NARRATIVA
de
Benjamín A. Araujo M.
PRESENCIA
Aquella viejecita, encorvada, casi
ciega y desdentada que vivía junto a la casa de mis padres, cuando era niño,
siempre me pareció un dechado de jovialidad, pese a su aspecto.
Me agradaba. Simple y llanamente, me caía bien. Era una tipa amable, muy platicadora, que siempre buscaba el modo de contarnos -sobre todo a los niños del vecindario- alguna anécdota vivaz, alegre, con alguna carga de moraleja con que la salpicaba.
Hasta después de que dejé la casa. Cuando estuve estudiando y trabajando en la capital, y más tarde en Guatemala, inopinadamente me llegaba su imagen y me hacía preguntarme cómo era posible que mantuviera ese talante cuando que todos sabíamos que vivía sola.
Sola y su alma, con un gato de angora y
un par de canarios -¿serían siempre los mismos?-, como únicas compañías.
Me lo pregunté de modo recurrente en la medida en que me fui haciendo adulto y, precisamente por la soledad, el carácter se me fue agriando día con día.
El tiempo pasó. Volví al pueblo. Mis padres ahora eran lo más parecido a aquella anciana, por lo menos por los años que cargaban a cuestas. Luego de una larga plática con ellos que duró varias horas, y de externarnos mutuamente el gusto por el reencuentro, salió a colación el caso de doña Rosita, que así se llamaba.
Fue el modo en que me descubrí por qué, hasta su muerte, ya nonagenaria, consiguió permanecer con esa alegría que le iluminaba la mirada.
La anciana había muerto de improviso, víctima de un problema cardíaco. Los vecinos, que en general le guardaban un grande afecto y una consideración entrañable, bien ganados por su manera de ser, se encargaron de los funerales. No parecía tener parientes, ni jamás habló con nadie de ellos. Pero una vez cumplida la solidaria tarea vecinal, los más cercanos a doña Rosita se reunieron, entre uno y otro rezos del rosario, para repartirse los escasos bienes de la anciana. Una comisión de mujeres se dio a la tarea de hacer una rápida limpieza del lugar para separar en dos simples rubros los enseres: los que habrían de repartirse y los que irían a la basura o a una pila que sería respetuosamente quemada para que los recuerdos no quedaran dispersos y volaran a anidar a sitio alguno que no les correspondería en todo caso.
El hallazgo lo hizo mi madre. Horrorizada me contó cómo en un enorme y bello ropero de cedro, junto a cartas de amor y el no menos amoroso diario de doña Rosita estaba, perfectamente momificado, de pie, el que fuera marido de esta señora. Los vecinos, luego de hablar con la policía, ya no quisieron guardar ningún recuerdo de la difunta.
SILENCIO
Cuánto tiempo había tardado para poder
acallar aquél ruido que taladraba su cerebro. Era imposible precisarlo. Los
parámetros con los cuales nos hemos acostumbrado a medir todo se pierden en
situaciones irregulares. Y aquella lo era, sin duda alguna.
Por eso cuando regresó a aquél agujero de donde nunca debió haber salido, pudo tomar algunas notas, garrapatear ciertos detalles, pero omitió, porque no había de otra, toda referencia a tiempo, clima y ciertas dimensiones espaciales.
Pocos podían haber sobrevivido a aquella experiencia. Era como haber sido enterrado en vida. Como quedar confinado en un apando existencial que no parecía tener el menor futuro; pero además, por el ruido infernal que parecía desplazar cualquier idea del cerebro, tampoco hubo, durante ese indefinido pero extenso lapso, posibilidad de acuñar algunos pensamientos, ciertas reflexiones; de aquella experiencia sólo quedaban sensaciones, profundos recuerdos de angustia y de dolor. Casi ninguna otra idea.
De aquellas notas habría de surgir todo un cuadernillo de deshilvanadas reproducciones de aquel tiempo. Cuando recogieron su cadáver, algún rescatista se echó en el bolsillo trasero del pantalón el cuadernillo. Nadie más reparó en él. En los diarios se habló, durante tres o cuatro días, de lo que mencionaba la policía: pudieron haber sido ocho meses o un año, acaso más, lo que duró aquella situación para el hombre desconocido que resultó víctima de no sabía quienes, ni por qué.
Si se les hubiera ocurrido preguntar a los rescatistas hubieran localizado al hombre que se llevó la libreta, y en ella hubieran encontrado, sin duda, la clave del misterio. Pero no lo hicieron. Ni el hombre que se hizo del manuscrito tuvo la sensibilidad para desentrañar aquellos mensajes. No le interesaron. No le importó que el autor de esos trazos pretendía comunicarse desde aquél más allá con el resto del mundo; ni mucho menos que algunas de las informaciones tuvieran como referente a familiares, amigos o vecinos. Si eso no les interesó, ya ni qué decir de los momentos, así fueran breves, en que desde aquél agujero pretendió tocar la inmortalidad con dos o tres frases bien pulidas.
