Transparencias deTransparencias de
FuentesFuentes
|
Foto: Leo La Valle
Bárbara Jacobs
A mis diecisiete años, en 1964 leí Aura en un par de viajes en autobús de mi casa de familia en San Ángel al banco en el que trabajaba, en la esquina de Uruguay con Isabel La Católica. Hace poco recuperé mi ejemplar, que es de la segunda edición, está subrayado con tinta azul y en los márgenes tiene anotaciones intelectual y materialmente convulsas y temblorosas, tanto las notas como las líneas de los subrayados. Se estaba deshojando. VR, que fue su primer editor, me lo reparó, ahora que él mismo ha acompañado con nuevas imágenes la edición que en 2012 conmemora sus primeros cincuenta años. (Todo este tiempo, mi ejemplar estuvo entre los libros que mi hermana, hermanos y yo dejamos atrás cuando crecimos y nos dispersamos por la ciudad y por el mundo, y quien me guió hacia el estante en el que se encontraba mi Aura, desvencijándose y empolvado, pero aguardándome, fue mi mamá, desde su invalidez en la silla de ruedas y desde sus noventa años.)
Asocio la impresión que me dejó la lectura de esta novela breve de Carlos Fuentes a las casas viejas de piedra en el centro de Ciudad de México, y al ambiente, a la atmósfera de temores y silencios, que a partir de ese relato yo imaginaba detrás de las altas puertas de madera gruesa que recorría de ida y vuelta a lo largo de aquella época, cuando de día supervisaba bilingüemente a los investigadores del departamento de crédito del First National City Bank y por la tarde era estudiante en la preparatoria Maestro Isaac Ochoterena, en la calle de Lucerna, y en donde se derramó la gota que hizo estallar el Movimiento Estudiantil de 1968, pero también la institución en la que estudió el Tibio Muñoz (Felipe Muñoz Kapamas, de padre de Aguascalientes y madre de origen griego, nacida en Río Frío), que en las Olimpiadas de 1968 ganó la medalla de oro en no sé qué predestinada categoría de nado.
Cerca de ahí, en la calle de Londres, en la Embajada de España en el Exilio, un 14 de abril de aquellos años, durante la celebración que se hacía en esa fecha del Día de la República, y en la que entre los invitados se contaba mi familia, por mi papá, como miembro que había sido de la Brigada Lincoln de las Brigadas Internacionales, que lucharon contra el fascismo en la Guerra civil de España, por primera vez vi a Carlos Fuentes en persona. Igual que a toda la gente, lo admita o no, que lo llegó a ver alguna vez o a tratar, a mí me deslumbró su presencia, y me deslumbró siempre, no nada más aquella primera vez que lo vi, y por buena fortuna llegué a verlo y a tratarlo en innumerables ocasiones. Me pareció un hombre, como diría mi tía abuela, de cortar la respiración y trabar la lengua, si es así como se dice cuando alguien te deja sin aliento y provoca que la luenga te se trabe. Era muy guapo, muy elegante, con perfectas maneras sociales, completamente seguro de sí mismo: o esa fue la personalidad con la que se desenvolvió ante los demás, capaz de observar en una cena de embajada, y hacerlo con gracia, frente a los doce o catorce otros concurrentes alrededor de los anfitriones, que eran los embajadores, que él y fulano de tal –otro hijo de embajador ahí presente y embajador él mismo, igual que Fuentes– eran los únicos mexicanos perfectamente trilingües, en español, inglés y francés, y demostrarlo. No sólo hablaba, cantaba, contaba, leía y probablemente pensaba y soñaba en los tres idiomas, sino que también escribía en las tres lenguas. De hecho, y sin pretender ser más que una lectora tímida de su literatura, el libro suyo que más me gusta, en el que siento que escribió como un escritor inseguro y apasionado, o como un verdadero artista, que son así porque así es la cosa, incierta y pasional, es Myself with Others, que escribió directamente en inglés.
