viernes, 26 de octubre de 2012

PIENSA EN MI, Beatriz Espejo


Piensa en mí

Por Beatriz Espejo

Si tienes un hondo pesar piensa en mí, si tienes ganas de llorar piensa en mí. Ya ves que venero tu imagen divina… Venera la nostalgia de cuando la luz entraba a su cuarto y se reflejaba sobre la luna del tocador y  la madera pulida de los muebles, especialmente del escritorio un regalo de cuando cumplió quince años. Cada mañana la claridad llegaba por la ventana  iluminando hasta el piso aunque estuviera nublado porque irradiaba del centro alegre de su propio corazón. Y nunca tenía ganas de llorar y vagamente pensaba en nadie que no fueran sus compañeras de escuela, los personajes de Jean Agustín, una de sus primeras lecturas,  sus abuelos y el resto de su entrañable y numerosa familia; sin embargo ya entonces sabía reconocer las cosas bellas de este mundo y la voz de Toña la Negra que había escuchado en  radio, por televisión y   en el teatro, le parecía una especie de milagro pastoso y timbrado y lo admiraba sin saber que  la acompañaría siempre. Sí,  vio a la artista una vez parada junto al piano de Agustín Lara, casi inmóvil, el rostro impenetrable, jugando sólo con un pañuelo de gasa que se turnaba de una mano a otra.
             Aquella famosa  vivía en una casa modesta detrás de la suya pero le había regalado a su hijo mayor un Cadillac rojo convertible, último modelo. El muchacho moreno y espigado la rondaba  con ojos ávidos; aunque se mostraba  pobre  de palabras convencido de que con sus escasos dieciséis años no se fijaría en un hombre de veintiuno.  Se conformaba con estacionar su propiedad más querida y permanecer en la banqueta  largo rato bajo los árboles de jacarandas en plena floración dejando caer una alfombra morada sobre el césped.
            Y sucedió que en su escuela las monjas  rompieron la rutina por  causas nobles. Se organizaría una charreada para fines caritativos.  Lo colectado pararía en un hospicio. Ese altruismo permitió la entrada de Tony Aguilar para elegir reina del evento entre   bachilleras divididas en dos grupos. Las alumnas de humanidades en uno; las de ciencias en otro. Había entonces un despliegue de bellezas, rubias a punto de ser sofisticadas, castañas pizpiretas, trigueñas reticentes. Todas habían ovacionado la llegada del astro, todas llevaban medias de popotillo hasta las rodillas, uniformes con cuello blanco abrochado por un gran botón  marino y cubierto con mandiles a cuadritos azules. Todas estaban haciéndose bromas entre sí, dándose codazos, estableciendo complicidades, gestos disimulados. En su calidad de estrella cinematográfica Tony irradiaba fosforescencia. Debieron agradarle las morenas bajitas porque dirigiéndose a ella dijo sin titubeos:
            - ¡Tú!-. Ella no podía creerlo, vio hacia las hermanas Cador que hablaban con acento francés a pesar de vivir en México desde la niñez. Vio hacia las demás formando un ramillete. Eran flores con caras expectantes, cabellos peinados en trenzas, coletas, melenas; ojos claros, aceitunados, cafés obscuros  llenos de risa. El actor platicó un rato,  echó un nuevo vistazo y sin pensarlo  volvió a decir:
            - ¡Tú!
             La  dejó atónita, miró otra vez a derecha e izquierda, se puso una mano sobre el pecho y preguntó con la mirada en actitud dubitativa. 
            -Sí, tú, qué esperas para sentirte la reina-, dijo otra vez. Luego repartió saludos, le extendió la mano a cada una en una especie de revista militar y en medio de suspiros reprimidos salió tan gallardamente como había entrado al enorme patio donde se jugaba bádminton  o volleyball.
             En vez de tener ganas de llorar ni de pensar en nadie, tuvo ganas de reír hasta las lágrimas. Se contuvo  disimulando  su fortuna.
             En su casa estaban ya comiendo y antes de sentarse en su lugar contó lo sucedido en detalle. Silencio. Su padre necesitó unos segundos de reflexión y finalmente afirmó que el asunto le parecía una banalidad a la cual debía renunciarse. Ella siempre respetaba esas opiniones,  no por que fuera uno de esos personajes adustos, impositivos y gritones; al contrario, lo admiraba por su bondad innata y su exitosa carrera; pero  determinada  se acogió con los diez dedos de sus manos al efímero reinado como si en ello estuviera en juego el resto de su existencia. Si  negaban el dinero para comprarse un disfraz de Adelita o de Jesucita en Chihuahua, echaría a rodar sus ahorros.  