AUSENCIAS
A partir de aquí ya no podías recordar nada.
Estabas sentado ante la mesa de un bar, mirando por la ventana la escarcha y la humedad en la calle gélida, tomando un café, e intuías que estabas ahí por que habías quedado con alguien a quien estabas esperando. El camarero se te acercó y te preguntó si querías tomar algo más mientras miró su reloj de pulsera como lanzando una ráfaga significativa, y supusiste que debías llevar mucho tiempo ante la taza de café ya vacía. Era un tipo enjuto con aspecto de anciano prematuro. Cuando lo miraste, tras lanzar su pregunta, se interesó por tu estado: "¿se encuentra usted bien?"; "si, si... esta fría noche me está calando los huesos... me vendría bien una infusión caliente, una manzanilla" -y miraste la gabardina depositada sobre otra silla a tu lado, deduciendo que sería la tuya; una prenda que quizá te pudiese ofrecer alguna información sobre ti en el caso de que en esta ocasión el lapsus siguiese dilatándose; desde que tomaste conciencia de que durante los escasos segundos que tu mirada se clavaba, tu atención se desvanecía y no tenías ninguna información sobre ti mismo, la duración de este estado se había dilatado y ya eras capaz de mantener tu voluntad aunque no sabías ni quien eras. En esta ocasión no parecía que fueses a volver a la normalidad y comenzabas a ponerte nervioso y asustado.
El camarero te ha traído una taza humeante y se ha retirado. Eres la única persona en el bar y piensas que es normal que nadie salga de su casa con este tiempo de perros, y sigues pensando, con la mirada ensoñada en los cristales cubiertos de vaho a través de los cuales se distingue borrosa la noche invernal, cual es el motivo de tu estancia en ese bar. Comienzas a realizar algunas deducciones: por el trato y la manera de hablarte del camarero, no es un lugar en el que seas una persona conocida; si estás ahí por que tienes algún tipo de cita, debería llegar la persona con quien te hubieses citado, cosa que no ocurre, por lo que se te abren tres opciones: has venido muy pronto por cualquier motivo; el citado no ha acudido a su cita; no estás ahí por esa causa. Esta incertidumbre te altera, incrementa un nerviosismo capaz de alterar tus esfínteres. Te levantas de la silla con rapidez, agarras la gabardina y te diriges al aseo. Por la brusquedad de tus movimientos el camarero, que ojeaba un periódico en la barra, te ha observado alzando su cabeza con rapidez, intuye que te pasa algo e intentas dirigirte al servicio aparentando normalidad. Una vez sentado en la taza del váter logras aliviarte y la satisfacción de esa molesta y embarazosa necesidad consigue calmarte. Debes salir del bar, piensas, o contarle al camarero lo que te pasa y que llame a una ambulancia. Esa sería una acción precipitada por el pánico... te induces de más sosiego, sin prisa utilizas el papel higiénico. Habías agarrado la gabardina para buscar en ella información sobre ti en el interior del aseo. Fue un acto reflejo, lo puedes hacer más cómodamente en la mesa tomando la manzanilla. Ese es el primer paso, después decidirás tranquilamente los pasos a seguir.
La cosa no empieza mal. En el bolsillo interior de la gabardina hay una cartera y en ella encuentras un documento de identidad. La foto concuerda, efectivamente ese eres tú y esa es tu gabardina. Tienes un nombre con dos apellidos y un domicilio, eres soltero y andas por los 43 años; tienes algunos billetes, bastante dinero y tarjetas, una bancaria otra de seguridad social; ningún permiso de conducción de vehículos. En los bolsillos exteriores de la gabardina encuentras unas llaves, algunas monedas un paquete de tabaco y un encendedor y te entran ganas de fumar un cigarrillo. Aprovechas para pagar la cuenta y te encuentras perdido en una estrecha calle en medio de una fría y húmeda noche invernal. Un taxi se encargará de trasladarte a tu supuesto domicilio, al que indica tu cédula de identidad, donde descubrirás que ninguna de las llaves que llevas en tu bolsillo se corresponde con la cerradura del portal frente -aunque no lo sabes- hace tiempo que no estabas. Llamarás a tu supuesto apartamento desde el portero automático y nadie responderá a tu llamada. Una lejana voz de mujer cantará blues, parece improvisar, te suena familiar y no consigues identificar de dónde viene esa voz, seguramente sólo la estarás oyendo tú. Te sentarás perplejo en el pequeño escalón sobre el que está asentado el portal, cerrarás los ojos sin saber qué hacer a partir de ese momento. El canto a capela sigue sonando, se debilita, te resulta placentero y no deseas que se desvanezca, te produce un inopinado bienestar y te sientes despertando una mañana luminosa, feliz, una mujer te abraza y comienza a narrarte sus sueños.
