lunes, 7 de septiembre de 2015

LA INTERIORIDAD (O la par5adójica edificación de un hueco), Fabrizio Andreella (La Jornada Semanal)

Fabrizio Andreella
fabrizio108@yahoo.com
El “yo”: una máscara para ocultar la astuta creatividad

Pienso que el alma no comienza a tener un contenido notable más
que a partir de la cortina de piel que separa el interior del exterior.

M. Tournier, Viernes o los limbos del Pacífico
El universo se extiende hasta donde el alma es presente y fija sus
límites en el punto donde, extendiéndose, el alma lo sostiene.

Plotino, Enéadas


La invención de la interioridad
Una de las grandes invenciones que ha construido nuestra realidad ha sido la representación de los terrenos que la frontera llamada “yo” ha separado, asignándoles características peculiares y sujetándolos a leyes diferentes.

Por un lado, una exterioridad material que ya no es la Madre Naturaleza sino materia amorfa para explotar, que entonces pierde paulatinamente su sacralidad y se torna escenario pasivo para el protagonismo del individuo racional. A ese mundo exterior no se le reconoce una conciencia y por eso no nos sentimos ni partícipes ni responsables de su destino y de los desastres ambientales que causamos. Y por otro lado, una interioridad inmaterial, un espacio construido artificialmente para ubicar nuestra identidad. De hecho, la interioridad es el invernadero imaginario para la cultivación hidropónica de la identidad. Allí, acurrucado en ese refugio, el yo indocumentado tiene la sensación de ser protegido contra la intemperie del mundo y guarda los papeles falsos que el coyote (la mente) le ha dado.


La interioridad como asilo del yo
Creada y comprendida desde muchos puntos de vista –filosófico, espiritual, psicoanalítico, neurológico, ético– la interioridad ha sido considerada un lugar significativo y un privilegio que califica al ser humano, un ser que tiene un yo escondido en sus entrañas. La interioridad es entonces un espacio invisible que el hombre trata de manifestar o expandir con sus lenguajes para convertir el mundo en una periferia de sí mismo o una proyección de sus creaciones interiores.

El nacimiento del yo interior ha alejado al cuerpo de cualquier realidad superior, obligándolo al papel rudo y autístico de fortaleza del alma, de órgano visible que certifica la separación entre yo y mundo. La idea de “buscar adentro” es una figura retórica que nace de la identificación con un cuerpo entendido como muda envoltura de algo incorpóreo. Hemos fantaseado el cuerpo como sede material de una realidad inmaterial.

Sin embargo, pensar que dentro del cuerpo existe un lugar físico llamado interioridad donde se esconde el verdadero yo, es un deplorable desacierto debido al hecho de que nos resulta difícil imaginar el yo ubicuo y no limitado a un punto de vista. De hecho, al final de cuentas, vivimos la identidad como un mero punto de vista. ¿Y si el yo fuese, por el contrario, lo que ningún punto de vista puede alcanzar? ¿Si fuese lo que acoge el concepto de interioridad más que su huésped? Sospecho que el yo alojado en la interioridad no es más que la máscara con la cual la mente ha ocultado su astuta creatividad.


La astucia de la mente
La interioridad no es más que el templo ideal que la mente ha elegido para su coronación como reina del mundo. La invención de la interioridad le ha permitido utilizar la existencia como cancha para el juego que más prefiere: la interminable búsqueda de sí misma para conquistar y controlar la realidad. La mente que se refleja en todo lo que contempla, y que transforma en parte de sí misma todo lo que ve, parece ser la hija deforme de la grotesca cópula entre el rey Midas que convertía en oro todo lo que tocaba y Narciso que se enamoró de sí mismo.

Ubicando en el cuerpo a su socia factótum y ennobleciéndola con el honrado título de “yo” o con el glorioso apodo de “alma”, la mente nos ha embaucado con el espejismo de la interioridad. La mente amontona imágenes y recuerdos, fantasías y juicios, comentarios y monólogos incesantes, miedos y deseos, y con todo eso llena el hueco llamado interioridad. Llenarlo le es necesario para que no nos demos cuentas de que el yo es nuestra ventana hacia la infinitud. Porque la infinitud, como saben los verdaderos poetas y sabios, es la bienaventurada muerte de toda creación mental.