Carlos Fuentes con Vicente Rojo, atrás Bárbara Jacobs los observa Foto: María Melendrez Parada/ archivo La Jornada |
En muchos sentidos, aquel primer encuentro personal marcaría gran parte de los innumerables que le siguieron. Habría querido acercarme a él por mi propia iniciativa y mis propios medios, aunque no hubiera sido más que para observarlo de cerca, estudiarlo de la manera más directa a mi alcance, tratar de retener alguna de sus frases al pie de la letra. Pero, dados mis impedimentos naturales (nacidos todos de la inseguridad y el miedo), permití que me acercaran hacia él los dos o tres amigos con los que me encontraba, para limitarme a ser admiradora y testigo dócil e inactiva de lo capaces que eran ellos, jóvenes prometedores, sin duda, pero entonces unos torpes desconocidos, de molestar a Fuentes con alguna crítica, según ellos, o cualquier temeraria observación. El asunto a mí me puso muy nerviosa, tanto así que no recuerdo sino que Fuentes permaneció impávido con los brazos cruzados contra el pecho delante de mis valientes amigos, apretando un poco los labios, quizás aguantando el impulso de reírse, hasta que se acercó a él alguien más, que podía haber sido Siqueiros, cuya sola presencia hizo a un lado la nuestra, que a los ojos de Fuentes habrá pasado, como un mosquito, apenas si advertida, o este fue siempre mi deseo, que nos espantó antes de que llegáramos a rozarlo, no digamos picarlo.
Me pregunto, ¿pasar inadvertida por Fuentes fue siempre mi deseo? ¡Hasta dónde es uno capaz de engañarse! El tiempo fue revelando, más bien, que lo que siempre quise fue lo contrario: que Fuentes advirtiera mi existencia. Pero también admito que no hice nada por propiciar que se cumpliera este anhelo, insegura y temerosa como he sido, pasiva y carente de iniciativa.
Me instalé detrás de otros, descansé en que los otros, am, mi esposo, por ejemplo, durante más de treinta años, o cuando él murió, VR, mi pareja, fueran quienes determinaran la relación. Ver a Fuentes o no, con el deseo de que, si lo veíamos, o si los veíamos, a él y a su esposa, pues Silvia Lemus, a quien aprecio independientemente de Fuentes, por paradójico que parezca, es consubstancial con mi apreciación de Fuentes, el encuentro no resultara desafortunado, lo que sólo rara vez no nos fue concedido por las circunstancias.
Podría puntualizar uno tras otro los episodios en mi relación, un tanto a la sombra, pero de unas cuatro décadas, con Fuentes, incidentes en los que pasé inadvertida o casi inadvertida por él, oculta, velada, pasiva ante situaciones que pueden considerarse desprendibles de él, como cuando las palabras que un periódico me pidió de pésame tras su muerte no aparecieron en el reportaje a la mañana siguiente, o que en una revista de circulación internacional dedicada in memoriam íntegramente a Fuentes, se publicara una fotografía conmigo a su lado pero sin mi nombre al pie. Pero mejor que esto, voy a optar por la oportunidad de referirme a la ocasión en que Fuentes advirtió y hasta con énfasis mi existencia, tan abiertamente que no hubo duda, no sólo de que yo no fuera alguien que le pasara inadvertido, sino que nunca le había pasado inadvertida. Mis velos y mis ocultamientos fueron en todo momento completamente transparentes para él.
Fue en ocasión del Premio Formentor de las Letras, cuando él, como su presidente, me invitó a formar parte del jurado, que para esta segunda emisión se reunió en Ciudad de México, en el mes de marzo de 2012, es decir, a dos meses de que Fuentes muriera. Y de todo el acontecimiento no voy a tocar sino los escasos instantes, por fugaces que hubieran sido, en los que me transmitió que a sus ojos yo no era, ni había sido nunca, invisible, ni para sus consideraciones mi existencia espantable a la manera en la que es y debe ser la de un mosquito.
Horas después de la deliberación, en lo que, para cenar, nos volvíamos a reunir otra vez los jurados, sólo que ahora con las autoridades del premio recién llegadas de Formentor y de Madrid, más uno que otro invitado especial, que incluía a Silvia Lemus y los embajadores de España, quedé en contraesquina pero muy cerca de Fuentes, en dos sillones en un ángulo de una mesa larga y, no sé por qué, repito, no sé por qué, vacilantemente y en voz baja, pero audible para Fuentes, cité la frase de Thoreau, como si buscara que Fuentes precisara para mí si dicha oración empezaba con Most men..., o con The mass of men..., porque lo que no dudaba yo era que la reflexión continuaba con estas palabras: “Most men/The mass of men lead lives of quiet desperation and go to the grave with the song still in them...” (La mayoría de los hombres lleva vidas de silenciosa desesperación y llegan a la tumba con la canción todavía en su interior...) Fuentes puntualizó: Most men... (¿o fue The mass of men...), pero lo que retuve, lo que contenía el verdadero significado de ese instante de mi relación con Fuentes, fue que al oírme alzó muy ligeramente la ceja y despegó apenas los labios antes de pronunciar Most men... o The mass of men, porque fue el gesto de un maestro que finalmente, después de años y toda una vida de lecciones, advierte que el alumno algo ha aprendido, y al maestro esto es lo que más gusto le da, piensa que todo su esfuerzo valió la pena y que la respuesta del alumno, si lo sorprendió, fue sólo de pronto, pues la esperaba de un momento a otro, de un momento a otro a lo largo de algo más de cuatro décadas de trato, ¿o me atreveré, sin abusar, sin darme aires, a llamarla amistad?