Te has metido en la cama. Miras la ventana hacia la que apuntan tus ojos en la pared frontal al cabezal de la cama. Siempre tiene las cortinas corridas, unos visillos traslúcidos, para que pase la luz del día sin tener siempre delante la fachada y el balcón del vecino que sólo dista unos cuantos metros al otro lado de la calle y actúa como una pantalla luminosa donde se proyecta tu imaginación: la visión del mar refulgente en un día tan luminoso. Cierras los párpados y la imagen sigue representada en el fondo de tus ojos teñida de tonos rojizos. Podría ser que comenzases a soñar con que te encuentras tumbado en una hamaca en la cubierta de un barco, un gran crucero, sientes la brisa -una suave brisa con aromas de salitre- lamiendo tu cara e introduciéndose por los bajos de las perneras de tus pantalones; el suave ruido del motor del enorme buque ronronea disperso, como si estuviera en todas partes y en ninguna, y una leve vibración, producida por el mismo artificio, se transmite desde el suelo de la cubierta, a través de la hamaca, hasta tu cuerpo, que también es mecido de manera casi imperceptible por el balanceo del barco surcando un océano de aguas calmadas. El bienestar te embriaga y de este modo podrías comenzar a soñar de manera deliciosa, pero eso no ocurre. Tu mente abandona la experiencia preonírica y se traslada -no se trata de un acto voluntario- al plano de las evocaciones. No tienes presente ni identidad, pero si recuerdos. No puedes saber cómo te llamas ni porqué esa cama en esa habitación es la tuya, aunque lo das por hecho. Recuerdas una época en la que convivías con una mujer que cada mañana, nada más despertarse, tenía la imperiosa necesidad de relatarte sus sueños. De ese modo evitaba el trabajo de anotarlos en un cuaderno; eso le importaba bien poco, pues no sentía ninguna necesidad de estudiar o profundizar en su contenido, aunque, a veces, preguntaba tras narrártelos: "¿qué querrá decir esto?", lo cierto es que le tenía sin cuidado, sólo deseaba hacerte participe de lo que ella denominaba "su otra vida". A menudo soñaba con barcos. Es posible que por ese motivo, ahora te haya sobrevenido su recuerdo, y otro más en correspondencia a aquellos tiempos: la vecina que tenía situada su cocina frente a la vuestra al otro lado del pequeño deslunado y que siempre cantaba mientras realizaba alguna tarea. Fregaba o cocinaba y cantaba blues de manera improvisada. A ti te gustaba, ella lo sabía y coqueteaba (y no carecía de argumentos físicos para hacerlo) cuando os cruzabais en la escalera. Te sentías feliz porque tenías una mujer que te contaba sus sueños cada mañana y una vecina que cantaba blues en la cocina. Y con ese sentimiento de felicidad tu mente se traslada al presente. Observas tu presente -has cerrado los ojos arrebujándote entre las mantas, lo mejor sería dormir- y ves la imagen de alguien -eres tú, pero no acabas de reconocerte- que ha llegado a su casa cargado de bártulos y los arroja indolentemente sobre el suelo del recibidor, con ganas de soltarlos, separarse de ellos, de una carga que ha resultado molesta por el hecho de acarrear su peso demasiado tiempo de un lado a otro, o bien porque estos objetos demuestran una realidad molesta e irritante. Así, desnudo, despojado de todas las prendas que arropaban, abrigando y protegiendo, tu interior, dándole una imagen, una identidad (quizá un ser), te das cuenta que lo único que queda es una manifiesta ausencia en la que no puedes ocupar ningún lugar, diríase que sólo puedes ser feliz allá donde no estés y fuera de este mundo nada te queda por hacer. Un convencimiento atenaza tu mente de manera inequívoca: jamás lograrás descubrir nada que te interese vivazmente; flotando entre la censura social y el desengaño impersonal parece que te autoconvences de que el objeto de las ilusiones no puede ser otro que provocar los desengaños, y esto te supone un aprendizaje que comenzó justo en el momento en que arrojaste tus bártulos con desdén sobre el suelo del recibidor y prendió una llama que todo lo envolvió -y todo lo consumió- tras su ignición espontánea, aniquilando toda parte heroica de la vocación y dejándote sumido en una verdadera ausencia. ¿De dónde pueden surgir todos estos pensamientos?, piensas...
