jueves, 3 de diciembre de 2015

VILA-MATAS Y LA EVOLUCIóN DE LAS OBSESIONES, Julio César Márquez (La Jornada Semanal)

Vila-Matas y la evolución de las obsesiones

Antes de ser escritor, que es como decir antes de convertirse en el autor célebre, reconocido, multipremiado y bastante leído que ha sido desde siempre, Enrique Vila-Matas fue actor, cineasta y crítico de cine: la prueba está en el puñado de filmes catalanes donde interpretó algún papel pero que pocos conocen debido, para empezar, a que dichos filmes permanecieron censurados durante la dictadura franquista; también está en los dos cortometrajes, titulados Todos los jóvenes tristes y Fin de verano, que dirigió en 1970, cuando apenas contaba con veintidós años; así como en los textos que publicó en las revistas Destino y Bocaccio, de su natal Barcelona.
Sin embargo, y como es de todos conocido, no es el cine aquello a lo que el hoy vigesimoquinto receptor del Premio fil de Literatura en Lenguas Romances dedicó su notable talento para exponer ideas y contar historias: la prueba son los alrededor de cuarenta libros de su autoría que le han hecho ocupar, desde hace años, un sitio preponderante en la literatura de habla hispana, condición que se volvió del conocimiento generalizado sobre todo desde la aparición de El mal de Montano, con el que obtuvo el vigésimo Premio Herralde de Novela, en 2002.
No obstante, fue al menos un par de años antes, al inicio del presente siglo, cuando Vila-Matas pu-blicó la novela por la que muchos reconocieron en él un referente insoslayable: Bartleby y compañía, también publicado por la editorial Anagrama. Antes de éste, el también autor de Doctor Pasavento y Dietario volubleya había dado a la imprenta casi una veintena de títulos, entre narrativa y ensayo, en virtud de los cuales gozaba de un prestigio cuya localía no era correspondiente con la verdadera estatura literaria de Vila-Matas.
Es el propio autor quien ubica con precisión el momento y la obra en que cobró perfil por vez primera eso que, para muchos, es lo que mejor define su escritura: la conjunción indisoluble entre ficción y ensayo –o ficción y realidad, como prefieren decir otros–, que se volvió condición absoluta en él, data de hace exactamente tres décadas, cuando en 1985 publicó su Historia abreviada de la literatura portátil, breve y condensadísimo volumen de apenas ciento veintidós páginas –se habla de la edición en Compactos, de Anagrama–, compuesto por un prólogo y diez entradas, en los que da cuerpo a la nueva y contemporánea “conspiración shandy” y que, como saben quienes han leído esta deliciosa Historia abreviada…, es mucho más que un feliz pretexto literario y alcanza las dimensiones de postura o credo poético. No sin razón, con más o menos énfasis analistas y críticos literarios de todas partes han señalado que, con este volumen inicialmente mal acogido, Vila-Matas le extendió un certificado de defunción a cierta novelística y cierta narrativa que, sobre todo en su país natal, no terminaba de dar sus estertores de acartonamiento y ortodoxia con los que proclamaba su vocación, irrenunciablemente suicida, a mirar el futuro con la nuca.
En el otro extremo de la cuerda estaba Vila-Matas con esa costumbre saludable –en ambos sentidos de la palabra– de unir hasta la disolución este y aquel géneros literarios, para la confección de obras de suyo inclasificables, al menos desde la perspectiva más ranciamente canónica, y que si hoy parece algo de lo más habitual, se debe precisamente a libros como la vilamatense Historia abreviada…
De pocos autores puede decirse, como de Vila-Matas, que la suya es una sola obra por más que en su caso esté dividida en decenas de títulos, y por más que él mismo y casi todos quienes se han dado a la tarea de analizar su obra, sostengan que hay un antes y un después en de-terminado punto de su trayectoria: el propio autor lo ha dicho, como ya se señaló antes, y no sólo respecto de la Historia abreviada…, sino también respecto de Bartleby y compañía, y no es improbable que vaya a volver a decirlo en un futuro no demasiado lejano, lo cual es prueba fehaciente de un escritor –o más ampliamente y mejor dicho: de un intelecto– en evolución constante, cuya fidelidad irrestricta a sus obsesiones no lo anclan a una sola vía de búsqueda.
Tomado de El viento ligero en Parma (Sexto Piso, 2004), el fragmento a continuación es buena prueba de lo antedicho. En él, Vila-Matas hace una vez más lo que mejor sabe: narrar ensayando, ensayar narrando, pensar con la pluma en la mano mientras cuenta y contar mientras reflexiona, todo a la vez y al mismo tiempo que despliega una galería inmensa de recuerdos, citas textuales, anécdotas, nombres de amigos, definiciones y posturas literarias.