El rescatista, luego de hojear la libretitita y desprender de ella un bostezo, se encaminó al calentador de leña y la arrojó al fuego. Mientras desaparecían aquellos indicios, se tumbó en la hamaca a leer su diario deportivo.
Casi al mismo tiempo, las autoridades correspondientes llevaban al cabo el depósito del cuerpo, en la fosa común, de quien no pudo ser identificado.
AUSENCIA
Toda la tarde leyendo, le había
provocado a Andrés el crónico dolor de cabeza que si bien no era tan frecuente,
pues aparecía por ahí cada uno o dos meses, dependiendo de la fruición con que
se dedicara a leer y a escribir, resultaba no sólo molesto, sino exasperante.
Misántropo empedernido, Andrés se refugiaba en su soledad con la compañía de un diario personal que le obsesionaba desde hacía cuatro años. Buen lector, por lo menos constante y vicioso de los clásicos griegos, fatigaba sus angustias entre la una y la otra actividades. Horas y en veces días completos encerrado en su estudio, únicamente bajando a recoger los diarios para darles una mala ojeada -y una extensa deshojada- y para ingerir frugales dietas, le iban alejando de sus hábitos sociales.
Amigos, siempre tuvo pocos. Pero ahora prácticamente habían desaparecido de su panorama personal. Esas costumbres de Andrés promovían entre sus vecinos, ex-compañeros de oficina y poco frecuentadas amistades de antaño, el cuchicheo en torno a su persona. No faltaba en ese sentido quien se preocupara por el énfasis de este cuarentón, siempre libre de ataduras políticas o religiosas, puesto en haberse ausentado por un acto de voluntad del mundo cotidiano.
Ahora bajaba del estudio por esa chirriante escalinata de madera que tanto le gustaba desde niño y que le provocaba ramajes de recuerdos. Desde que decidió vivir con Laura, rescató la vieja casona familiar en donde dos generaciones de sus antecesores habían vivido. Ahí sus progenitores vivieron siempre, desde sus abuelos paternos; fue ese, en tiempos en que no se estilaban los sanatorios de maternidad, el lugar de nacimiento de él mismo y de dos de sus hermanos, y el de desarrollo para los cinco hijos que procrearan sus padres.
Pero todos, por causas diversas conectadas con la necesidad de huir de la asfixiante provincia, desde su párvula adultez habían emprendido el vuelo y, aún más, perdido todo contacto con los viejos y con aquella casona.
Luego vendrían el fracaso matrimonial de una de sus hermanas, los problemas legales con un banco del que fue gerente el hermano que seguía de Andrés y el accidente que provocó la muerte de sus padres, lo que reunió a su familia inmediatamente otra vez en la tierra natal, con excepción de él, prácticamente perdido en Italia, especialmente en Florencia, en donde se dedicó con cierto éxito, que le había permitido encarnar en Europa, a realizar trabajos de traducción, aprovechando el boom de la novelística latinoamericana. Allá conoció a Laura, chilena y traductora como él. En Florencia se enamoraron y se hicieron amantes. Pero fue hasta que regresó a la tierra nativa que tomaron la decisión de comprometerse a vivir juntos. Ella no conocía México, y él era prácticamente un fantasma, un desconocido con ciertas raíces sanguíneas, pese a lo cual decidieron correr el riesgo y vivir la aventura del retorno de Andrés, juntos.
Fueron largos dieciséis años sin el menor contacto con los suyos; ni parientes, ni amigos. Por un lado se encontró con la sorpresa de la muerte de sus padres, la vieja casona abandonada y cerrada desde el fallecimiento de ellos, a sus hermanos ya nuevamente prendados a su ciudad natal pero sin interés por remover los recuerdos, ni siquiera por pelear lo que hubiera sido magra fortuna, pero herencia al fin, de haberse decidido a vender la finca, con más de dos mil metros cuadrados de extensión, de los cuales por lo menos setecientos eran de construcción laberíntica, modestamente neoclásica, con extensos cuartos e infinidad de escaleras; el desinterés de los hermanos por la casa, cuatro años antes, había facilitado que él tomara la decisión, entre por la gana de reconquistar un espacio infantil que le agradaba e impelido por la necesidad, de vivir con Laura en la casona. Ninguna dificultad para realizar ese proyecto. Es más, sus hermanas fueron las primeras que le indujeron a hacerlo y ellas mismas, gustosas por ver al hermano pródigo, tomaron algo de sus ahorros para reacondicionarle el vetusto edificio.
Fueron años agradables los dos primeros que pasó ahí con ella. Consiguió para ambos, por vía de los contactos de otro de sus hermanos metido en la política local, sendos trabajos de corrección de estilo y pruebas en la editorial del ayuntamiento. No era mucho lo que pagaban. Pero como la misma Laura decía: con esta tranquilidad, un poco de queso y pan y de cuando en vez un buen vino, las cosas se acercan al paraíso terrenal, habiendo amor.
