Dos escritores bajo la misma piel
Entrevista. Ganador del Príncipe de Asturias de las Letras 2014 y candidato al Nobel desde hace algunos años, John Banville habla de los libros que firma con su nombre y los que escribe como Benjamin Black.
POR BARBARA ALVAREZ PLA
Un irlandés en Buenos Aires. John Banville visitó la Argentina por primera vez para participar de la 41° Feria Internacional del Libro.
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Apenas se acercaba a la adolescencia, pero ya sabía que quería ser escritor. Lo supo el día en que su hermano, que se había ido a vivir a Africa, le envío un ejemplar de Dublineses , la obra en la que James Joyce desnudó el alma social de la Irlanda de principios del siglo XX. “Ese libro fue para mí una revelación, porque me hizo dar cuenta de que para hacer buena literatura no era necesario inventar historias”, afirma el escritor irlandés John Banville, invitado estrella de la Feria del Libro de Buenos Aires, al tiempo que se acerca a los labios una copa del mejor vino blanco. “Comprendí que bastaba hablar de los aspectos más mundanos de la vida cotidiana”, continúa, y cuenta que después, al terminar el libro, se sentó al frente de la máquina de escribir –una Remington negra– que le había prestado su tía Sadie y comenzó a escribir historias cortas. “Escribí varios horribles relatos que no eran más que malas copias de los textos de Joyce”, explica y reconoce que los tiró todos a la basura unos cuantos años después, “pero de algo sirvieron porque así es como empecé a convertirme en escritor”.
Banville nació en Wexford, al sudeste de Irlanda, en 1945 y asegura que tuvo una infancia feliz, “lo peor que le puede pasar a un escritor”, dice con un gesto en el que conviven una sonrisa y un suspiro. Sin embargo, su prolífica obra le ha dado más de una alegría: en 2005 recibió el Premio Booker Man por su novela El mar y el año pasado fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y su nombre aparece hace años en las listas de candidatos al Premio Nobel. Desde su primera novela, Long Lankin , una colección de relatos que publicó en 1971, ha escrito más de quince títulos entre los que se destacan El libro de las pruebas , El intocable , Eclipse , Los infinitos y Antigua luz , novelas que, escritas con una prosa impecable, apelan a la memoria y el paso del tiempo.
Pero ahí no termina su producción porque en 2005, a la edad de 60 años este escritor de hablar pausado, que decidió no ir a la universidad porque “quería ser libre” y que, ahora a veces confiesa lamentarlo, comprendió que, en su interior, había también otra persona: un oscuro álter ego que personificó en Benjamin Black, el seudónimo con el que, al año siguiente, comenzó a firmar sus novelas policiales, todas ellas protagonizadas por Quirke, un depresivo forense habitante de la Dublín de los años 50. Fue de este modo que, en 2006, se publicó la primera de sus aventuras, Christine Falls . Después vinieron, entre otras, Elegía para Abril , Muerte en verano , Venganza , Ordenes sagradas y La rubia de ojos negros , en la que hizo suyo al detective Phillip Marlowe, salido en origen de la pluma de Raymond Chandler.
John Banville y Benjamin Black son la misma persona y a la vez son escritores diferentes, con inquietudes diferentes, estilos diferentes y distintas necesidades. Si los referentes literarios del primero, que gusta de utilizar una prosa preciosista para construir textos a modo de catedrales barrocas, son, como él mismo indica, escritores como James Joyce y Samuel Beckett, al que define como su “ejemplo para no claudicar”, el lenguaje de las novelas escritas por Black es ágil y los diálogos sencillos y directos corren por sus páginas a la velocidad del thriller . Además, reconoce como padres literarios a escritores muy diferentes: él se nutre de autores como Raymond Chandler o James M. Cain, el autor de El cartero siempre llama dos veces . “He leído policiales toda mi vida”, dice el autor mientras le pide al mozo otra copa de vino.
