lunes, 7 de julio de 2014

PADRE FAULKNER, Óscar Guisoni (Buenos Aires, Argentina)

Padre Faulkner

William Faulkner.

Aniversario

No en vano fue reverenciado por los más grandes escritores del siglo XX, con García Márquez a la cabeza. Este es William Faulkner, el hombre que inventó el Sur.

Oscar Guisoni, Buenos Aires.

Publicado el: 2012-07-19

William Faulkner nació un 25 de septiembre de 1897 en Oxford, Mississippi, cuando ya la gran guerra civil había terminado y con ella el universo del majestuoso Sur que sería su casa emotiva y literaria. Su familia, heredera de la vieja aristocracia que ya nunca volvería a ser lo que una vez había sido, pronto le enseñó que había que burlarse del tiempo porque era infinito y no tenía límites y siempre podían volver los viejos fantasmas derrotados por la muerte y la guerra y todo era circular en el mundo, todo menos el Mississippi.
Tal vez porque nadie tiene más conciencia de los límites que un aristócrata derrotado por la guerra, pronto tuvo que aprender a vivir sin los viejos esplendores y comenzó a trabajar en el banco de su abuelo, hasta que llegó la Guerra y se quiso sumar, pero el ejército de EE.UU. lo rechazó por su baja estatura. Entonces se fue a Canadá y se incorporó a la Fuerza Aérea, como si volar en el tiempo en que los aviones eran apenas un experimento fuera el modo más fácil de decirle a todos que él no era ese hombre tímido que hacía un terrible esfuerzo para hablar y que apenas si podía conectarse con los demás.
Cuando regresó, el mundo había cambiado, aunque los suyos aún seguían hablando con nostalgia de ese otro mundo desaparecido, ese mundo de esclavos, plantaciones y mansiones afrancesadas que estaba destinado a transformarse pronto en su mundo, ese que lo necesitaba a él para que lo contase de una vez y para siempre. Y él también había cambiado. Seguía siendo el joven tímido que apenas alzaba la voz para hablar, pero ahora escribía poemas y leía todo lo que encontraba a su paso y no quería trabajar.
Un escritor de Oxford, su pueblo, le consigue trabajo en Nueva York, en la librería de Elizabeth Prall, la que más tarde sería la esposa de Sherwood. Pero la Gran Manzana lo intimida y regresa a probar suerte en Nueva Orléans. En 1925 se instala en el Vieux Carre, donde comienza a escribir frenéticamente entre los viejos balcones de hierro forjado y el aroma del trópico que le recuerda su casa natal. Anderson lo ayuda a publicar su primera novela, La paga de los soldados, un ejercicio de realismo atroz que plasma sus recuerdos de la guerra y que le abre la puerta a una pelea histórica con el ya célebre Sherwood, y en unos meses él está ahí, sentado sobre su ópera prima y ya sin amigos, otra vez.
Harto de sentirse en un mundo ajeno se marcha a Europa y viaja por Italia, Inglaterra, Francia y se instala en París donde lee a Joyce y se fascina con el gran irlandés al que ve con frecuencia en un café del Barrio Latino, pero al que no se anima ni siquiera a saludar.
Cuando regresa a casa, el mundo que se ha construido fatigosamente desde la Gran Guerra se vuelve a derrumbar. Corre 1929 y las bolsas deshacen las fortunas, cuando él publicaBanderas sobre el polvo. El libro logra que los críticos descubran al gran escritor que asoma por primera vez, poseído, endemoniado por ese torrente de palabras que no puede parar y que en unos meses lo lleva a escribir ese íntimo homenaje al Ulises de Joyce que es El sonido y la furia y que, ahora sí, los pone a todos de rodillas, porque el gran genio del modernismo norteamericano ya está ahí.
Pero él no se conforma ni se detiene con el éxito y en los próximos dos años produce dos nuevas obras que contribuirán al nacimiento del mito: Mientras agonizo (1930), la historia brutal de una familia de pobres desgraciados que lleva a su padre muerto en un carromato en medio de una inundación del Mississippi, construida sobre los monólogos cortos y certeros de cada uno de sus miembros, y Santuario, que publica en 1931, una novela policiaca que escribe solo con fines comerciales pero que pronto se transformará en un clásico del género.
Entonces llega Hollywood a golpear su puerta y el célebre director de cine Howard Hawks le pide que escriba para él. En esos años comienza a beber. Bebe sin parar hasta caer en coma, hasta dar lástima y pelearse con todos, incluso con su flamante mujer, Estelle Oldham, su novia de juventud con la que se ha casado en 1930 y con quien tuvo a Alabama, una niña que apenas vivió unos días y cuya muerte le produce una desazón que ahonda sus problemas alcohólicos.
La catástrofe familiar  le impone una pausa que aprovecha para madurar la próxima obra maestra y para volver a nacer, gracias al nacimiento de su hija Jill, que le traerá de nuevo fe y esperanza, dos materiales de los que están hechos también sus mejores textos. De esa vida y esa muerte surge Absalón, Absalón, la novela que le confirma a los aún incrédulos que el gran padre William ha llegado y que está en el Sur pariendo la gran literatura americana del siglo. En ella cuenta la historia de la familia Sutpen, una dinastía maldita de nuevos ricos del siglo XIX, una obra que tendrá gran influencia en los años siguientes en escritores como Onetti y García Márquez, que quedarán fascinados con el modo en que Faulkner va construyendo ese universo total que es el condado de Yoknapatawpha, escenario de la mayor parte de sus obras.
La experiencia en Hollywood acaba mal, Estelle se entera de sus amoríos con la secretaria de Howard Hawks, Meta Carpenter, y él responde con litros y más litros de alcohol que lo llevan a internarse en 1936 en una clínica de desintoxicación y a sentir que el gran torrente de tinta se ha detenido.
En los próximos años los norteamericanos dejan de leer sus libros y hasta parece que lo han olvidado hasta que llegan los europeos a rescatarlo. En 1949 gana el Premio Nobel de Literatura y sí, ahora sí, el gran padre William ya está en los cielos. Sus amigos fatigan para convencerlo de que vaya a Estocolmo a recibir el premio y cuando llega y comienza a leer su discurso lo hace en voz tan baja que nadie lo oye. Pero cuando el texto se publica todos caen rendidos ante su genio. Los que escriben, dice en ese célebre discurso, “hoy olvidan los problemas del corazón del hombre en conflicto consigo mismo que es el único modo de crear una buena literatura porque solo eso merece la pena ser objeto de la literatura, solo eso merece la agonía y el sudor”.
Con el dinero del Nobel pone en pie la Fundación William Faulkner con la que otorga becas a estudiantes pobres de Mississippi y a escritores latinoamericanos, y la influencia y la palabra del gran padre comienzan a esparcirse por el mundo. Hasta que un día de junio de 1962, cuando tiene apenas sesenta y cuatro años, sale a dar un paseo a caballo y se cae. Se cae un 17 de junio de 1962 y comienza a sentir un profundo dolor, un dolor que le sube por el pecho y se instala durante varios días, un dolor viejo como los muros de las mansiones de los Sutpen y los Sartoris, como las casas miserables de los Snopes y de los Coldfield y de los Compson, sus más célebres personajes, un dolor que ya no se va, y el 6 de julio de 1962 el gran padre William muere, si es que puede llamarse muerte a ese ataque de corazón que acaba con su vida, y el mundo de la carne y la sangre y los huesos se derrumba ya para siempre, solo para que el otro se quede ahí con nosotros para siempre.

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