Hello, This Is Susan
Eduardo González Viaña
Puedes creer que mi nombre es un nombre lánguido y pálido, y puede ser el nombre de un sueño, y como dices parece el nombre de una mujer que nunca hubiera salido a la calle. Y es exactamente como te lo imaginas. Soy rubia y delgada, y mis piernas son largas y lánguidas, y el color de mi cuerpo se parece al color de mi vida. Y el color de mi vida se parece al color de esta habitación de donde nunca he salido, y por eso mi carne tan sólo ha sido calentada por la luz de la luna, y cuando la luna entra en mi cuarto, me desnudo y le muestro todos mis rincones, y me acuesto y me miro y me toco y me huelo y me enrosco y me abro hasta el infinito, hasta que la humedad forma caminos en mis piernas, hasta que todo mi cuerpo es un desierto silencioso y hambriento, hasta que mi silencio se convierte en un gemido, y mis piernas largas, mis muslos dolorosos, mi cadera redonda, mi cintura estrecha, mis senos duros, mis labios abiertos y mis ojos iluminados: toda yo soy un cuerpo solitario, una playa olorosa, una cueva profunda, una herida que palpita, un pensamiento enfermizo y una voz como un aullido que repite tu nombre hasta que le sobra el amor y le falta la vida.
Si quieres, dame tu nombre. Dame un nombre cualquiera y te comenzaré a llamar y a reclamar en esta celda donde tan sólo hay una cama caliente y una mujer solitaria. Dime cómo te llamas o cómo quieres que te llame y te traeré a mis sábanas y a mis sueños. Y mencionaré tu nombre muchas veces cuando rezo desnuda, de rodillas sobre la almohada. Y te rezaré y te traeré a mi vida. Y podrás olerme y podré tocarte. Y primero nos miraremos con una mirada fría como el frío que, en este instante, eriza mis vellos y mi carne. Y primero estaremos a un metro de distancia. Y primero nos miraremos como dos animales bellos. Y primero nos desearemos como dos caníbales. Y primero se mojarán nuestras lenguas y nuestros labios. Y primero estaremos llorando de hambre. Y primero nuestros ojos brillarán como brilla el infierno. Y nunca habrá después porque cuando nuestros cuerpos se encuentren será siempre primero antes de después.
Ese nombre que me das ya lo conozco. Lo he gritado con hambre contra la pared de piedra del cuarto donde, si esto es vivir, vivo encerrada. Lo he sobado contra mi cuerpo para no sentir más frío. Lo he usado para revolcarme con tu recuerdo en el suelo. Lo he dicho cien veces con el deseo de que se gastara tu nombre y apareciera tu cuerpo. Lo he repetido con pedidos de que no invadas mi vida. Lo he vuelto a usar para rogarte que entres y para solicitarte que no entres, o para rogarte que salgas para que vuelvas a entrar. Y lo repito vencida cuando tú te declaras vencido, y tres veces repites mi nombre.
Es cierto, ese es mi nombre, y ya sé cuál es el tuyo, y no sé por qué dices que no te recuerdo. Por favor, claro que me acuerdo de que me llamaste el sábado. Y antes de que hables, te puedo decir algo más: era la segunda vez que me llamabas. La primera ocurrió cuando te separaste de tu esposa, y fue cuando me preguntaste cómo me parece a mí que es la soledad. Y fue entonces cuando yo no supe qué contestarte, y tú escuchaste mi duda. Y fue también entonces cuando la central nos interrumpió para decir que habías dado con equivocación el número de tu tarjeta de crédito. Y fue ese el momento en que dijiste que lo que pasaba era que el banco te había pasado de una tarjeta de plata a una de oro. Y allí fue cuando los de administración te pidieron disculpas. Y también fue cuando una voz grabada te dijo que tenías derecho a quince minutos de hot line con un quince por ciento de descuento. Y allí ocurrió también que me impresionó tu manera de decir que eso no te importaba, y que ordenabas que otra vez te pasaran con mi nombre, con mi soledad, con mi presencia, con mi voz, con mi vida.
¡Qué cosas dices, querido Xavier! ¡Te advierto que no te creo! ¡Te advierto que no voy a creerte! Pero admito que es cierto. Es cierto que me has llamado durante dos horas la segunda vez, y que hoy vamos ya por las tres horas. Y es verdad también que ayer hablaste a la central para que me llamaran, y no pudieron hallarme. Te ruego que me comprendas: es que me hallaba en la graduación de mi hija menor. No tienes por qué ponerte celoso. Ya te he contado que soy una divorciada, solita, treintona y con dos hijas. ¡Qué cosas tienes, Xavier querido!