A la mañana siguiente, antes de anunciar el premio ante los medios de información, entré temprano en la sala indicada y me encontré con Fuentes solo, había sido el primero en llegar y estaba esperando que diera la hora para empezar. Yo llevaba conmigo el ejemplar conmemorativo de los primeros cincuenta años de Aura. Le pedí que me lo firmara. (Antes de salir de casa, VR me recordó que a fin de año, en el cumpleaños de Fuentes, se celebraría una gran presentación del libro cincuentenario, pero yo insistí en que prefería que Fuentes me lo firmara de una vez.)
Unos meses atrás, en una librería VR y yo nos habíamos abierto paso en una cola que llevaba horas esperando la firma de Fuentes. VR le tendió su ejemplar de la primera edición de Aura, y Fuentes se sorprendió de que la tuviera y de que la conservara en tan buen estado.
Detrás de VR me acerqué a darle un abrazo a Fuentes y felicitarlo. Me sonrió y me preguntó, como viejos amigos, qué estaba escribiendo ahora. Me sentí tan existente para él como cuando en su casa en San Jerónimo, en ocasión de la muerte de su hija, al acercarme a darle mis condolencias, abrió los brazos y exclamó “¡Qué gusto me da verte en esta casa!”
Fueron muchos años de encuentros (incluidos algunos dramáticos y uno que otro no menos afortunado), como digo, y muchas clases de ocasiones, como digo también, aunque por otra parte fueron relativamente pocas las instantáneas en que yo llegué a saber vívidamente que para Fuentes no pasaba inadvertida. Él pudo no haberse enterado de un texto que yo escribí con él en mente como lector, pues ni él ni nosotros –AM y yo– llegamos a ir a no sé qué encuentro de escritores en Suecia en el que yo lo iba a leer como ponencia, pues se trató de una ocasión a la que él tampoco llegó. Pero sí se enteró, y plenamente, y esto es lo que más gusto me da a mí, de que yo lo admiraba y lo conocía y lo reconocía, aun si el sol o la luz me daban de frente y me cegaban.
Acumulé, quiero decir, el deseo de agradecerle a Carlos Fuentes haberme dado tiempo, el tiempo que yo necesitaba, para atreverme a darle las gracias.
De niña, el título de uno de los libros de mi papá me llamaba especialmente la atención. The Long Goodbye, una novela de intriga de Raymond Chandler, el libro que la crítica consideró el mejor de Chandler, como lo consideraba el propio autor. No la leí entonces y no la he leído ahora, de modo que no sé exactamente a qué pueda referirse la expresión que, literalmente, en español se traduciría como El largo adiós. Se presta a la imaginación. Pero yo la asocio directamente a una observación que hacía mi papá cuando mi mamá despedía a los invitados a sus fiestas. Mi papá se refería a esas despedidas dilatadas, demoradas, retardadas, aplazadas, postergadas, como Mexican goodbyes, porque duraban más que la reunión que las hubiera antecedido o, en otras palabras, porque ¡no terminaban nunca! Ni los amigos querían irse, ni mi mamá quería que sus amigos se fueran del todo.
Por otra parte, The Beatles tienen una canción que no recuerdo cómo se titula, pero que en un momento dado dice, “Hello Hello, I don’t know why you say goodbye, I say Hello” (Hola, hola, no sé por qué dices adiós, yo digo hola), que expresa lo que yo le habría dicho al oído en su féretro, en la sala de su casa en San Jerónimo. No sé por qué te despides, Carlos Fuentes; yo a ti te saludo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario