Ana García Bergua
La aguja es nueva
La aguja es nueva, dice el Oráculo, relájese y respire. Nadie se acostumbra a madrugar, no comer nada, llegar adormilado y para colmo tratar de relajarse. La aguja es nueva, repite el Oráculo, y el tubo tiene su nombre, como si eso contribuyera a nuestra tranquilidad: si le pusieran el nombre de otro, quizá sería mejor. La enfermedad posible se iría para otro lado: señor Fernández, tiene usted una grave infección; se la detectamos a la señora Ramírez, pero como pusimos su nombre en el tubo, es suya. A veces pasa, pues el Oráculo no es infalible.
El Oráculo suele llevar bata blanca o azul y ser muy amable. Repite las palabras con que lo entrenaron, generalmente sin artículo precedente: ahora levantamos bata, introducimos aguja, untamos gel. Levantamos brazo izquierdo y sostenemos en cabeza. Buscamos azúcar en sangre. La aguja es nueva, insiste el Oráculo, aquí sólo extraemos, no añadimos a lo existente. Y el Oráculo nos muestra nuestra sangre en un tubo, sangre que fascina y atemoriza a la vez, una muestra del abismo de adentro que no siempre queremos ver: ¿por qué nuestra sangre es tan oscura? Por el hierro, contesta alguien que sabe. Sí, pero ¿no corresponde su tono de rojo a la claridad de nuestras ideas o a la confusión de nuestros sentimientos? No siempre. A veces no se puede sacar sangre porque la vena se adelgaza del espanto; a veces la sangre corre como si quisiera estallar. Otros días el Oráculo te aplasta los pechos en una máquina; en otra ocasión te aposenta electrodos como patas de araña en la cabeza o en el corazón. En otros momentos, te saca radiografías (eso tiene un lado morbosamente fascinante, como la radiografía de madame Chauchat en La montaña mágica, un asomarse a lo recóndito, una gran impudicia) y hace algunas revelaciones: usted tiene los riñones muy chicos, por ejemplo. Hay que ofrendarle nuestras más íntimas secreciones; vamos cruzando las avenidas con aquella bolsita sospechosa y humillante, rezando por no encontrar a ningún conocido. En momentos terribles, el Oráculo te introduce en una cápsula y te inyecta yodo en las venas. Cierre los ojos, advierte, no me los vaya a abrir. Hay, me dicen, cosas peores que no me puedo imaginar. Pero en manos del Oráculo nos colocamos, qué remedio, entre frazadas plásticas y azules, como si el azul neutralizara todos nuestros temores: haga de cuenta que está en el cielo, entre nubes y música ambiental; un cielo de aparatos modernísimos que el Oráculo maneja con la destreza que corresponde a cada lugar, porque hay oráculos muy caros y otros casi gratuitos, donde se hacen largas colas y el trato es difícil, agresivo.
Luego de todas esas maniobras, el Oráculo lee y dicta cantidades, probabilidades de futuro, cábalas de sangre. Igual no hemos ido a preguntarle nada; sólo tenemos que entregar un certificado de salud, o hacer un examen de rutina, nada nos duele, poco nos inquieta. Pero eso al Oráculo lo tiene sin cuidado. El Oráculo es ciego: una tabla de valores normales o no, más bajos o más altos. Y si queda tiempo entre la visita al Oráculo y el encuentro con el médico, la cosa es grave: no nos aguantamos de consultar sus resultados en internet y entonces aparecen posibilidades escalofriantes, que jamás habíamos pensado que existirían y que ni siquiera mencionaré por superstición. Luego resulta que no, que era una vil infección, un pinche torzón, una descompensación. Así nos pasó a mi madre y a mí por andar leyendo los periódicos, hace muchos años, mientras sufríamos de náuseas simultáneas: nos convencimos de que padecíamos meningitis equina, pues había un brote de esa enfermedad cerca de nuestra casa. Cuando apareció por fin un doctor, resultó que nos habíamos intoxicado con un queso. Pero esa es otra historia. Hipocondría, que le llaman. El Oráculo no la detecta, sólo la fomenta.
Quizá eso no es el Oráculo, sino su antesala: con enfermeras, pero que no alivian, sólo nos extraen los jugos, la sangre, las ondas eléctricas. Con médicos que no curan, pero interpretan. Una vez uno de esos oráculos me dijo que estaba bien, para mi edad. No fue un gran consuelo, la verdad. Un circuito de cánulas, tubos y líquidos por el que desfilan nuestras ansias y nuestros dolores. Dime, Oráculo, qué es lo que tengo, a dónde iré a parar con mi colesterol, qué me depara el azúcar en sangre (sin artículo determinado). El Oráculo muestra el tubito con la etiqueta. Tiene su nombre, dice, la aguja es nueva, relájese. ¿Está nerviosa? No respire.
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