¡Cómo! ¿Qué dices?… ¿Enamorado de mí? Pero si no me conoces. ¿Mi voz? Pero ¡qué tiene que ver mi voz con mi existencia! ¡Ay, por favor, no puede ser verdad lo que me dices, Xavier de mi vida! Y, sin embargo, lo dices, y estás hablando más que yo, y se supone que debería ser al contrario. Por favor, no tienes derecho a engatusarme. Sí, es verdad que tengo una voz pastosa, pero no te creo que ella te permita adivinar el resto de mí, mi cuerpo desnudo en el espacio transparente. No, por favor, no hables más de esa forma porque voy a terminar por creerte. Mira que voy a terminar creyendo que para ti soy mucho más que una voz y una línea telefónica y una tarjeta de crédito y una historia inventada porque soy un secreto que tú has descubierto, porque soy una muerta que tú has resucitado, porque soy de verdad y porque soy la verdad de tu vida.
Y además de eso, se te ocurre jurarme que no te importa mi cuerpo si mi voz es pastosa, y que mi ayer no te importa porque te basta mi vida. Y no me dejas hablar porque quieres mi silencio para poder escucharme y porque necesitas mi silencio para poder tocarme. Y ahora nada más al levantar el teléfono, has comenzado diciendo que te casarías conmigo si yo también creyera en tu voz, si yo creyera en el milagro, si yo creyera a nuestras propias voces cuando proclaman que el amor existe, si yo te aceptara de inmediato como se acepta el aire y como se acepta la luz del sol, como se acepta la tarde y como se acepta el misterio, como se acepta la dicha y como se acepta la muerte.
Y yo acepto, Xavier. Y ya no aguanto las ganas de decirte que te acepto como tú me aceptas, cuando me dices que me quieres sin que me hayas visto y que me aceptas como soy desde antes que yo fuera, desde antes de esta vida, desde lo increado, desde la otra margen, desde siempre.
Y te he creído cuando por el mismo teléfono me pediste que brindara por nuestro inicial encuentro telefónico y por nuestro futuro encuentro en cuerpo y en alma y en vida perdurable y en carne y en resurrección de la carne. Y te he dicho: salud, mi amor, cuando hiciste escuchar el tintineo de la copa de cristal chocando con el fono y cuando brindaste por nuestro amor en amor, en locura, en gravedad y en matrimonio inminente. Salud, salud mi amor.
Y te creo cuando me apremias a que te revele mi nombre real, y otra vez me juras que no te importa si yo soy diferente de lo que te he contado, porque no te importa mi cuerpo en el espacio sino el espacio de mi vida. Y otra vez juras que no te interesa mi edad porque la edad solamente es un estado del espíritu, y que tu espíritu me presiente desde una vida anterior en la que no terminamos de hacernos el amor porque el amor no termina. Y por esa razón insistes en que me case contigo o porque mi voz y mi vida son lo que te interesa de mí para toda la vida como la sed, como el ensueño, como el sudor, como el llanto, como el silencio, como la sombra, como el olvido, como mi carne blanquísima, como mis ojos cuando los cierro para renunciar a resistir para no resistirme a saber cuánto te quiero.
…¿Me escuchaste? El nombre que te acabo de dar es mi nombre de verdad, y si te lo digo en castellano es porque esa es mi lengua de verdad, y no voy a decir que el nombre gringo me lo pusieron los de la administración porque no quiero mentirte, porque me lo puse yo mismo y porque aspiro a triunfar en este país tan diferente del mío. Y el color original de mi pelo no es un rubio luminoso, pero es un castaño que yo aclaro todos los días para que también brille bajo el sol de este cielo extranjero. ¿De veras? ¿De veras quieres saber algo más? ¿De veras, mi vida, que no te importa?
Gracias, Xavier, por lo que acabas de decir y por tu pedido de que deje a un lado los vestidos falsos. Gracias por insistir en tu declaración de amor y en tu petición de matrimonio. Gracias por hacerme ver que si nos vamos a ver esta misma noche, es absurdo que disfrace mi verdadero aspecto. Te lo voy a decir y te lo digo ahora mismo, pero antes te digo que no son solamente los administradores de esta “línea caliente” los que me han obligado a cambiarme de cuerpo, a inundar de espacio, a trastornar la verdad y a disimular el peso, la amplitud y la rotunda verdad de mi pecho, de mi vientre y de la redonda sombra que me sigue.