Y sales a la calle y te diriges caminando la tarde fría enfundado en tu gabán; un paseo largo en el que intentas gestionarlo todo, la vuelta al mundo, tal vez, piensas, una cita contigo mismo. Cuando el sol ya ha desaparecido por completo la temperatura desciende y los parabrisas de los coches comienzan a mostrar tintes blancos de escarcha. Está a punto de congelarse toda la realidad, todo se parará como pasa en las películas, y tranquilamente, con el mundo detenido, podrás averiguar, mirando con paciencia y calma este mundo estático, dónde pueden residir las adversidades, piensas, hasta que una nueva racha de calor pueda devolver todo a la vida y, en ese momento, todo para ti esté superado. Y piensas en qué es lo que ha podido ocurrir que te haya dejado sometido a ataques cada vez más frecuentes de una ausencia indolente. Sobrevienen recuerdos, pero no sostienen ninguna emoción real en ti, como si estuvieses viendo una película sobre algo que ha vivido otra persona.
Decides entrar a un bar a tomar un café caliente que te sirva para sacar el frío que te está consumiendo hasta los huesos. Es un café antiguo, pequeño, con pequeños veladores con superficie de mármol, rodeados por dos o cuatro antiguas sillas de madera curvada a disposición de los clientes. El bar está vació, sólo un camarero ojea el periódico tras la barra. Parece un anciano, enjuto y encorvado, al igual que el local, debe tener menos años de los que aparenta, quizá por eso trabaja ahí, por pura y simple consonancia, piensas. Te pides un café y dejas tu gabardina en la silla de al lado a la que ocupas frente al velador. El liquido caliente y amargo te resulta tonificante y delicioso y lo consumes a sorbos cortos. Reclinas la cabeza hacia atrás en la silla y te quedas así un buen rato, sintiendo una extraña presión en las cervicales y un silencio real, como nunca podrías haber percibido, te señala que todo acaba de detenerse como una imagen congelada y experimentas el placer de la no-mente, de la conciencia expandida abarcando el universo por completo.
A partir de aquí ya no podías recordar nada.
Estabas sentado ante la mesa de un bar, mirando por la ventana la escarcha y la humedad en la calle gélida, tomando un café, e intuías que estabas ahí por que habías quedado con alguien a quien estabas esperando. El camarero se te acercó y te preguntó si querías tomar algo más mientras miró su reloj de pulsera como lanzando una ráfaga significativa, y supusiste que debías llevar mucho tiempo ante la taza de café ya vacía. Era un tipo enjuto con aspecto de anciano prematuro. Cuando lo miraste, tras lanzar su pregunta, se interesó por tu estado: "¿se encuentra usted bien?"; "si, si... esta fría noche me está calando los huesos... me vendría bien una infusión caliente, una manzanilla" -y miraste la gabardina depositada sobre otra silla a tu lado, deduciendo que sería la tuya; una prenda que quizá te pudiese ofrecer alguna información sobre ti en el caso de que en esta ocasión el lapsus siguiese dilatándose; desde que tomaste conciencia de que durante los escasos segundos que tu mirada se clavaba, tu atención se desvanecía y no tenías ninguna información sobre ti mismo, la duración de este estado se había dilatado y ya eras capaz de mantener tu voluntad aunque no sabías ni quien eras. En esta ocasión no parecía que fueses a volver a la normalidad y comenzabas a ponerte nervioso y asustado.
