Piensa en mí
Por Beatriz Espejo
Si tienes un hondo pesar piensa en
mí, si tienes ganas de llorar piensa en mí. Ya ves que venero tu imagen divina…
Venera la nostalgia de cuando la luz entraba a su cuarto y se reflejaba sobre
la luna del tocador y la madera pulida
de los muebles, especialmente del escritorio un regalo de cuando cumplió quince
años. Cada mañana la claridad llegaba por la ventana iluminando hasta el piso aunque estuviera
nublado porque irradiaba del centro alegre de su propio corazón. Y nunca tenía
ganas de llorar y vagamente pensaba en nadie que no fueran sus compañeras de
escuela, los personajes de Jean Agustín, una de sus primeras lecturas, sus abuelos y el resto de su entrañable y
numerosa familia; sin embargo ya entonces sabía reconocer las cosas bellas de
este mundo y la voz de Toña la Negra que había escuchado en radio, por televisión y en el
teatro, le parecía una especie de milagro pastoso y timbrado y lo admiraba sin
saber que la acompañaría siempre. Sí, vio a la artista una vez parada junto al piano
de Agustín Lara, casi inmóvil, el rostro impenetrable, jugando sólo con un
pañuelo de gasa que se turnaba de una mano a otra.
Aquella famosa
vivía en una casa modesta detrás de la suya pero le había regalado a su
hijo mayor un Cadillac rojo convertible, último modelo. El muchacho moreno y
espigado la rondaba con ojos ávidos;
aunque se mostraba pobre de palabras convencido de que con sus escasos
dieciséis años no se fijaría en un hombre de veintiuno. Se conformaba con estacionar su propiedad más
querida y permanecer en la banqueta
largo rato bajo los árboles de jacarandas en plena floración dejando
caer una alfombra morada sobre el césped.
Y
sucedió que en su escuela las monjas
rompieron la rutina por causas
nobles. Se organizaría una charreada para fines caritativos. Lo colectado pararía en un hospicio. Ese
altruismo permitió la entrada de Tony Aguilar para elegir reina del evento
entre bachilleras divididas en dos grupos. Las
alumnas de humanidades en uno; las de ciencias en otro. Había entonces un
despliegue de bellezas, rubias a punto de ser sofisticadas, castañas pizpiretas,
trigueñas reticentes. Todas habían ovacionado la llegada del astro, todas
llevaban medias de popotillo hasta las rodillas, uniformes con cuello blanco
abrochado por un gran botón marino y
cubierto con mandiles a cuadritos azules. Todas estaban haciéndose bromas entre
sí, dándose codazos, estableciendo complicidades, gestos disimulados. En su
calidad de estrella cinematográfica Tony irradiaba fosforescencia. Debieron
agradarle las morenas bajitas porque dirigiéndose a ella dijo sin titubeos:
-
¡Tú!-. Ella no podía creerlo, vio hacia las hermanas Cador que hablaban con
acento francés a pesar de vivir en México desde la niñez. Vio hacia las demás
formando un ramillete. Eran flores con caras expectantes, cabellos peinados en
trenzas, coletas, melenas; ojos claros, aceitunados, cafés obscuros llenos de risa. El actor platicó un rato, echó un nuevo vistazo y sin pensarlo volvió a decir:
-
¡Tú!
La dejó
atónita, miró otra vez a derecha e izquierda, se puso una mano sobre el pecho y
preguntó con la mirada en actitud dubitativa.
-Sí,
tú, qué esperas para sentirte la reina-, dijo otra vez. Luego repartió saludos,
le extendió la mano a cada una en una especie de revista militar y en medio de
suspiros reprimidos salió tan gallardamente como había entrado al enorme patio
donde se jugaba bádminton o volleyball.
En vez de tener ganas de llorar ni de pensar
en nadie, tuvo ganas de reír hasta las lágrimas. Se contuvo disimulando
su fortuna.
