Helena Araújo, una Scherezada
en el trópico
en el trópico
Esther Andradi
Para los griegos, el nombre Helena significaba “luz que brilla en la oscuridad”. Y no es casualidad que Helena sea una de Las Troyanas, de Eurípides, las mujeres que trataron de iluminar a sus congéneres para impedir la brutalidad de la guerra. Pero no voy a hablar de troyanas sino de Helena Araújo, la gran pensadora y escritora latinoamericana, nacida en Bogotá en 1934, y que el pasado 2 de febrero murió en Lausana, Suiza, donde vivía desde hacía más de cuatro décadas. Jamás regresó a Colombia. En sus novelas, cuentos y ensayos literarios, atravesados por seres de su país y su continente, su idioma fluye como el agua, a veces río selvático, otras torrente de deshielo, pero siempre cristalino. Y sus ideas, como el agua, horadaron la piedra. Sus ensayos sobre escritura femenina latinoamericana reunidos en La Scherezada criolla construyeron un nuevo mapa literario en el continente. Sus novelas Las cuitas de Carlota, Fiesta en Teusaquillo y sus relatos y cuentos reunidos en La “M” de las moscas, Ardores y furores y Esposa fugada y otros cuentos viajeros revelan una escritora capaz de alzar la voz allí donde sólo se espera sumisión y silencio. El filósofo colombiano Freddy Téllez, también residente en Lausana, dijo de ella en un homenaje que se le hizo el año pasado cuando cumplió ochenta años: “Helena era no sólo una ferviente feminista, sino una orgullosa desclasada gracias a sus ideas de izquierda.”
Fue a fines de 1987 y en Berlín que conocí a Helena Araújo, aunque hacía tiempo que me hablaban de ella. De la escritora, de sus ideas y de sus ensayos críticos sobre la literatura producida por mujeres en América Latina. Gina Cánepa, chilena en el exilio, hoy en Providence, Estados Unidos, que había llegado al Instituto Latinoamericano de Berlín para hacer su doctorado, es quien realmente “me la presentó”. Fue Gina quien me habló de La Scherezada criolla, aquel ensayo que después dio lugar a ese libro fundamental para la lectura crítica de escritoras latinoamericanas.
“Scherezada en el trópico, Scherezada en el páramo, Scherezada en la sierra, en el llano, en la aldea, en la subdesarrollada ciudad latinoamericana. Scherezada sería un buen nombre kitsch para la escritora del continente... porque escribir ha sido su manera de prolongar una libertad ilusoria y posponer una condena [...]. ¿Hasta cuando será lo femenino una condición al margen de la historia?”, se preguntaba Helena en 1980 en ese escrito que no nos cansamos de leer en aquella década.
“¿Mujeres que escriben? ¿Escritura femenina? ¿Podrá algún día la mujer expresarse en su lenguaje propio? Lo cierto es que cuando halla su estilo por fuera de las normas convencionales, se arriesga a quedar por fuera también de la literatura”, escribía Helena, y agregaba: “Ya lo dice Virginia Woolf, que además de los obstáculos que encuentra la escritora en su camino, está la dificultad técnica, ya que la forma de la frase en sí misma no se adapta a la personalidad femenina... pero ¿existe esa personalidad? “ insistía.
En 1987, un grupo de estudiantes y doctorantes del Instituto Latinoamericano de Berlín fuimos convocadas por Gina Cánepa, que entonces ya era docente en el Instituto, para organizar el Primer Simposio Internacional sobre Literatura y Crítica Literaria de Mujeres de Latinoamérica. Nos reunía la pasión por exponer aquella literatura que asomaba con nombres, otro lenguaje y frescura en el horizonte literario del continente y que recién comenzaba a abrirse paso en la academia: la escritura de mujeres latinoamericanas.
Eran tiempos de fotocopias. Helena Araújo desde Lausana, donde residía desde 1971 con sus cuatro hijas, había comenzado a rediseñar el mapa de la literatura latinoamericana desde la escritura de mujeres. Poetas, narradoras, traductoras. La chilena María Luisa Bombal, la argentina Silvina Ocampo, las colombianas Alba Lucía Ángel, Anabel Torres y Marvel Moreno; las mexicanas Rosario Castellanos y Margo Glantz; la brasileña Clarice Lispector o la cubana Nancy Morejón recibían por primera vez una lectura profesional y diferente. Con su mirada despojada fue pionera en la revelación de esta nueva literatura, difundiéndola en congresos, seminarios, revistas especializadas. Instalándolas en la discusión. Durante los días 4, 5, y 6 de diciembre de 1987 estudiantes, académicas y escritoras conferenciaron y celebraron el encuentro en el Instituto Latinoamericano de Berlín.
Helena Araújo tuvo a cargo la conferencia inaugural del Simposio. Fue guía, sabia, crítica en esas jornadas. Como lectora y como creadora. La acompañaron las poetas Luisa Futoransky y Anabel Torres, la escritora Margo Glantz, la filósofa Rosa Helena Santos. Helena participaba en las conferencias tendida a lo largo de una banca que habíamos instalado para ella cerca de la puerta del salón. Y no es que durmiera. Es que esas vértebras lumbares desobedecían y desarticulaban la delgadez de su dueña. Y ella, entonces, en represalia, las acostaba. Cuando se abría el diálogo, después de las conferencias, Helena era casi siempre la primera en participar. Entonces sí, se erguía por un momento. Se sentaba. Sugería, consultaba, polemizaba. Abría el juego. Y al rato volvía a su posición horizontal.
Otra vez, en 1988, regresando de Ginebra adonde había ido a visitar la tumba de Borges, pasamos por Lausana con mi esposo y nos recibió en su casa. Fue otra fiesta. Desde entonces –y esto no es un dato menor para quienes somos nómades–, su presencia me acompañó en cada mudanza, de casa, de país, de ciudad, de continente: sus escritos, sus libros, sus lecturas, su pensamiento... y sus tarjetas de buenos augurios por el Año Nuevo, llegaban a mi buzón con el correo caracol, ¡siempre a tiempo!
Pero 2015 llegó y ya no hubo correo de Helena. Ni en mi casa ni en la de sus tantas amistades esparcidas por el mundo.
“¿Para qué público escribo? ¿Para qué público escribimos? Para el público que soporta nuestra rebeldía”, dijo ella alguna vez. Que su escritura, su luz, su rebeldía nos sigan iluminando.
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