Es curioso que hemos imaginado la actividad mental como recluida en la interioridad más que fluctuante en el espacio. De esta manera, la interioridad se ha presentado como el lugar donde rigen reglas diferentes a las de afuera. En aquel hueco escondido, el yo pudo crecer como pura forma mental y responsable absoluto de sí mismo, no tanto porque ha reconocido su poder creativo, sino porque se ha identificado con los dioses y los demonios que ha creado a lo largo de su vida para que lo seduzcan y le indiquen quién es.


La huida de la interioridad
La piel ha sido el muro perimetral del sujeto que se ha percibido a sí mismo como una entidad interior. La invención de un adentro y un afuera, un alma y un mundo separados por la corporeidad, ha obligado al yo a correr de un lado para otro; de su cofre del tesoro interior a sus áreas más extremas, donde tiene necesariamente que llegar para procurarse los componentes que lo hacen comprensible y presentable a los de más.

Este agobiante vagabundeo y esta aparatosa ubicuidad son unos de los motivos por los cuales el yo ha tratado de recolocarse en el espacio más expedito de la interioridad, aprovechando las oportunidades que le ofrece el progreso tecnológico de las interacciones digitales y las consecuentes mutaciones culturales. Una de estas mutaciones es que el yo enamorado del mundo digital se desmarca de la interioridad entendida como el lugar de la máxima independencia y los secretos por salvaguardar. Vivir públicamente todo lo que hasta ayer eran exquisiteces para gozar con complicidad íntima y bien seleccionada, o trapos sucios para lavar en casa, parece ser un acto necesario para poder acceder al mercado postmoderno de la identidad.

La introspección hoy es rebasada por la interacción y el yo se ha asentado en los viaductos informativos, donde deambula buscando nuevos símbolos que lo hagan lucir en el espectáculo público. En la gran carrera de la perpetua metamorfosis colectiva, la evanescencia y la fluctuación del yo son ahora elementos necesarios para tener éxito.


La interioridad exteriorizada
El nomadismo de este yo pulverizado es más adecuado que el alma interior para interpretar las nuevas realidades digitales, que tornan inútil y hasta molesta cualquier identificación del yo con escenarios localizados espacial o psíquicamente. La incontinencia de la comunicación digital va en la dirección contraria a la interiorización como forma del conocimiento.

Esta sería una extraordinaria oportunidad para liberar al yo de sus representaciones. Sin embargo, hoy el hombre sale de sí no tanto para descubrir la realidad como para llenarla de sí, para enunciarse a sí mismo, para meter el propio nombre en el directorio telemático de la humanidad y la propia silueta en el paisaje del espectáculo público.

El yo se torna entonces figura cercana a la ola, fluctuante en el mar sin orillas de la comunicación perenne. Aquí oscila entre dos posibilidades: coincidir con los flujos informativos que lo fascinan, o autoextinguirse para que la totalidad de los signos no encuentre ningún obstáculo en su existencia psíquica y corporal.


El yo de los antiguos, el yo de los modernos
Simbólicamente, la sede del yo hoy se ha mudado del corazón a la piel. Este es en realidad el regreso a una forma de sentir muy antigua. Para los modernos, el alma es un espacio obscuro que la introspección trata de alumbrar, un depósito misterioso donde se esconden los arcanos de la vida. Para los antiguos, al contrario, el alma es una chispa divina que explora cuerpos y circunstancias diferentes. Es un barco entre las olas del mar que lleva el hombre a lo largo de toda su aventura por la vida.


Ilustraciones: obras de los ganadores del concurso de
escultura de arena en Hampton Beach, 2003
En otras palabras, el alma de los antiguos no es un lugar, es más bien una travesía. Es el dios que visita su creación, que se entretiene un rato con una vida humana. Entonces el ser antiguo se ofrece a sí mismo como escenario para acoger las incursiones ultraterrenas en la realidad terrenal. Acepta ser invadido por el dios que, sin dar explicaciones o pedir permiso, está de visita en su vida y la deja transformada. El ser moderno, al contrario, se pone a la búsqueda de Dios y de su Creación, independientemente de las formas y los nombres religiosos, filosóficos, científicos o psicológicos que atribuye a esa entidad. Lo hace recluyéndose en su laboratorio mental, del cual está muy orgulloso, para elaborar la lectura de la realidad que su mente le permite.