Es mi miedo, Xavier, y son los hombres. Uno se llama Bill y el último se llama Antonio. Con Bill me casé en mi país cuando él servía en los Cuerpos de Paz y tuvimos dos hijas. Cuando los Cuerpos de Paz tuvieron que dejar mi tierra, nos vinimos a los Estados Unidos, y aquí me sentí mejor que allá porque adoro el progreso, porque tiro para blanca aunque mi sangre sea mestiza, porque no me gustan los indios ni los países atrasados y porque me había casado con Bill para mejorar la raza, aunque debido al amor nunca llegue a decírselo. Y por eso, desde que nacieron, tan sólo en inglés hablé con las chicas, y protegí sus sueños para que la nostalgia de la otra patria no se les metiera, y cubrí los ojos de Bill con mis manos amorosas para decirle: ¿Quién soy? ¿Sabes quién soy? ¿Lo adivinas?… No, mi amor, te equivocaste, ya no me llamo así. Ahora ya tengo un nombre en tu idioma.
Y Bill abrió los ojos cuando retiré las manos, y no pudo creerme porque allí estaba yo, pero ya no era yo, y porque además mis lentes de contacto eran verdes y porque mi peinado rubio hacía centellas en la soledad de nuestra casa y porque desde ese momento mi documento de identidad proclamaba, para mí, un nuevo nombre, el apellido anglosajón de Bill y la edad que yo había tenido diez años antes cuando todavía era diferente de como de veras soy. Y en ese momento, cuando retiré mis manos de sus ojos, no entendí del todo cuando él me decía que ahora sí, de veras, estaba abriendo los ojos.
Y hasta ahora no entiendo el motivo por el cual, a partir de entonces, mi marido se fue tornando frío y ajeno, rápido y expeditivo, silencioso y ausente, como si continuara jugando todo el tiempo una partida de ajedrez perdida hace un siglo, y un día cualquiera, a tres años de vivir en California, levantó los ojos del tablero para declarar que nuestro matrimonio no funcionaba, que nosotros ya no éramos los mismos, y que ya había hecho los arreglos para mudarse de casa, y cuándo yo le pregunté en inglés desde cuándo había dejado de funcionar nuestra unión, él me respondió en perfecto español: Adivina, querida, adivina.
Antonio es el último hombre que ha entrado en mi vida. Nos encontramos en el aeropuerto de Lima hace un año, y hacía veinte que no lo veía, y me alegró el encuentro porque me dijo que el tiempo no pasa por mí, a pesar de que soy mayor que él cuatro años, y me alegró también porque hace diez años de mi divorcio y no hay muchos hombres atractivos con quienes pasar el rato, pero el rato era breve porque yo estaba partiendo de regreso a California y él reside en Lima, aunque ya estaba por venir a trabajar aquí, y justo a California. Entonces, me dio una tarjeta y un beso de despedida y repitió que los años no pasan, y yo me vine pensando que la vida tampoco pasa, que mi destino acaso ya tenía un nombre, y quizás también un número de teléfono.
Y una vez aquí me dije que la diferencia de edad era mínima y que la proximidad de origen era lo que importaba, y pensé que sólo a un gringo tonto puede haberle molestado que yo me quitara esa facha de latina, y llegué a estar segura de que Antonio se sentiría seguro con una mujer segura, maduro con una mujer madura y capaz de incorporarse al mundo de acá con una mujer que habla bien el inglés, que ha traducido a Ezra Pound y que tiene el pelo corto pero repartido en lonjas doradas para hacer juego con un cuerpo generoso, con unos brazos abundantes y con una sombra rosada que se reparte en lonjas para llenar la calzada.
Y lo llamé por teléfono al Perú y le dije que, cuando viniera, él y yo podríamos hacer una buena pareja, y él me respondió que ya hablaríamos cuando llegara, y yo entendí que su timidez le impedía hacer una declaración delirante y continué telefoneándole para hacerlo entrar en confianza, y nunca llegó esa declaración delirante y un año entero lo llamé todas las noches, adivina conejito, quién te llama pajarito, hasta que llegó el día en que fui a esperarlo en el aeropuerto de San Francisco.
