajo y llegaba tarde a las recepciones a las que se presentaba cada vez más mal arreglado, con los calcetines equivocados o sin una de sus mancuernillas. Ya no era el dandy pulcro. Muchos de sus contertulios lo describían a medio rasurar, con la pechera llena de manchas y los consabidos rollos de algodón saliéndole por el cuello. Enfatizaron esos descuidos contrastantes con un autor empeñado en conservar para la posteridad el refinamiento y la elegancia de los ambientes que admiraba. Hablaron del agonizante minado por el dolor y aun así dueño de una voluntad que lo impelía a terminar la obra que se propuso.
Sus biógrafos, André Maurois, George D. Painter, Ghislain de Diesbach enfatizan además sus relaciones con el dinero, sus consabidos derroches y sus tontas inversiones en la bolsa de valores, pese a las advertencias de su consejero Lionel Hauser, amigo de la infancia que le planteaba las cosas con la verdad por delante, y las advertencias de su hermano, en quien nunca tuvo confianza. Y después, ya escritor de éxito, su dureza de acero para exigirle regalías a Gaston Gallimard, el editor que lo llevó al cielo de los clásicos. En uno y otro sentido salía adelante con sus ideas de las que no lograban arrancarlo. Estaba seguro de que sus procedimientos eran buenos y así lo demostraron los resultados. Su jerarquía literaria le había costado mucho trabajo, había soportado innumerables rechazos y se conformaba con escribir pastiches sobre amoríos y estafas mundanas quefueron comentadísimos por los periódicos, tuvo duelos que no desconocía porque en laTour de Villebonse batió con Jean Lorrain quien había insultado en la prensa Les plaisirset les jours; luego sus estudiosos vieron en esos artículos unas habilidades fuera de serie. Tuvo además que aceptar el papel de traductor para cambiar su imagen de aficionado rico a la de prosista glorioso. Toda experiencia le servía. La aprovechaba modificándola y destinándola a las revistas o a pasajes de su novela como la agonía de su abuela amada que aparece en À la recherche…o su rechazo del doctor Sollier que tuvo la inocencia de confesarle su falta de entusiasmo por Bergson, cosa que logró una ojeriza inmediata en su paciente.
Debilitado gracias a una severa dieta, buscó lugares propicios para continuar y dudaba incluso sobre la forma que daría a sus páginas ¿Serían una novela o un ensayo? Y ocasionalmente se preocupaba con el dilema a pesar de su terquedad judaica. Le sobrevino un afán que lo empujaba a trabajar hasta sesenta horas seguidas.
Y cuando en 1919 dejó su piso del Bulevard Haussmann y se instaló en la calle de Hamelin número 44, convirtió su recámara en una especie de laboratorio donde ya nadie podía entrar. Mientras, su novela se estructuraba llena de ramas y modificaciones. Hasta el punto de sacrificarle su vida para capturar el ruido del tranvía pasando sobre sus rieles, un pedazo de tela verde sobre un vidrio roto, avispas atrapadas por un rayo de sol, melodías musicales, el olor demasiado sutil de las cerezas, el ruido de las cucharitas contra los platos. Al fin, después de haberle leído a Reynaldo Hahn las primeras doscientas páginas, decidió mandarlas mecanografiar, lo cual constituía un reto debido no sólo a la necesidad de entender su caligrafía nerviosa, sino sus constantes adiciones, en que le ayudaban sus amigos, a los que pedía información aunque lo tomaran por maniático. Había también arrepentimientos, como son llamados los cambios por curadores de las exposiciones pictóricas al radiografiar cuadros. Y con todo unido sus manuscritos parecen papiros indescifrables o páginas escritas por un enajenado. Su mala salud le servía como excusa. Rechazaba invitaciones o visitas que ya le hastiaban. Y sólo salía de su especie de cueva oscura gracias a necesidades imperativas o a deseos falaces. Fue, por ejemplo, a la ópera para asistir al ensayo de ballet de Reynaldo: La fête chez Thérèse. Y durante los bombardeos de la Primera Guerra Mundial él, que pasaba días metido en su cuarto tapizado con corcho y lleno de humo por las inhalaciones que se autorrecetaba, no bajaba a los sótanos. Se asomaba por las ventanas, caminaba las calles contemplando el cielo, sabiendo que los maleantes deambulaban buscando víctimas protegidos por la posibilidad de culpar a los soldados. Uno lo acompañó hasta su casa. Proust le preguntó por qué no lo había asaltado. El tipo le contestó que no podía atacarlo a él y le rindió uno de sus mejores homenajes.