Explorador que avanza
Enrique Vila-Matas

Soy consciente de que todo cuanto la literatura puede enseñarnos (creo que lo decía un clásico, no sé cuál) no son métodos prácticos, sino sólo las posiciones. El resto es una lección que no debe extraerse de la literatura, es la vida la que debe enseñarla. Es más, tal vez sólo aprendiendo de ella uno puede acabar haciéndose con un estilo literario. Y cuando hablo de estilo me refiero a intentar lograr un espacio y un color interno en la página, un sistema de coordenadas esenciales para expresar nuestra relación con el mundo: una posición frente a la vida, un estilo tanto en la expresión literaria como en la conciencia moral.
Siempre he querido saber si estaba con aquellos escritores –Tolstoi, por ejemplo– para quienes la existencia tiene, a pesar de todas las angustias que nos crea, un sentido, una unidad. O bien con aquellos –Kafka, Beckett– que nos han revelado la insuficiencia e irrealidad de la vida, el sinsentido de ésta: todos esos escritores que nos han descubierto la imposibilidad de vivir y de escribir, y que nos han puesto en contacto con la odisea moderna del individuo que no vuelve a casa y se pierde y se disgrega, experimentando la insensatez del mundo y lo intolerable que es la existencia.
Si Claudio Magris hubiera leído esto, tal vez ahora me preguntaría –como a veces él se pregunta a sí mismo– si me reconozco más en Guerra y paz, de Tolstoi, la vida que se cuenta como si fuera una vida plena, o en El hombre sin atributos, de Musil, la vida que se disgrega en la inteligencia, o en La conciencia de Zeno, de Svevo, el más radical, irónico y disimulado viaje al centro de la nada.
Tal vez puedo creer en Dios y al mismo tiempo no creer en nada, por ejemplo. Tal vez puedo mezclar teorías opuestas. Y es más, quizá esto explique por qué a menudo escribo novelas que son mezclas de ensayos y novelas. Después de todo, bien mirada (y ahora la estoy mirando bien), la vida es una mezcla. Quizá mi viaje, el viaje de mi conciencia, sea el que va a la nada, pero construyendo un sólido y contradictorio sistema de coordenadas esenciales para explicar mi relación con la realidad y la ficción, mi relación con el mundo.
¡La realidad y la ficción! Mira por dónde he ido a parar al eterno debate de las letras españolas. Ahora que me acuerdo, ¿por qué esa manía tan española, esa afición tan nacional a preguntarme, siempre que publico un nuevo libro, cuánto hay de real y de autobiográfico en él? Da igual que publique una novela sobre un loco que anda suelto por Veracruz a que publique una sobre la vida de los esquimales en Guanajuato. Siempre la misma cuestión: ¿Qué porcentaje de verdad hay en lo que usted cuenta? Durante un tiempo, con paciencia, me he limitado a dar cuerda al reloj de Nabokov: “La ficción es ficción. Calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y a la verdad. Todo gran escritor es un gran embaucador.” Y punto. Pero ya me he cansado. Y es que, a pesar de que no hay día en que no vea borradas las fronteras entre la realidad y la ficción sobre las que bailo, la pregunta nacional sigue ahí, como un dinosaurio inamovible. ¿Hay realidad en su ficción? ¡Toma ya!, que diría Céline. Últimamente, habiendo publicado un libro sobre París [se refiere aParís no se acaba nunca, Anagrama, 2003], me limito a citarles a Boris Vian (“Todo en mi novela es verdad porque está todo inventado”), o bien a mí mismo (“También un relato autobiográfico es una ficción entre muchas posibles”), y muy especialmente a Roland Barthes: “Toda autobiografía es ficcional y toda ficción es autobiográfica.”
Yo creo que mis libros deberían ser vistos como lo que realmente siempre han sido: libros escritos por personajes de novela. Un lector me pregunta ahora: ¿Lo dice de verdad? Y añade: perdone la pregunta, pero es que soy español de la verdad cristiana. Pues claro que lo digo de verdad, le contesto, pero tenga en cuenta que la verdad no es necesariamente lo opuesto de la ficción. ¿Y está seguro de esto?, me pregunta. Pues tan seguro, le respondo, como de que un dictador (aquel que decía “españoles todos”) está bien muerto, y el realismo de la estirpe de aquel asesino también, aunque no para los españoles todos, muchos de ellos felices viviendo en la mayoría absoluta de su realismo literario de serrín y caspa. Porque España, a pesar de la tan traída y llevada modernidad de Almodóvar, sigue siendo un país nada ambiguo y muy plano y zaplano y profunda y obscenamente inculto. Véase, sin ir más lejos, la confusión de los ministros de Aznar entre autor y narrador en el caso del libro del pájaro Migoyo. En España, con notable putrefacción artística, ministros y plebe se abrazan en su única realidad posible: la mayoría absoluta de su realismo sucio de cáscaras de gambas e insulto, serrín y escupitajo.
¡Son tan realistas! Así las cosas, en casa ensayo exiliarme y luego lo cuento, explico que escribo ensayos mezclados con cuentos. Quiero seguir siendo “un explorador que avanza hacia el vacío” (Kafka), y así seguir dándole a mis palabras sentido, dándoles sombra: un sentido que dice que en mi país nada ambiguo no avanzo, pero mi vida lo hará por mí exiliándose. Y bien está que así sea, me digo, mientras pienso en aquel clásico que dijo: “Mirad cómo, bien lejos de vosotros, mi vida avanza tranquila.” Aunque no sé de qué clásico hablo. ¿Sabré en el vacío encontrarlo? No está entre los clásicos que aprecian los españoles todos. Lo sé. Por eso avanzo 

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