Para el ser antiguo, proclive a los símbolos del Mito más que a los códigos del Logos, el yo está por doquier, porque por doquier puede vagar su mente. El ser moderno, al contrario, ha atribuido al yo el papel de mausoleo íntimo de las obras mentales. La interioridad –teatro de las búsquedas, los celos y las angustias más importantes– sustituye entonces al Olimpo como lugar de los eternos conflictos entre bien y mal, entre luz y sombra. Para tratar de aislar lo que es hiperbólico y devastador para la dimensión humana, los antiguos habían confinado en esa montaña las fuerzas incontenibles y misteriosas del universo. A esas fuerzas les habían dado forma y nombre de dioses, que en aquel monte lejano y áspero se desahogaban sin involucrar a cada momento a los hombres en las desventuradas consecuencias de sus pleitos.

Con el individuo moderno, los dioses, aburridos e irritados por su fría pasión racionalista, han abandonado el Olimpo y se han escondidos en el lugar más impensable e inverosímil: la interioridad. Allí, venganza tremenda, han empezado nuevamente sus juegos y sus luchas, pero sin revelarse al sujeto que los hospeda. Las aflicciones del ser humano, entonces, se han tornado cada vez más interiores y más desconocidas.


La racionalización de la interioridad
El cogito ergo sum cartesiano inaugura filosóficamente la modernidad liberando al hombre tanto del ángel como del animal, es decir, de sus extremidades más frustrantes y menos manipulables. La domesticación del hombre moderno empieza allí, no solamente interpretándose a sí mismo como ser pensante, sino también entendiendo la existencia como un escenario delimitado por las reglas de la mente.

De allí en adelante, el hombre tendrá la electrizante sensación de haber conseguido su independencia de los molestos lastres de una trascendencia enajenante y establecida por un lejano ser divino. Empero, esa euforia tendrá que convivir con la nueva, pesada responsabilidad de tener que encontrar un sentido a la realidad sin ninguna ayuda externa al pensamiento. Esa espinosa soledad es la condición de todo ser humano que ha puesto a la mente en el trono de su existencia.

Después de Descartes (que aquí utilizo solamente como emblema de la codificación de la interioridad), el hombre cree que detrás o antes de la mente se encuentran sólo desiertos donde vagabundean bestias raras y peligrosas. La afirmación “pienso luego existo” (que hoy no es una tesis filosófica, sino la forma de experimentar la vida en toda la cultura occidental) es entonces el límite que el hombre moderno ha infligido a su búsqueda, y que permite a la mente tener un solo adversario: ella misma.


La interioridad postmoderna
La época en la cual el hombre se define a sí mismo a través de una mirada exploratoria sobre su interioridad se está acabando. Ha sido una digresión moderna, preparada por algunos acontecimientos de los antiguos, que la postmodernidad lleva a su conclusión. Hoy las interacciones sociales, aunque virtuales, definen al sujeto más que su relación consigo mismo. El yo es una red de relaciones.

Con la inexorable decadencia de la lectura –formidable instrumento obstétrico para el nacimiento de un yo real, profundo y personal– los instrumentos audiovisuales dan espacio no tanto al diálogo íntimo de la persona como a la interacción entre personajes. La identidad migra entonces de la interioridad hacia los espacios ventosos de la comunicación.

En el contexto postmoderno, la interioridad ya no es el lugar donde encontrar el propio yo. La interioridad sigue el destino del cuerpo: de lugar ideal e inviolable donde alojar a el yo, se torna banal visceralidad anatómica, codificada y representada por la tecnología aplicada a la medicina, que da una forma de carnalidad virtual al paisaje invisible de la interioridad.


La sombra perdida de la interioridad
Si la invención de la interioridad había ofrecido a la ilusión del yo un lugar para estabilizarse, hoy en día ese espejismo parece demasiado frágil en el nuevo contexto de las praderas digitales como nuevo domicilio de la identidad. Un domicilio que multiplica incesantemente sus direcciones, que rechaza la estabilidad y que por eso ejerce una fascinación irresistible sobre un ser ya incapaz de mantener la atención focalizada en algo durante más tiempo del suficiente para consumirlo.

Por eso la adicción a la velocidad (de la percepción y del consumo) es hoy la más popular. Estamos acostumbrados a una incesante estimulación mental para consumir y no solamente mercancías. Cuando el consumo se torna esquema psíquico, condición del alma, forma ineludible de acercarse al mundo, no nos permite contemplar lo real; es decir, la simple existencia en la infinitud. La mente exige que consumamos conceptos, opiniones, suposiciones, recuerdos. Es la condición necesaria para su supervivencia. Somos seres que la jaula de la mente puede atrapar con su actividad, ocultándonos el simple e imperecedero goce de existir.