No te preocupes porque todo está arreglado, le dije al recibirlo, y no tienes por qué ir al hotel porque serás mi huésped, y no te impacientes por la privacidad porque he mandado a mis hijas de viaje a Europa, y en casa tan sólo estaremos los dos solos, al fin solos, toda la vida solos, y sube tus maletas a mi carro porque ahora mismo te llevo hacia la soledad, pero no era del todo la soledad la que yo le iba a ofrecer, por lo menos no al comienzo porque yo había conversado con mi círculo de amigos durante todo el año, y porque les había contado que Antonio traía consigo la declaración en regla, las buenas intenciones, el beso impecable, el aro de oro blanco, la rodilla en tierra y la petición de matrimonio, y ellos ya sabían la hora de la llegada, las dos horas que se tardan para llegar hasta el pueblo donde vivo, y la hora que tardaríamos en arreglarnos y en desarreglarnos, en hablarnos y en callar. Y yo les había dicho antes que no estuvieran mucho rato porque él llegaba cansado, pero que era conveniente que le hicieran la fiesta para incorporarlo a nuestro círculo y que brindaran con él por nuestra felicidad para que él se comprometiera ante los ojos de la sociedad, y son esos ojos los que ahora pueden decir que así fue como fue.
Y si así fue como fue, no entiendo hasta ahora sus ojos asombrados ni su silencio empecinado ni su mirada que nos recorría a mis amigos y a mí, como quien está viendo en el cine una historia de Kafka con personajes de Fellini, cuando vio el letrero de bienvenido el novio y que vivan los futuros cónyuges. Y si así fue como fue, no entendí su pedido de que habláramos después de que se hubiera ido la gente ni su afán de hacerme entender que la historia de nuestro amor era tan sólo mi invento. Y si así fue como fue, no he de comprender jamás por qué Antonio no aceptó mi sugerencia de que descansara un poco porque estaba un poco confundido, y tampoco hizo gran caso de mi propuesta de vivir juntos hasta que poco a poco nuestra unión se hiciera sólida, y un día fuéramos uno en la tierra y en el cielo, en esta vida y en la vida venidera, por los siglos de los siglos.
No entiendo por qué me falló Antonio después de un año de llamarlo a larga distancia y de una vida de haberlo estado esperando. Nomás, al día siguiente de haber llegado, me dijo que debía irse de nuevo a San Francisco porque su trabajo lo estaba esperando, y que me agradecía por el recibimiento pero que no creía merecer la fiesta de novios ni la amistad de mis amigos, y que me estaba reconocido por mi lecho pero que prefería dormir en la sala, y que me agradecía por mi vida pero que él no había venido a llevársela, y por mi cuerpo pero que prefería no tocarlo, y que me agradecía por el jamón pero que no tomaría desayuno y que me estaba reconocido por el jamón, por mi vientre, por mis frutas, por los melones gigantescos, pero que estaba de dieta y no aceptaba el amor su corazón perezoso.
Es Antonio y es Bill. Son los hombres, Xaviercito querido, los que me han obligado a disfrazar mi vientre que es hermoso como un mundo, para aparentar una cintura breve y negar los kilos, los centímetros y todo el peso de mi amor para declarar por teléfono la levedad injusta de esos cuerpos de muñeca que se pueden ir flotando por el aire. Y te agradezco a ti que me hayas llamado a tu vida porque eso me permite liberarme de este corsé y aflojarme las mallas y desceñirme los cinturones de la rigidez y del miedo, y saber que soy bella por las cosas que digo y porque los hombres sensatos como tú prefieren una mujer como yo, hermosa por abundante, rubia aunque sea de mentiras y a la vez racional y perfecta para vivir en este mundo en vez de esas sirenas locas de voces con voces de olor de almeja, de besos con gusto a resurrección y de ojos oscuros como la perdición eterna.
Y no te vas a arrepentir, Xavier de mi vida. Nunca tendrás tiempo de hacerlo porque mi cuerpo y mi vida te rodearán todo el tiempo, y será nuestro un sitio en la sociedad norteamericana, y tuya será siempre una manzana golosa que devorarás todo el tiempo aunque el tiempo se haya estado pasando de frente mientras conversábamos, y ya casi no tengo tiempo de prepararme para la cita de esta noche que te propongo que sea a las ocho en punto en un restaurante de la calle Broadway. ¿Tienes papel y lápiz para que apuntes la dirección?… Está bien, supongo que has ido a buscarlos.
Y ya verás cómo verás a esta mujer que sólo ha sentido el calor de la luna, y que te ha esperado sola en una playa dolorosa y en una cama caliente, y si quieres, podremos bromear juntos con eso de que soy rubia y delgada, y mis piernas son largas y lánguidas y el color de mi cuerpo se parece al color de mi vida y mi voz es un gemido que pronuncia tu nombre todo el tiempo, pero ya no nos queda tiempo. Te he preguntado si tienes papel y lápiz para que sepas el lugar donde vamos a encontrarnos. Y te pregunto de nuevo: ¿te has ido a otro planeta a buscarlos? ¿Tienes lápiz y papel? ¿Por qué no me respondes?
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