El camarero te ha traído una taza humeante y se ha retirado. Eres la única persona en el bar y piensas que es normal que nadie salga de su casa con este tiempo de perros, y sigues pensando, con la mirada ensoñada en los cristales cubiertos de vaho a través de los cuales se distingue borrosa la noche invernal, cual es el motivo de tu estancia en ese bar. Comienzas a realizar algunas deducciones: por el trato y la manera de hablarte del camarero, no es un lugar en el que seas una persona conocida; si estás ahí por que tienes algún tipo de cita, debería llegar la persona con quien te hubieses citado, cosa que no ocurre, por lo que se te abren tres opciones: has venido muy pronto por cualquier motivo; el citado no ha acudido a su cita; no estás ahí por esa causa. Esta incertidumbre te altera, incrementa un nerviosismo capaz de alterar tus esfínteres. Te levantas de la silla con rapidez, agarras la gabardina y te diriges al aseo. Por la brusquedad de tus movimientos el camarero, que ojeaba un periódico en la barra, te ha observado alzando su cabeza con rapidez, intuye que te pasa algo e intentas dirigirte al servicio aparentando normalidad. Una vez sentado en la taza del váter logras aliviarte y la satisfacción de esa molesta y embarazosa necesidad consigue calmarte. Debes salir del bar, piensas, o contarle al camarero lo que te pasa y que llame a una ambulancia. Esa sería una acción precipitada por el pánico... te induces de más sosiego, sin prisa utilizas el papel higiénico. Habías agarrado la gabardina para buscar en ella información sobre ti en el interior del aseo. Fue un acto reflejo, lo puedes hacer más cómodamente en la mesa tomando la manzanilla. Ese es el primer paso, después decidirás tranquilamente los pasos a seguir.
La cosa no empieza mal. En el bolsillo interior de la gabardina hay una cartera y en ella encuentras un documento de identidad. La foto concuerda, efectivamente ese eres tú y esa es tu gabardina. Tienes un nombre con dos apellidos y un domicilio, eres soltero y andas por los 43 años; tienes algunos billetes, bastante dinero y tarjetas, una bancaria otra de seguridad social; ningún permiso de conducción de vehículos. En los bolsillos exteriores de la gabardina encuentras unas llaves, algunas monedas un paquete de tabaco y un encendedor y te entran ganas de fumar un cigarrillo. Aprovechas para pagar la cuenta y te encuentras perdido en una estrecha calle en medio de una fría y húmeda noche invernal. Un taxi se encargará de trasladarte a tu supuesto domicilio, al que indica tu cédula de identidad, donde descubrirás que ninguna de las llaves que llevas en tu bolsillo se corresponde con la cerradura del portal frente -aunque no lo sabes- hace tiempo que no estabas. Llamarás a tu supuesto apartamento desde el portero automático y nadie responderá a tu llamada. Una lejana voz de mujer cantará blues, parece improvisar, te suena familiar y no consigues identificar de dónde viene esa voz, seguramente sólo la estarás oyendo tú. Te sentarás perplejo en el pequeño escalón sobre el que está asentado el portal, cerrarás los ojos sin saber qué hacer a partir de ese momento. El canto a capela sigue sonando, se debilita, te resulta placentero y no deseas que se desvanezca, te produce un inopinado bienestar y te sientes despertando una mañana luminosa, feliz, una mujer te abraza y comienza a narrarte sus sueños.
Te has metido en la cama. Miras la ventana hacia la que apuntan tus ojos en la pared frontal al cabezal de la cama. Siempre tiene las cortinas corridas, unos visillos traslúcidos, para que pase la luz del día sin tener siempre delante la fachada y el balcón del vecino que sólo dista unos cuantos metros al otro lado de la calle y actúa como una pantalla luminosa donde se proyecta tu imaginación: la visión del mar refulgente en un día tan luminoso. Cierras los párpados y la imagen sigue representada en el fondo de tus ojos teñida de tonos rojizos. Podría ser que comenzases a soñar con que te encuentras tumbado en una hamaca en la cubierta de un barco, un gran crucero, sientes la brisa -una suave brisa con aromas de salitre- lamiendo tu cara e introduciéndose por los bajos de las perneras de tus pantalones; el suave ruido del motor del enorme buque ronronea disperso, como si estuviera en todas partes y en ninguna, y una leve vibración, producida por el mismo artificio, se transmite desde el suelo de la cubierta, a través de la hamaca, hasta tu cuerpo, que también es mecido de manera casi imperceptible por el balanceo del barco surcando un océano de aguas calmadas. El bienestar te embriaga y de este modo podrías comenzar a soñar de manera deliciosa, pero eso no ocurre. Tu mente abandona la experiencia preonírica y se traslada -no se trata de un acto voluntario- al plano de las evocaciones. No tienes presente ni identidad, pero si recuerdos. No puedes saber cómo te llamas ni porqué esa cama