Inicialmente, el abandono de la interioridad como sede del yo ofrece un alivio emocional, una ligereza existencial, porque el individuo parece poder finalmente respirar al aire libre. Sin embargo, bajo la luz perpendicular de un mediodía perenne ofrecido por los reflectores de los medios de comunicación y de los social media, la sombra de la interioridad, esa sombra refrescante donde era posible descansar en silencio quitándose las máscaras de la identidad pública, a veces hace falta.

El resultado de esta exposición continua es ambiguo. Puede llevar a un ciego aislamiento que nos obliga a fingir que vemos a la muchedumbre en la colección de monólogos que llenan nuestras páginas de Facebook. O puede llevar a la liberación de la doble vida hecha de virtudes públicas y vicios privados.


La diseminación del yo
Cuando el individuo se reconoce en su interioridad, el yo busca tenazmente sus límites para poder conquistar la conciencia de sí y el control de todo el territorio psíquico que ocupa. Cuando, al contrario, se realiza en la interacción, el yo rechaza cualquier límite para poder propagar su representación. Esparcirse es la nueva necesidad del yo, como si necesitara fecundar perennemente el mundo con las imágenes de sí mismo que más le agradan.

Sin embargo, los antiguos griegos nos recuerdan que el coito incesante entre Urano y Gea impide a la diosa embarazada descargarse. Por eso será necesaria la castración del dios y el consecuente alejamiento de la diosa. De la misma forma, la morbosa y obsesiva adhesión que hoy existe entre el yo y el mundo digital no permite el nacimiento y el desarrollo real de los personajes concebidos virtualmente sin limitaciones. No es por nada que “sin límites” quiere decir también, en último análisis, “sin finalidad”, e implica un inconsciente proceso de destrucción sin sentido.


Del yo como espejo al yo como ventana
Hoy en día, con la rudeza expeditiva que la caracteriza, la tecnología invita al hombre a reconocerse en un yo diseminado y ya no más protegido por la fortaleza de la interioridad. Es un yo sin origen y sin destino que parece evocar confusa e inconscientemente las más antiguas enseñanzas espirituales. Entonces, quizá hay algo de apasionante y esperanzador en la deflagración del yo postmoderno desalojado de la interioridad.

Hemos pasado de una psiquis como espejo a una psiquis como ventana. El espejo interior se ha vuelto diáfano, su marco es vago, huidizo y ya no tiene el poder de reflejar la imagen que queremos construir. El espejo es ahora una ventana hacia el vacío. Claro está, la sociedad del consumo trata de llenar ese espacio con una multitud de microespejitos, las pantallas que nos pone enfrente –tablets, celulares, computadoras, televisores. El vacío asusta al yo, pero asusta aún más al sistema económico del consumo espectacularizado, que no puede admitir el vacío porque necesita que cada espacio siempre sea un escaparate.

Ese sistema considera un yo independiente y reflexivo como algo obsoleto e improductivo, un freno en la boca del caballo salvaje de los intercambios económicos. Saber distanciarse de los impulsos instintivos que la comunicación global nos propone e impone para transformar todo –política, economía, cultura y religión; afectos, sexualidad, alegría y felicidad– en productos para consumir, es un reto muy difícil en una época fundada sobre la impulsividad emocional y la instantaneidad de la gratificación.
Sobre todo porque, en ese espacio abierto del yo como ventana, la mente rastrea tozudamente aun la más leve agitación para componer nuevas figuras e ideas. Así tiene el material para seguir construyendo la complejidad y poderla codificar. Ese ejercicio de la mente es lo que le permite afirmar la necesidad de su rol totalitario y pedirle al yo que se someta a la realidad que ella ha organizado con tanto esmero.


El hueco y el andamiaje
La tecnología ha permitido al yo salir de la celda de la interioridad donde la teología lo había recluido. Si este proceso tendrá como fin último el reconocimiento de la infinitud del yo o el encadenamiento a sus interminables representaciones en las redes digitales, es una interrogante que no tiene todavía una respuesta.

Sin embargo, lo que sí se puede decir es que ya tenemos en los hombros la experiencia, y en la mirada las cicatrices, para poder decir que, asomándonos a los miradores de la mente, avistamos claramente la desventura y la falta de alegría que cualquier código conceptual que estructure la realidad brinda al ser humano después de haberlo fascinado con su esplendor.
Entonces, cualquier concepto de alma, interioridad o del yo es solamente un concepto, es decir, el andamiaje del edificio de la existencia. Y resulta ridículo quedarse viviendo en un andamiaje en lugar de tirarlo para entrar en la casa y disfrutarla.

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