La palabra del amor en palabras de todos los días
No es fácil entenderse con Teresa de Ávila. Sin la curiosidad psicoanalítica o el privilegio del fervor religioso, no es una tentación entrar a esa prosa del siglo XVIque la ignorancia se empeña en corregir. Sin embargo, una vez superado el bloqueo del prejuicio, cuando la mirada se deja llevar por la obra de esta personalidad excepcional, ya no hay regreso, porque esta escritora nacida en Ávila hace quinientos años, elevada a la categoría de santa en 1622, es más contemporánea de lo que cabría esperarse.
¿Qué pueden tener de actualidad literaria las revelaciones de una monja que estaba convencida de tener encuentros amorosos con Dios, y que además los escribía? Fue Teresa quien, al testimoniar los encuentros con su amante en El libro de la vida, introdujo el yo subjetivo en la literatura, saltando a la modernidad en plena Edad Media. Poco después vendría Montaigne y más tarde Rousseau, pero primero la santa, la que no sabía latín, la que escribía porque se lo ordenaba su confesor, y la que “poquita cosa podía hacer” en comparación con los nobles y cultos hombres.
Teresa tenía temple de guerrera. Nacida en 1515 en el seno de una familia de judíos conversos, en una España donde el fundamentalismo religioso se imponía a sangre y fuego, a los siete años se escapó junto a su hermano para ir a evangelizar a los moros, pero no llegó muy lejos. Algún amigo de la familia descubrió muy pronto a los niños y los devolvió a casa. Teresa comprueba muy pronto que en el rol de las mujeres no había lugar para ser soldado de Jesús. Entonces será el amor en vez de la guerra. A los veinte volvió a huir de su casa y se fue al convento. Y aunque el lugar elegido no era de su gusto, por demasiado mundano y frívolo, allí se quedó veinte años hasta que contrajo una grave enfermedad, no se sabe cuál, y entonces se dedicó a lo suyo. Compró una casa con la ayuda de una amiga viuda y allí instaló el primer monasterio, el convento de San José, en Ávila, con una docena de monjas que vivían en la pobreza y practicaban la oración en clausura total. Es la primera de sus “moradas”, la que después iba a conformar la orden de las Carmelitas.
“Y ansí determiné a hacer eso poquito que yo puedo y es en mí”, escribe Teresa.
Comenzó así para Teresa la empresa de las Fundaciones; de la guerra entre “calzadas” y “descalzas”. Una empresa que duró quince años, entre epistolarios y conflictos, y concluyó con la separación de las dos órdenes y la fundación de la orden de las Carmelitas descalzas. Andariega e inquieta, con problemas de salud constantes, Teresa funda diecisiete conventos, y al mismo tiempo escribe Las moradas del castillo interior, El camino de la perfección, y sobre todo El libro de la vida, que cayó en sospecha de la Inquisición, al igual que muchos de quienes la habían apoyado, entre ellos San Juan de la Cruz, aliado en su causa y confesor de uno de los conventos de la orden.
Teresa muere en pleno viaje en medio de visitas organizativas a sus conventos, el 4 de octubre de 1582.
Llama la atención la osadía de Teresa. Hablar de sí misma, hacerse sujeto, y en primera persona, no era natural ni sobreentendido. ¡Mucho menos siendo mujer! Antes de ella, sólo San Agustín había incursionado en la escritura en esa forma. El libro de la vida es su prosa autobiográfica, “llena de atrevimiento, de vitalidad, en agotadora lucha por expresar lo inédito, visiones bellísimas, documento sobre la vida cotidiana de la Castilla del siglo XVI, autorretrato de una personalidad arrolladora y, sobre todo, relato de una pasión, el amor arrebatado, tierno, enigmático y poderoso, entre Santa Teresa y Jesucristo”, según la aguda descripción de su editora, la escritora española Laura Freixas.
“Vi a un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo en forma corporal...víale en las manos un dardo de oro, largo, y al fin de el hierro me parecía tener un poco de fuego. Éste me parecía meter por el corazón algunas veces, y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba abrasada en amor grande de Dios...” Que el psicoanálisis se regodee con estas confesiones no es extraño, pero además del eros que desborda el texto, lo extraordinario es que Teresa lo haya formulado de esa forma y en su tiempo: su dios tiene cuerpo y voz.
En esa sensualidad, la narradora, la que testimonia, hará el camino de una mujer enamorada. Incertidumbre primero, temor al engaño después, paso a paso hasta la entrega total a esa voz y ese cuerpo divino que se le ofrenda a su vez, y luego su narración en primera persona, pero no como “Querido Diario”, sino con la búsqueda constante del desplazamiento de su propio yo para comunicarse con el amado, y ser una en él. No es poca cosa, si se piensa que ocurrió en el siglo XVI donde las mujeres, aunque fueran monjas y consagradas a dios, tenían derecho alguno y menos a la escritura.
“Querría ya esta alma verse libre; el comer, la mata; el dormir, la congoja; ve que se le pasa el tiempo de la vida pasar en regalo, que parece vive contra natura, pues ya no querría vivir en mí sino en Vos...”
Las conversaciones que Teresa entabla con su amante tienen la frescura de la espontaneidad. No corregía los textos; una prosa enmendada bien podría despertar sospechas... y además, entre ella y su amante no había lugar para secretos: “...rompa vuestra merced esto que he dicho, si le pareciere...y perdóneme, que he estado muy atrevida”.
En el Éxtasis de Santa Teresa, obra cumbre del barroco, de Gian Lorenzo Bernini, una expresión de gozo sensual ilumina el rostro y atraviesa la actitud corporal de la monja. El escultor italiano tenía razón: Teresa la pasaba bien con sus éxtasis. Acaso gracias a ellos pudo sobrevivir y encontrar un refugio para reinventarse en un medio hostil para la creación y las mujeres, como los artistas, que se reconstituyen en cada obra, en cada producción.
Aunque hoy no se hable de éxtasis sino de obsesiones y pasiones. Lo mismo da.
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domingo, 24 de mayo de 2015
SANTA TERESA DE ÁVILA: LA ESCRITORA Y SU AMANTE, Esther Andradi (La Jornada Semanal)
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