en esa habitación es la tuya, aunque lo das por hecho. Recuerdas una época en la que convivías con una mujer que cada mañana, nada más despertarse, tenía la imperiosa necesidad de relatarte sus sueños. De ese modo evitaba el trabajo de anotarlos en un cuaderno; eso le importaba bien poco, pues no sentía ninguna necesidad de estudiar o profundizar en su contenido, aunque, a veces, preguntaba tras narrártelos: "¿qué querrá decir esto?", lo cierto es que le tenía sin cuidado, sólo deseaba hacerte participe de lo que ella denominaba "su otra vida". A menudo soñaba con barcos. Es posible que por ese motivo, ahora te haya sobrevenido su recuerdo, y otro más en correspondencia a aquellos tiempos: la vecina que tenía situada su cocina frente a la vuestra al otro lado del pequeño deslunado y que siempre cantaba mientras realizaba alguna tarea. Fregaba o cocinaba y cantaba blues de manera improvisada. A ti te gustaba, ella lo sabía y coqueteaba (y no carecía de argumentos físicos para hacerlo) cuando os cruzabais en la escalera. Te sentías feliz porque tenías una mujer que te contaba sus sueños cada mañana y una vecina que cantaba blues en la cocina. Y con ese sentimiento de felicidad tu mente se traslada al presente. Observas tu presente -has cerrado los ojos arrebujándote entre las mantas, lo mejor sería dormir- y ves la imagen de alguien -eres tú, pero no acabas de reconocerte- que ha llegado a su casa cargado de bártulos y los arroja indolentemente sobre el suelo del recibidor, con ganas de soltarlos, separarse de ellos, de una carga que ha resultado molesta por el hecho de acarrear su peso demasiado tiempo de un lado a otro, o bien porque estos objetos demuestran una realidad molesta e irritante. Así, desnudo, despojado de todas las prendas que arropaban, abrigando y protegiendo, tu interior, dándole una imagen, una identidad (quizá un ser), te das cuenta que lo único que queda es una manifiesta ausencia en la que no puedes ocupar ningún lugar, diríase que sólo puedes ser feliz allá donde no estés y fuera de este mundo nada te queda por hacer. Un convencimiento atenaza tu mente de manera inequívoca: jamás lograrás descubrir nada que te interese vivazmente; flotando entre la censura social y el desengaño impersonal parece que te autoconvences de que el objeto de las ilusiones no puede ser otro que provocar los desengaños, y esto te supone un aprendizaje que comenzó justo en el momento en que arrojaste tus bártulos con desdén sobre el suelo del recibidor y prendió una llama que todo lo envolvió -y todo lo consumió- tras su ignición espontánea, aniquilando toda parte heroica de la vocación y dejándote sumido en una verdadera ausencia. ¿De dónde pueden surgir todos estos pensamientos?, piensas...
Y sales a la calle y te diriges caminando la tarde fría enfundado en tu gabán; un paseo largo en el que intentas gestionarlo todo, la vuelta al mundo, tal vez, piensas, una cita contigo mismo. Cuando el sol ya ha desaparecido por completo la temperatura desciende y los parabrisas de los coches comienzan a mostrar tintes blancos de escarcha. Está a punto de congelarse toda la realidad, todo se parará como pasa en las películas, y tranquilamente, con el mundo detenido, podrás averiguar, mirando con paciencia y calma este mundo estático, dónde pueden residir las adversidades, piensas, hasta que una nueva racha de calor pueda devolver todo a la vida y, en ese momento, todo para ti esté superado. Y piensas en qué es lo que ha podido ocurrir que te haya dejado sometido a ataques cada vez más frecuentes de una ausencia indolente. Sobrevienen recuerdos, pero no sostienen ninguna emoción real en ti, como si estuvieses viendo una película sobre algo que ha vivido otra persona.
Decides entrar a un bar a tomar un café caliente que te sirva para sacar el frío que te está consumiendo hasta los huesos. Es un café antiguo, pequeño, con pequeños veladores con superficie de mármol, rodeados por dos o cuatro antiguas sillas de madera curvada a disposición de los clientes. El bar está vació, sólo un camarero ojea el periódico tras la barra. Parece un anciano, enjuto y encorvado, al igual que el local, debe tener menos años de los que aparenta, quizá por eso trabaja ahí, por pura y simple consonancia, piensas. Te pides un café y dejas tu gabardina en la silla de al lado a la que ocupas frente al velador. El liquido caliente y amargo te resulta tonificante y delicioso y lo consumes a sorbos cortos. Reclinas la cabeza hacia atrás en la silla y te quedas así un buen rato, sintiendo una extraña presión en las cervicales y un silencio real, como nunca podrías haber percibido, te señala que todo acaba de detenerse como una imagen congelada y experimentas el placer de la no-mente, de la conciencia expandida abarcando el universo por completo.
A partir de aquí ya no podías recordar nada.
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