De las oscuridades de su alcancía sacó monedas chicas y grandes. Juntó cien pesos con los que  entró al único Palacio de Hierro que había entonces situado en una esquina estratégica de 2O de Noviembre, poco antes de llegar al zócalo. Se dirigió al departamento de telas baratas y eligió una cambaya naranja y blanca más propia para trapos de cocina  que para atuendos de  soberana; sin embargo el diseño cobraba forma imaginaria.  Sus rudimentos de costura, bordado y  corte le dijeron que querer es poder. Plegó una falda ampona adornada con varias hileras de espiguilla verde, ideó una blusa escotada sin mangas y a la hora de pegar el cierre la cosa se  complicó; pero su madre, que fue candidata a reina del carnaval en Veracruz y sabía lo que representa renunciar a tales distinciones, resolvió el problema entallándole el talle con el propósito de resaltar la pequeña cintura.
            Quedaba algo pendiente. Hasta Cenicienta necesitó una carroza y ella no tenía un hada; en cambio tenía un guardián  dentro de su coche espectacular bajo el suave soplo de las jacarandas y en medio del primaveral tapete morado manteniendo una ronda persistente. Abrió el zaguán y caminó algunos pasos para apoyarse blandamente en el hombro del muchacho aparentemente pensativo que dando un saltito de sorpresa bajó al instante y la miró con embarazosa fascinación antes de escuchar la  propuesta de ser novios por un día  para llevarla el sábado a las cinco de la tarde. Primero la observó algo incrédulo, alzó la vista al cielo y después al suelo, guardó un silencio expectante y aceptó.
            -Lo demás me lo quedas debiendo, -dijo.
            Y  llegó a la cita, oloroso a lavanda y con los rizos de su cabello peregrino aplacados con vaselina.
            Ella lo esperaba. Salió  toda engalanada corriendo las escaleras. Subió casi sin saludar, se acomodó en la parte de atrás sobre la capota bajada  y   extendió los vuelos de su falda. ¿Pero de que sirven los saludos a dos personas cubiertas por el manto de la inocencia?  ¿Dos personas que aún desconocían penas de esta vida donde venimos para aprender según afirman los entendidos en misterios insondables?
            Al llegar,  las tribunas  estaban llenas por padres de familia y muchachos ruidosos festejando una tradición. El Son de la Negra sonaba en cuerdas y trompetas de mariachi y las notas jaliscienses retozaban entre la multitud  como hebras de colores, como hojas de papel volando. Sobrevino el anuncio, los participantes iban a comenzar. El conductor del Cadillac sin prestarle atención al barullo de la fiesta dio  una vuelta lentísima al ruedo del lienzo charro esperando que la gente terminara de acomodarse en sus respectivos lugares. Mientras tanto ella saludaba a derecha e izquierda con una banda atravesándole el pecho y con los mismos ademanes que hubiera adoptado la emperatriz de Etiopía. Él, hijo de Veracruz, consideraba la tristeza algo remoto. Emprendió un segundo recorrido cada vez más despacio aprovechando los rayos del sol iluminándolos. Y ella completó su dicha al descubrir a su familia que llegaba  retrasada para ocupar toda una hilera de asientos con amigos yucatecos.
            Luego continuó el programa.  La aparición triunfal de Tony Aguilar en traje negro adornado por botonadura de plata montando uno de sus caballos más entrenados marcó el comienzo de las suertes, las proezas sobre las monturas, las reatas dando giros en el aire, las manganas, los novillos lazados, las yeguas matreras respingando sin dejarse vencer, los aplausos, la destreza de  jinetes sobre animales que permanecían quietos bajo un hechizo que dibujaba la sombra de su silueta sobre la arena, las ovaciones, los vencedores y las preseas.
            Transcurrieron varias horas,  el crepúsculo comenzó a marcar sus sombras y la concurrencia a salir.  El muchacho, alto y espigado, divinamente moreno, la depositó en la puerta de su casa como si despidiera  algo precioso; pero no cruzaron palabra en  el trayecto de regreso. Ninguno de los dos habló ni comentaron lo que habían visto y oído. Quizá no encontraban nada que decirse metidos en sí mismos. Tal vez comenzaban a entender la fugacidad del tiempo. Y ahora que han pasado tantos años y que la felicidad  traviesa desapareció desvanecida en el aire, la oscuridad  llega hasta su escritorio con soplos fúnebres y vuelve aquella voz cálida y tropical que le dicta a su recuerdo, si tienes un hondo pesar piensa en mí

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