El escenario de la desnudez
ya no es la piel
Debate. ¿Queda algo obsceno, capaz de escandalizarnos en literatura? De Rousseau a Knausgård, lo impúdico ya no atañe al sexo sino a la honestidad brutal.
VIRGINIA COSIN
En 1765 Jean Jacques Rousseau, el hombre del comienzo y de la naturaleza, el autor de El contrato social y de Emilio o la educación , entre otras obras disruptivas, cesa su itinerante huida y se recluye en una casa de campo a escribir un libro que inaugura una forma nueva: la de la escritura de sí mismo. “Emprendo una obra de la que no hay ejemplo y que no tendrá imitadores. Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad de la Naturaleza y ese hombre seré yo.”, es el elocuente comienzo de Las confesiones .
Y para probar, apenas comienza, hasta qué punto está dispuesto a exponerse, refiere un recuerdo vergonzoso. Allí el pequeño Rousseau, al borde de la pubertad, descubre el placer que le producen los azotes de su institutriz, que le revelan “cierta precocidad instintiva de sexo”. El proyecto rousseauniano de alcanzar la sinceridad total despojándose del estilo, dice el crítico Maurice Blanchot, deja al descubierto la insuficiencia de la escritura tradicional.
Dos siglos después, cuando la sigla post se adjunta a prácticamente cualquier idea, movimiento, estética, práctica o designación de época, un escritor noruego, tras una crisis creativa, decide que quiere escribir sin floraturas, adornos, figuras ni impostaciones. Sin hacer, digamos, literatura. Se propone ser completamente honesto. Y aquello, parece, es tremendamente novedoso y hasta escandalizador, porque –más allá de que la intención de provocar se lee en el nombre con que titula el libro ( Mi lucha , al que dividirá en seis tomos) este señor (sí: hablamos de Karl Ove Knausgård) procede de manera completamente impúdica, con el corazón al desnudo, dispuesto a contar, por ejemplo, cómo –a pesar de lo mucho que los ama– quisiera que sus hijos desaparecieran. El resultado es el más literario de los efectos porque la literatura es lo esencial o no es nada.
Georges Bataille, otro lúcido crítico francés, autor del ensayo El erotismo , escribe en el prólogo a La literatura y el mal : “El Mal –una forma aguda del Mal que la literatura expresa–, posee para nosotros, por lo menos así lo pienso yo, un valor soberano. Pero esta concepción no supone la ausencia de moral, sino que en realidad exige una ‘hipermoral’. La literatura es comunicación. La comunicación supone lealtad: la moral rigurosa se da en esta perspectiva a partir de complicidades en el conocimiento del Mal que fundamentan la comunicación intensa. La literatura no es inocente y, como culpable, tenía que acabar al final por confesarlo.” Es a partir de estos dos extremos –Rousseau y Knausgård– que podría pensarse que la novedad aparece de la mano de una pérdida de pudor o de comunión con el Mal; reside en un hueco hasta entonces inaccesible, íntimo y también peligroso.
Pero ¿en qué consistiría esta pérdida de pudor, cuando los medios de comunicación, con la Web a la cabeza, han desgarrado ya todos los velos?
Para el sociólogo Jean Baudrillard la obscenidad comienza cuando no hay ni escena, ni teatro, ni ilusión, cuando todo se hace inmediatamente transparente y visible y queda sometido a la cruda e inexorable luz de la información y los medios. Repasemos: en su etimología, la palabra obsceno designa lo que queda fuera de escena. Es decir, del juego.
El lenguaje literario es lo contrario a la transparencia. Si se retiran los velos, los adornos, los disfraces, el maquillaje, lo que queda no es literatura, es falta de estilo.
Hilda Hilst fue una escritora brasileña. Nació en San Pablo en 1939 y hace un tiempo la editorial El cuenco de plata tuvo el buen tino de traducirla y publicarla en castellano. Autora de una obra vasta y ecléctica, picante y de culto, dueña de una belleza que mantuvo a resguardo porque “no se suponía que una mujer hermosa escribiera tan bien”. Lejos de mostrarse y aparecer en la escena intelectual, se recluyó en su casa Do Sol a escribir incesantemente y, entre otras, concibió La obscena señora D . Una novela breve y recargada de exquisiteces de la lengua, por momentos angustiante, que ella misma catalogó de pornográfica. En verdad, lo que quería era escribir un libro para ganar lectores y dinero. Pero se convirtió en una autora de elite. Se puede decir, de su obra, que es excitante. Estimula los sentidos y el carácter escurridizo de los hilos que forman la trama no despierta más que deseo de apresar aquello que se sabe inapresable.
Lo “obsceno” del título no es más que una figura de lenguaje cuya función es opacar el centro, difuminar el corazón de una historia e inflamar el texto de luz retórica. La literatura nunca desnuda la verdad, la escritura es velo y ese velo, a su vez, el mundo. Paul Valery decía que lo más profundo que hay en el hombre es la piel. Y lo que Hilda Hilst desnuda es la piel del poema. Como Rousseau, como Hilst, Knausgård también tiene que ocultarse para escribir. Cuando prepara el tercer tomo de su obra se ha vuelto tan famoso que sus recuerdos ya no pueden ser los mismos que habían sido, aunque el pasado siga estando en el mismo lugar. El es otro. Su autenticidad, su experimento –ser él mismo– lo convirtió en otro. Cada nuevo tomo no es, pues, una continuación, sino una interrupción que precede un comienzo. Despojarse, desnudarse, decirlo todo, abrirse, exponerse a la luz, decir la verdad, resultan tareas imposibles.
Pero si la literatura reclama para sí, cada tanto, un corte, un tajo en el telón que permita un nuevo descubrimiento de lo que ha sido ocultado por una red de conceptos, ideales, instituciones y estructuras, son los artistas quienes deben preguntarse qué es exactamente lo que se debería romper, dónde está la frontera a transgredir, dónde reside eso esencial del que habla Bataille. Guillermo Saccomanno y Fernanda García Lao son escritores, son pareja –suelen decirlo en las entrevistas que conceden a distintos medios– y escribieron un libro a cuatro manos: Amor invertido , que, advierte la contratapa, inaugura un género, “va más allá”, porque no se trata de una novela erótica sino de una novela “de coger”.
La novela adopta el género epistolar y da cita a la literatura de alcoba, a Sade, a Lautremont, al gótico. Allí, los libertinos amantes viven separados por el mar –cada uno con el corazón del otro, como en una novela de Mary Shelley– desbocados de deseo, intercambiando palabras como si fueran órganos o fluidos.
“Temí por mi ano, querido mío –escribe la que firma Guilló en la ficción– y no fue ingenuo mi recelo. No era tanto la extensión de su verga lo que me intimidó, como su descomunal grosor.” Palabras habitualmente consideradas obscenas se repiten a lo largo del texto, como un dedo insistente que busca la llaga.
Pero lo cierto es que obscenidades de esa clase hoy no escandalizan a nadie. Las escuchamos en la radio, en los programas de televisión aptos para todo público y googleando en Internet. Si en siglos pasados Sade era confinado al encierro y Flaubert o Baudelaire enjuiciados en un tribunal, hoy los autores de una novela “de coger” son entrevistados en cuanto programa o suplemento cultural encontramos.
Lo inquietante de Amor invertido , acaso, no sea su impúdica verborragia, sino lo que queda oculto debajo de esas miradas, lejos de la ficción, que se cruzan los autores en fotos o entrevistas televisivas. Porque, como apunta la psicoanalista y lingüista Julia Kristeva, “el sexo ya no es revolucionario, por el contrario, no hay nada que sea más establishment que el sexo”.
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