viernes, 4 de enero de 2013

SAMUEL BECKETT BAJO INFLUENCIA



El escritor irlandés John Banville analiza la perdurable fascinación que sentía Beckett por la pintura de Cézanne o Poussin y de qué manera otros artistas, como Caspar David Friedrich, pudieron inspirarlo para crear una de las obras más innovadoras del siglo XX.

POR JOHN BANVILLE

Si bien los grandes escritores modernistas del siglo XX se caracterizaban por su erudición artística, Samuel Beckett era más erudito que la mayoría. Leía profusamente en media decena de lenguas y conocía casi toda la literatura occidental, desde los clásicos hasta sus contemporáneos. También sentía un profundo amor por la música, sobre todo la de Schubert, y era un pianista entusiasta. Pero era la pintura lo que más pasión le generaba, y el interés que le despertaba era, según las palabras de su biógrafo, James Knowlson, “muy serio y perdurable”.

En ese terreno Beckett era, como en todo, exhaustivo. Knowlson sugiere que su capacidad de detectar hasta las afinidades más sutiles entre pinturas de diferentes autores y períodos indica que tenía una memoria fotográfica. Su amigo, el pintor Avigdor Arikha, dijo, según cuenta Knowlson, que Beckett “podía pasar una hora frente a una sola pintura, observarla con intensa concentración, saborear sus formas y colores, leerla, absorber hasta su más mínimo detalle”.

Dada esa capacidad de concentración, no es extraño que pasara buena parte de su tiempo en las grandes galerías, en especial en los primeros años. Hasta solicitó –sin éxito– un empleo como curador asistente en la National Gallery de Londres, y cuando vivió en la ciudad durante casi dos años tras la muerte de su padre, en 1933, la National era un lugar que visitaba de forma habitual. Se encontraba en Londres para someterse a un tratamiento prolongado con el famoso psiquiatra W.R. Bion, y sin duda la tranquilidad de las galerías de Londres –además de la National estaban la Tate, la V&A, la Wallace Collection y Hampton Court– y la belleza de las pinturas constituían un bálsamo para su alma atormentada.

Le gustaban en particular Poussin y los maestros holandeses de la Edad de Oro, además de, por supuesto, Caspar David Friedrich, cuya pequeña pintura “Dos figuras contemplando la luna” fue una de las fuentes de inspiración para Esperando a Godot. Por momentos, sin embargo, Beckett el innovador e iconoclasta artístico daba muestras de una violenta impaciencia ante la seguridad y el aplomo de pintores a los que tenía en gran estima. En 1934, después de ver los Cézanne de la colección de la Tate, le escribió a su amigo Thomas MacGreevy, que se convertiría luego en director de la National Gallery de Dublín: “Qué alivio el Mont Ste. Victoire después de tanto paisaje antropomórfico: van Goyen, Avercamp, los Ruysdael, Hobbema, hasta Claude…”, en relación con cuyo trabajo el de Cézanne está “vivo como lo están un regazo o un puño”.

En ese momento, Beckett buscaba con desesperación una salida del impasse artístico en el que estaba atrapado y del que no empezaría a escapar hasta la famosa revelación –en el muelle Dun Laoghaire una noche tormentosa al final de la guerra, que se describe a medias en La última cinta de Krapp (en realidad, como Beckett le insistió a Knowlson que aclarara, no fue en Dun Laoghaire sino en la habitación de su madre donde experimentó la “revelación”)–, cuando por fin comenzó a “escribir las cosas que siento”.

“Comprendí que Joyce había avanzado todo lo posible en la dirección del mayor conocimiento, en el control del propio material. Siempre estaba sumándole cosas; no hay más que ver sus pruebas para comprobarlo. Comprendí que mi camino estaba en el empobrecimiento, en la falta de conocimiento y en la eliminación, en restar más que en sumar.”

Como bien destaca Knowlson, “al definir lo que veía como el reconocimiento de Cézanne de que el paisaje no tenía relación alguna con el hombre, que el hombre le era por completo ajeno (Beckett) definía un punto de vista que tenía una emocionante similitud con el suyo...” En otra carta a MacGreevy, Beckett escribió:

“Lo que siento en Cézanne es precisamente la ausencia de una relación que estaba muy bien para Rosa o Ruysdael, para quienes el modo animista era válido, pero que habría resultado falsa en él, dado que percibía su inconmensurabilidad no sólo con vida de un orden tan diferente como el paisaje, sino hasta con la vida de su propio orden, hasta con la vida (…) como algo que operaba en él.”

La realidad de esa “inconmensurabilidad” general, del lugar del hombre como figura en un paisaje –una mera figura en un paisaje hostil o por lo menos indiferente– era que, como descubrió esa noche en el muelle en la tormenta o por la tarde en la habitación de su madre, tenía que encontrar una forma de afirmarse en su trabajo con pleno reconocimiento de la amarga ironía implícita en ese esfuerzo de afirmación.

La paradoja, sin embargo, es que, a su manera, Beckett era un paisajista de la vieja escuela. No suele destacarse la inteligencia y la ternura con que Beckett escribe sobre la naturaleza. Hasta en los pasajes de humor negro de Watt, la novela que publicó después de la guerra y que probablemente sea el primero de sus trabajos que la “revelación” estructura, hay partes de extraordinaria belleza y hasta de encantadora simplicidad como este, en el cual el misterioso caballero de “exquisito delantal de género verde”, que hace una “breve declaración” de veintiséis páginas de corrido, parece abandonar la confiable diversidad de la naturaleza, pero logra plasmar el ciclo de las estaciones con el afectuoso detallismo de un Hobbema o un Ruysdael, o hasta de un Brueghel:

“Los crocus y el alerce reverdeciendo cada año una semana antes que los demás y las pasturas rojas de placentas de oveja no comidas y los largos días de verano y el heno recién segado y la paloma por la mañana y el cuclillo por la tarde y la codorniz al crepúsculo y las avispas en el dulce y el olor del tojo y el aspecto del tojo y las manzanas cayendo y los niños caminando en las hojas muertas y el alerce poniéndose marrón una semana antes que los demás y las castañas cayendo y los vientos aullando y los cascos sobre el camino y el cartero escuálido silbando Las rosas florecen en Piacardía y la lámpara común de aceite y por supuesto la nieve y sin duda el aguanieve y dios te bendiga el barro y cada cuatro años la debacle de febrero y las interminables lluvias de abril y los crocus y luego todo el maldito asunto volviendo a empezar.”

Podrían encontrarse peroratas similares y hasta de una ternura más triste incluso en los últimos trabajos más austeros. En momentos en que defendía el severo minimalismo de su amigo el pintor holandés Bram van Velde, en su propio trabajo producía algunas de las celebraciones más exuberantes del mundo natural, como en las tres novelas de la trilogía y en piezas como De un trabajo abandonado. Incluso sobre el final, luego de los estudios áridos y deshumanizados de la década de 1970, volvió, en Compañía, al mundo primaveral de su infancia al pie de las montañas de Dublín y, en la belleza sobrecogedora deMal visto mal dicho, al paisaje invernal nevado en torno de su cabaña en el campo en Ussy sur Marne. En esos trabajos, el mundo animal y vegetal se presenta con brillante economía de recursos:

“Y que corderos. Ni rastros de retozo. Manchas blancas en la hierba. Lejos de las ovejas distraídas. Inmóviles. Luego un apartamiento momentáneo. Luego inmóviles otra vez. Pensar que hay vida inmóvil en esta época. Suavemente suavemente.”
Ni el propio Cézanne podría haberlo hecho mejor.

(c) John Banville
Traducción: Joaquín Ibarburu

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