En su casa estaban ya comiendo y antes de
sentarse en su lugar contó lo sucedido en detalle. Silencio. Su padre necesitó
unos segundos de reflexión y finalmente afirmó que el asunto le parecía una
banalidad a la cual debía renunciarse. Ella siempre respetaba esas opiniones, no por que fuera uno de esos personajes adustos,
impositivos y gritones; al contrario, lo admiraba por su bondad innata y su exitosa
carrera; pero determinada se acogió con los diez dedos de sus manos al efímero
reinado como si en ello estuviera en juego el resto de su existencia. Si negaban el dinero para comprarse un disfraz de
Adelita o de Jesucita en Chihuahua, echaría a rodar sus ahorros. De las oscuridades de su alcancía sacó
monedas chicas y grandes. Juntó cien pesos con los que entró al único Palacio de Hierro que había
entonces situado en una esquina estratégica de 2O de Noviembre, poco antes de
llegar al zócalo. Se dirigió al departamento de telas baratas y eligió una cambaya
naranja y blanca más propia para trapos de cocina que para atuendos de soberana; sin embargo el diseño cobraba forma
imaginaria. Sus rudimentos de costura,
bordado y corte le dijeron que querer es
poder. Plegó una falda ampona adornada con varias hileras de espiguilla verde,
ideó una blusa escotada sin mangas y a la hora de pegar el cierre la cosa se complicó; pero su madre, que fue candidata a
reina del carnaval en Veracruz y sabía lo que representa renunciar a tales
distinciones, resolvió el problema entallándole el talle con el propósito de
resaltar la pequeña cintura.
Quedaba
algo pendiente. Hasta Cenicienta necesitó una carroza y ella no tenía un hada;
en cambio tenía un guardián dentro de su
coche espectacular bajo el suave soplo de las jacarandas y en medio del
primaveral tapete morado manteniendo una ronda persistente. Abrió el zaguán y
caminó algunos pasos para apoyarse blandamente en el hombro del muchacho
aparentemente pensativo que dando un saltito de sorpresa bajó al instante y la
miró con embarazosa fascinación antes de escuchar la propuesta de ser novios por un día para llevarla el sábado a las cinco de la
tarde. Primero la observó algo incrédulo, alzó la vista al cielo y después al
suelo, guardó un silencio expectante y aceptó.
-Lo
demás me lo quedas debiendo, -dijo.
Y
llegó a la cita, oloroso a lavanda y con
los rizos de su cabello peregrino aplacados con vaselina.
Ella
lo esperaba. Salió toda engalanada
corriendo las escaleras. Subió casi sin saludar, se acomodó en la parte de
atrás sobre la capota bajada y extendió los vuelos de su falda. ¿Pero de que
sirven los saludos a dos personas cubiertas por el manto de la inocencia? ¿Dos personas que aún desconocían penas de
esta vida donde venimos para aprender según afirman los entendidos en misterios
insondables?
Al
llegar, las tribunas estaban llenas por padres de familia y
muchachos ruidosos festejando una tradición. El Son de la Negra sonaba en
cuerdas y trompetas de mariachi y las notas jaliscienses retozaban entre la
multitud como hebras de colores, como
hojas de papel volando. Sobrevino el anuncio, los participantes iban a
comenzar. El conductor del Cadillac sin prestarle atención al barullo de la
fiesta dio una vuelta lentísima al ruedo
del lienzo charro esperando que la gente terminara de acomodarse en sus
respectivos lugares. Mientras tanto ella saludaba a derecha e izquierda con una
banda atravesándole el pecho y con los mismos ademanes que hubiera adoptado la
emperatriz de Etiopía. Él, hijo de Veracruz, consideraba la tristeza algo
remoto. Emprendió un segundo recorrido cada vez más despacio aprovechando los
rayos del sol iluminándolos. Y ella completó su dicha al descubrir a su familia
que llegaba retrasada para ocupar toda
una hilera de asientos con amigos yucatecos.
Luego
continuó el programa. La aparición
triunfal de Tony Aguilar en traje negro adornado por botonadura de plata montando
uno de sus caballos más entrenados marcó el comienzo de las suertes, las
proezas sobre las monturas, las reatas dando giros en el aire, las manganas,
los novillos lazados, las yeguas matreras respingando sin dejarse vencer, los
aplausos, la destreza de jinetes sobre
animales que permanecían quietos bajo un hechizo que dibujaba la sombra de su
silueta sobre la arena, las ovaciones, los vencedores y las preseas.
Transcurrieron
varias horas, el crepúsculo comenzó a
marcar sus sombras y la concurrencia a salir.
El muchacho, alto y espigado, divinamente moreno, la depositó en la
puerta de su casa como si despidiera
algo precioso; pero no cruzaron palabra en el trayecto de regreso. Ninguno de los dos
habló ni comentaron lo que habían visto y oído. Quizá no encontraban nada que
decirse metidos en sí mismos. Tal vez comenzaban a entender la fugacidad del
tiempo. Y ahora que han pasado tantos años y que la felicidad traviesa desapareció desvanecida en el aire,
la oscuridad llega hasta su escritorio
con soplos fúnebres y vuelve aquella voz cálida y tropical que le dicta a su
recuerdo, si tienes un hondo pesar piensa en mí
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