Por fin se había decidido, haría un fresco de historia contemporánea a la manera de Balzac, cuyo tema principal sería el tiempo, y la homosexualidad desempeñaría el mismo papel que el dinero en La comedia humana. Tenía los personajes que en su mayoría pertenecen a las altas clases sociales juzgadas muchas veces sin piedad, como cuando Swann le confiesa a la duquesa de Guermantes que los doctores le habían dado a lo sumo unos meses de vida y ella reacciona tan frívolamente que deja pasmados a los lectores. París fue el escenario. Así atraparía diferentes pasiones, malentendidos, viajes, bodas desiguales. La evolución y las transformaciones de las personas y las cosas forman el cuerpo capital de su obra y su trascendencia, sin contar, claro, el inimitable y frecuentemente estilo poético. Sus exegetas aseguran que situó los acontecimientos principalmente entre el boulevard de Courcelles y la rue de Faubourg Saint-Honoré con extensiones hacia L’Étoile, es decir, el rumbo de su casa, ahora convertida en banco para desilusión de los turistas. Y sus más lúcidos estudiosos afirman con razón que nada importa que hubiera desaparecido la sociedad reflejada en sus escritos porque el mensaje principal quedó entre la lucha del Espíritu contra el Tiempo.
De vez en cuando buscaba, rodeado de servidores como su chofer Nicolás Cottin, algún lugar tranquilo para escribir. Se sabe que en el Gran Hotel de Cabourg redactó seiscientas páginas de Du côté de chez Swann y que fue rechazado porque André Gide no se molestó en leerlo aunque nunca se perdonó tal descuido e intentó cuanto pudo para remediarlo. Cuando finalmente la primera edición de la obra apareció pagada por su autor, surgieron textos entusiastas con apreciaciones certeras que cambiaron la opinión de los editores. El mismo Gide escribió a Proust comunicándole que se imprimirían los dos siguientes tomos de À la recherche…
Marcel, relacionado en su juventud con hombres de su misma condición, en su madurez se dejaba estafar, se ponía en peligro y lleno de manías respecto a su aseo personal, cubría estos enojosos asuntos bajo el manto de estar haciendo caridades. A una naturaleza enferma como la suya, que exacerbó con dosis extravagantes de café o cerveza fría, somníferos y antidepresivos, aunaba una sensibilidad que lo llevaba al voyeurismo. No es raro entonces que se le complicaran los orgasmos y que en los prostíbulos para hombres que le dio por frecuentar se conformara con ver, tapando su propio cuerpo bajo una sábana que le llegaba al cuello. Y en un libro bastante equívoco13 se cuenta que si no alcanzaba la meta deseada le traían jaulas con ratas hambrientas que se destrozaban entre sí. Eran los pecados sadomasoquistas por los que de joven pedía perdón sobre la conducta de los genios.
Hay una anécdota curiosa explotada por escritores actuales. Cuenta un encontronazo protagónico con dos figuras de primera magnitud, sin discípulos, reformadores de su idioma, inventores de fórmulas narrativas, anécdota que incluso salió en el periódico El País.
Diesbach la dio a conocer en su biografía galardonada por la Academia Francesa:
…los Schiff invitaron a Proust a una gran cena que dan en ocasión de la primera representación del Zorro de Stravinski. La brillante mesa reúne, amén de Diaghilev y sus bailarines, a Pablo Picasso, Stravinski y James Joyce. Éste llega al último, vestido de calle ya que no tiene frac, y de pésimo humor. No le gusta Proust en quien no ve ningún talento particular. A decir verdad no le gustan muchas personas y tiende a apartarse de la gente que se muestra amable con él. Al marcharse, Joyce sube con Proust al taxi de Odilon Albaret, enciende un pitillo y baja uno de los cristales. Sydney Schiff indignado, le ordena que tire el cigarrillo y suba el cristal. Durante el trayecto Proust se lamenta cortésmente de no conocer la obra de Joyce. A lo que el taciturno inglés replica: “nunca he leído a Monsieur Proust”. Volteados hacia la calle uno y otro toman sus direcciones respectivas.14
Esto ocurría el 18 de mayo de 1922 y Marcel moriría a los cinco meses; pero el moribundo emergía ocasionalmente de su refugio. Colette recordaba una de estas salidas:
Durante años dejo de verle. Se dice que está ya muy enfermo. Y un día, Louis de Robert me da Du côté dechez Swann… ¡Quéconquista! El dédalo de la infancia, de la adolescencia, descubierto, explicado, claro y vertiginoso…Todo lo que se hubiese querido escribir, todo lo que no se ha osado ni sabido escribir, el reflejo del universo sobre el largo raudal, enturbiado por su propia abundancia…Quiero que Louis de Robert sepa por qué no recibió respuesta de reconocimiento: me olvidé y no escribí más que a Proust.