–¿Por qué decidió comenzar a escribir libros como Benjamin Black?–Hubo dos razones, la más simple es que me habían encargado un guión para la televisión que después nunca se hizo y nunca me pagaron. Entonces pensé, ya sé lo que voy a hacer, voy a convertirlo en una novela. Y así nació Christine Falls . Después empecé a leer a Georges Simenon, él es de alguna forma el padre de Benjamin Black. Estaba a punto de cumplir los 60, y necesitaba alguna aventura nueva en la que embarcarme, fue como hacer una travesura, además, ya me había dado cuenta de que no iba a hacerme rico como John Banville y decidí que sería Black el que me haría ganar una fortuna… cosa que, por ahora, no pasó.
–Banville y Black, ¿trabajan de formas muy diferentes? ¿Cómo se maneja esa ambivalencia?–Los dos soy yo, en realidad los dos soy yo (el escritor apunta esto a modo de confesión, en voz bien bajita y con un dedo sobre los labios, es humor irlandés). Ahora en serio: trabajan de formas completamente distintas, partiendo de que a Banville le interesa lo que la gente es y a Black lo que le interesa es lo que la gente hace. Escribimos con materiales distintos y de formas distintas. A Banville le lleva de tres a cinco años escribir una novela y Black lo hace en tres meses. Banville escribe a mano, con pluma, en unos hermosos cuadernos que me hace un amigo mío, y Black escribe en la computadora. Banville está tratando de hacer arte y Black… no creo que esté interesado en hacer literatura. Ni siquiera creo que compartan lectores, tienen un público muy diferente.
–¿Quién es mejor escritor?–¡Los dos son muy buenos! Ahora en serio, lo que hacen es tan diferente que no se puede comparar. Me parece que cada uno lo hace lo mejor que puede.
–Son diferentes, pero más allá de los crímenes que aparecen en las novelas de Black, hay temas que aparecen en los dos: la memoria, el paso del tiempo, la identidad. Vemos esos temas en novelas de Banville como El mar oAntigua luz, pero también en obras de Black, como Ordenes sagradas.–Sí, es cierto. Lo que pasa es que cada escritor escribe siempre el mismo libro y vuelve sobre él una y otra vez. Yo vuelvo todo el tiempo al pasado, no porque crea que fue un tiempo mejor, sino porque lo siento más vívido, más luminoso que el presente. Trato de saber por qué pero no puedo y ese misterio me obsesiona. Pero ¿no estamos todos obsesionados por el pasado? Vivimos en el pasado, el futuro no existe y el presente tampoco porque al segundo ya es pasado. El pasado es lo único que existe. Pero el pasado no es sólo ese lugar más luminoso en el que cae el presente, es un lugar donde todo lo que hacíamos parece tener más sentido que lo que hacemos en el presente.
–Quirk, el forense que protagoniza las aventuras de Benjamin Black, vive en el Dublín de los años 50 y es un ser depresivo e insatisfecho. ¿Es una personificación del carácter irlandés de aquella época?–Sí, supongo que sí. Es cierto que es profundamente infeliz, porque está profundamente dañado desde la infancia. Ese periodo de la historia de Irlanda fue oscuro. La Iglesia Católica controlaba todo y nosotros no teníamos ni idea de que estábamos regidos por una banda de hipócritas que nos estaban mintiendo. Pensábamos que los curas eran buena gente. Mi madre, que era muy devota, solía darme un consejo, me decía: “Está todo bien con el cura, pero no como para meterlo en la casa”. Tampoco quiero ser injusto, algunos eran decentes, tampoco se les puede echar la culpa de todo. Me parece injusto juzgar a la gente del pasado porque las cosas no se pueden ver con claridad en el momento en que uno las está viviendo. Pero sí, eso es Quirk. Cuando lo creé, tomé la determinación de que sería un hombre de su tiempo. No sé, cuando miramos al pasado y vemos las cosas que se hacían nos alarmamos, pero si hubiéramos estado allí, probablemente habríamos hecho lo mismo. Es posible que dentro de 100 años estudien cómo vivíamos nosotros en los 2000 y piensen con asco, “¡comían animales!”. De todos modos, tengo que decir que en la próxima novela de Black que saldrá a fines de este año, Quirk se enamora de una psicoanalista austríaca, así que supongo que será un poco más feliz.