Y lo había. Andrés y Laura habían conseguido con la intensidad del trato y muchas cosas en común, a adivinar la manera para mantener al otro a gusto. Esto lo observaban los cuatro hermanos de Andrés y, aunque no dejaban de reconocer que luego de tantos años de ausencia les había llegado del cielo un hermano que muy poco reconocían, se solazaban en el hecho, procurando no interferir en las evidentes manías poco sociables que -decían ellos- había adquirido su hermano en Europa.
Pero al paso del tiempo, y con estrecho círculo de amistades conseguido en el lugar de trabajo, la pareja fue alejándose de la familia y más tarde incluso de ese pequeño círculo que quedó interrumpido justo en ocasión de una intempestiva decisión de los dos: dejar la tarea de correctores de estilo y pruebas en una inexplicable, tajante e irrevocable renuncia puesta en manos del jefe mutuo en un documento conjunto.
No hubo más. De ahí, casi enseguida, cuando llegaron a encontrarse ocasionalmente con Andrés, los antiguos compañeros de labores notaron el trato huraño, hosco, las desganadas explicaciones que eran inconclusas evasivas sin respuesta y sobre todo la reiterada actitud de nunca abrir la puerta cuando iban a tocar para visitarles, intentando reanudar lo que llegaron a hacer en ese breve período entre su llegada al trabajo y la renuncia. A Laura nunca más nadie la vió. Aunque él asegurara que se encontraba en casa, realizando trabajos personales.
Muchas cosas se dijeron. Pero todo eran rumores, chistes de factura negra, especulaciones.
Ese día, luego de leer intensamente y bajar del estudio para cenar un poco, pensando en que acaso eso le podría quitar el dolor de cabeza, Andrés cavilaba sobre su relación con Laura, y pensaba en ella, nostálgico. La verdad es que la ausencia de ella le pesaba, le dolía.
Después de cenar poco de pan de centeno con dos delgadas capas de jamón y un poco de queso, Andrés confirmó su idea, inaplazable: el diario le exigía contarlo todo: anotaría en detalle lo sucedido y con el cuaderno de notas iría a entregarse a la policía.
Meses después, ya en la celda, más solo que nunca y desdeñado por todos, Andrés se arrepentía con amargura por haber dejado ir a Laura. Su amor cambió fácilmente a odio. A fin de cuentas, pensaba, ella no va a cargar con el asesinato de mis padres, ni va a tener los remordimientos que me acechan, pese a ser tan culpable como yo...
VECINAS
Eran bellas, bellísimas. Llegaron más o menos poco después
de que había empezado la primavera. Las dos con un porte y una sensualidad
impresionantes. Una, de enormes pestañas y cabellera rubia; la otra, con una
boca de una sexualidad apabullante y de una espesa, negra, abundante pelambre.
Las miré, me miraron. Estoy seguro que no les caí mal, porque incluso tuve la
impresión de que, coquetas, ambas me sonrieron, mirándome de soslayo; y aunque
no me hubieran sonreído, me vieron, de eso estoy cierto y con eso me basta.
Cuando llegaron, no lo podía creer. Ese par de hembras tan bien dotadas, de pronto, de la noche a la mañana, convertidas en mis vecinas, a un lado de mi casa, que desde ese momento se convirtió para mí en una verdadera prisión por saberlas a mi lado y yo en la imposibilidad de hacer otra cosa que mirarlas, obsesiva y eróticamente: mirarlas.
Desde el día en que llegaron creo no haber hecho otra cosa que mirarlas. Si acaso interrumpía ese ritual admirativo sólo para medio comer y dormir un poco, dejaba a medias esas labores a las que la fisiología me obligaba y volvía a asomarme por una especie de ventana que me permitía indefectiblemente verlas, no perder ni uno solo de sus movimientos.
Es imposible mentir y dejar de confesar que a unos pocos días de la llegada de este par de virtudes corporales, yo era un enfermo enamorado que no podía hacer a un lado los sueños y las ideas eróticas. Deseaba poseerlas, no lo niego, ansiaba hacerlo; no pensaba en otra cosa que no fuera estar encima de ellas, copulando; primero sobre una, luego sobre la otra; así: de ser factible hasta la eternidad.
Me creía con tal ardiente deseo que hubiera apostado mis pobres posesiones a que tendría la fortaleza de estar en tratos carnales con las dos, al mismo tiempo, por siempre: incansablemente.
Creo que hasta perdí peso. Me puse triste y ojeroso. Y hubo ocasiones de desventura y desesperanza en que llegué a planear el suicidio. Pero la idea, ya un poco más reposado, me pareció ridícula: ¿qué se iba a decir, en un momento dado, en las páginas de los diarios, de un burro que se quita la vida en un zoológico, al parecer por el imposible amor que sentía por las yeguas de una jaula contigua?...
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