Cambiamos unas cartas, pero apenas si volví a verle más de dos veces durante los diez años últimos de su vida. La última vez todo en él anunciaba, con una especie de apresuramiento y de embriaguez, su final. Hacia la medianoche, en el hall del Ritz, desierto a aquella hora, recibía a cuatro o cinco amigos. Un abrigo de nutria abierto dejaba ver su frac y su camisa blanca, con el lazo de la corbata de batista medio deshecho. No cesaba de hablar con esfuerzo, de mostrarse alegre. Conservaba puesta—a causa del frío y excusándose de ello— su chistera, echada hacia atrás, y el mechón de pelo, en abanico, le cubría las cejas. Un uniforme cotidiano, en suma, pero descompuesto como por un viento furioso que, derribando sobre la nuca el sombrero, arrugando el tejido y las puntas agitadas de la corbata, llenando de una ceniza negra los surcos de la mejilla, las cavidades de las órbitas y la boca jadeante, hubiese perseguido a aquel joven tambaleante, quincuagenario, hasta el borde de la muerte. 15
Otras dos salidas fueron largamente recordadas, la visita a una exposición de maestros holandeses donde exhibían una pieza de Johannes Vermeer, cuyo manejo de las luces lo hechizaba, y una visita al conde Étienne de Beaumont, que le valió contraer una bronquitis. Murió poco después, el 18 de noviembre. De su interior había emergido un rabino de barba poblada ajeno a cualquier sufrimiento. Lo prueba su última fotografía. Fue enterrado el 22 en la capilla de Saint-Pierre-de-Chailot.Reunió a una multitud heterodoxa que escuchó la Pavana para una infanta difunta de Maurice Ravel en lugar de un réquiem. Se congregaron duques, príncipes, embajadores, el Jockey, la Unión, botines abotonados, pederastas envejecidos con las uñas pintadas, sirvientes, abundaron los escritores y otras personas ansiosas de recoger un jirón de fama gracias al testimonio de haber estado allí. Su hermano Robert y su sobrina ya adulta se ocuparon de publicar las obras inéditas y de reunir las epístolas dispersas.
NOTAS
1 Una deliciosa reconstrucción de todo esto se consigue en JeanBernard Naudin, Anne Borrel, Alain Senderens: Dining with Proust, Random House, New York, 1991, 192 pp.
2 Claude Mauriac, Proust por él mismo, “Escritores de Siempre”, Compañía General de Ediciones, México, 1958, p. 13.
3 Marcel Proust, En busca del tiempo perdido. El mundo de Guermantes, traducción de Pedro Salinas y J. M. Quiroga Pla, Alianza Editorial, Madrid, 1966, p. 19. El Libro de Bolsillo.
4 Marcel Proust, op. cit., p. 76.
5 Ghislain de Diesbach, Marcel Proust, traducción de Javier Albiñana, Editorial Anagrama, Barcelona, 1991, p. 57.
6 Ghislain de Diesbach, op. cit., p. 366.
7 Jean Santeuil II, p. 331.
8 Marcel Proust, A la sombra de las muchachas en flor, Alianza Editorial, Madrid, 1966, p. 9. El Libro de Bolsillo.
9 Ver: Correspondance de Marcel Proust, texto presentado y anotado por Philip Kolb, volúmenes I al XIX, Plön, París, 1977-1991.
10 Claude Mauriac, op. cit., p. 38.
11 Claude Mauriac, op. cit., p. 50.
12 Ver Ghislain de Diesbach, op. cit., pp. 114-115.
13 Henri Bonnet, Les amours et la sexualité de Marcel Proust, Nizet, Paris, 1985, p. 80.
14 Ghislain de Diesbach, op. cit, p. 601.
15 Colette, en Proust por él mismo, pp. 179-180.


1 comentario:

  1. Una gran obra con muchos recovecos...

    http://ramiropinto.es/escritos-literarios/ensayos/un-escritor/escrito-es/sinopsis-proust/

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