–Pero en las novelas de Black, como En busca de April u Ordenes sagradas se sienten sus ganas de rendir cuentas con su país y también con la Iglesia.–Claro, fue terrible lo que la Iglesia Católica le hizo a mi país durante mi juventud y eso me llevó a estar muy enfadado con ella, pero yo no tengo ningún trauma. Bueno, mi crianza católica me dejó una enorme dosis de culpa, pero eso, lejos de entorpecer el trabajo, es lo mejor que le puede pasar a un artista. Recuerdo que un poeta me hablaba una vez de sus padres y me decía que los odiaba. Yo lo miré y le dije que yo amaba a los míos y él se puso muy serio y casi me dio el pésame, “tienes un problema”, me dijo.
–¿Qué es lo más importante para Banville cuando escribe?–El lenguaje. Esa es la razón por la que escribo. Pienso que la oración es el mejor invento del ser humano. Las civilizaciones hubieran existido igual si nunca se hubiese inventado la rueda, pero sin frases no habrían podido. Con ellas pensamos, nos expresamos, declaramos el amor y la guerra. Nuestras leyes son frases, es cómo vivimos. Todo lo que el ser humano implica una oración y si un escritor no trata todo el tiempo de hacer frases hermosas, de darles la mejor forma posible, entonces debería dejar de escribir. Yo corrijo todo el tiempo, no dejo de revisar ninguna frase hasta que me parece que se acerca a la perfección, claro, no lo consigo nunca y en algún momento tengo que parar, confío en que esa sucesión de oraciones vaya escribiendo el libro por mí. El ritmo de las oraciones es de suma importancia. Según lo veo yo, lo más importante que debe tener una novela para ser una buena novela es estar escrita de forma hermosa. Nada de lo demás importa. Yo quiero escribir obras de arte y dejarlas en el mundo, no me interesan los temas políticos o sociales. Tampoco sé nada de lo que pasa en el mundo, soy una persona que se pasa los días sentado en un escritorio.
–¿Eso es lo que busca Banville cuando escribe? ¿La perfección?–Sí, busco la perfección en el lenguaje y el ritmo, pero además, cuando escribo estoy tratando de hacer arte, lo que significa hacer algo que sea estéticamente satisfactorio, que dé a los lectores la sensación de que está vivo y si de paso puedo sacar alguna idea de mi cabeza… tengo un amigo que es compositor y dice que a veces siente un grito en su cabeza y para sacarlo tiene que convertirlo en una canción y a mí me pasa igual. No podría no escribir, no hay forma. Para mí escribir es como respirar, si no escribo me muero.
–En más de una ocasión aseguró que sus libros lo aburren, que le dan “vergüenza”, incluso que los odia, ¿por qué no le gustan?–Sí, los odio, porque son libros perdedores, tienen que serlo obligatoriamente. Eso es lo que Henry James llamaba “la locura del arte”. Si convenimos que como todo aquel que pinta un cuadro, escribe un libro o compone una canción, busco la perfección, que obviamente es algo que no existe, cualquiera de mis libros será siempre un perdedor. La única pregunta posible en esto es ¿qué tan bueno será mi próximo perdedor? De cualquier modo, nunca son lo suficientemente buenos.
–Cuando El mar ganó el Booker, usted dijo que se alegraba de que al fin se lo hubieran dado a una obra de arte. ¿Cree que ese libro se acerca a la perfección?–No, en realidad ni siquiera es mi libro favorito; el que más me gusta es Los infinitos . De todos modos, mi mejor libro será el siguiente, siempre. Estaba bromeando cuando di el discurso y, al mismo tiempo, diciéndoles a los ingleses: “Miren, me llevo su premio”. Pensé cuánta gente me estaba odiando en esos momentos y fui travieso. Quería que me odiaran más y me tildaran de arrogante.
–¿Cómo fue la experiencia de traer de vuelta a la literatura a Phillip Marlowe en La rubia de ojos negros?–Fue grandioso, yo empecé a leer a Raymond Chandler muy joven y fue otra revelación par mí, como con Joyce. Además, lo que más le importaba a Chandler era el estilo, el lenguaje, y en eso nos parecemos. Pero no voy a escribir ninguna novela más de Marlowe, sería agotador y me estaría repitiendo.
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