*FOTO: El discurso que sugiere maltrato hacia los connacionales en los Estados Unidos data de mucho tiempo atrás. En la imagen un vehículo de la patrulla fronteriza norteamericana custodia la zona del río en Roma, Texas, en julio pasado/AP.
Trump y el inconsciente
colectivo de Norteamérica
IGNACIO SOLARES
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Soy chihuahuense y, sin remedio, quien nace en el desierto acaba por llevarlo dentro, convertido en doctrina sustentadora. Por algo de ahí han salido los grandes dogmáticos y dio lugar, casi nada, a las tres más importantes religiones monoteístas.
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Pero, además de estudiar la secundaria y la preparatoria en la Ciudad de Chihuahua, en una escuela de jesuitas, nací y pasé los primeros trece años de mi vida en Ciudad Juárez, por lo cual conocí en carne propia el desprecio y la arrogancia grosera de los norteamericanos en el puente del Río Bravo, tanto para cruzarlo como para sacar un pasaporte. Por eso he escrito algunos libros sobre el tema. Tema que de pronto se puso de una actualidad súbita con la entrada a escena —literalmente— del inefable Donald Trump. ¿Qué está loco? Ese es su mayor peligro, porque bastantes pruebas tenemos de locos metidos a políticos que llegan al poder. Para qué mencionarlos si están, dolorosamente, en la memoria de todos… Y, como siempre sucede, logran sus fines —su actuación melodramática—, gracias a que llegan a eso que Jung llamó “el inconsciente colectivo de un pueblo”.
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Ahí estaba, en buena parte de su población, el desprecio, la hartura y, ¿por qué no decirlo?, el odio de los norteamericanos hacia los mexicanos, ahora encarnado en Trump, que no ha venido sino a encarnarlo y avivarlo.
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En días pasados leíamos una noticia reveladora: “Guardaespaldas de Trump agreden a golpes, en Nueva York, a manifestantes mexicanos”. Y decía una parte de la nota: “Uno de los ataques más violentos fue captado en varios videos en donde se muestra a uno de los guardaespaldas arrancándole su cartel a uno de los manifestantes. Efraín Galicia busca recuperarlo y recibe un puñetazo brutal en un ojo”. Pero, además de lo doloroso del golpe, lo más revelador es que al ser entrevistado por uno de esos canales de televisión, Galicia aparece con un ojo cerrado, del color de una berenjena, y dice que el guardaespaldas le gritó (en inglés): “Vete de América a tu cochino país, insecto”. Curioso que dijera “vete de América”. Pero es que en alguna de las manifestaciones a favor de Trump (en la que abundaban las mujeres, por cierto) algunos de los carteles decían: “Fuera los mexicanos. América para los americanos” que, sintomáticamente, fue el grito de su guerra civil del Sur contra el Norte.
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En esos libros que he escrito sobre nuestra relación con los Estados Unidos, especialmente en su frontera —una herida siempre abierta, como la ha llamado Carlos Fuentes—, he recabado algunas anécdotas y documentos que nos pueden ayudar a entender el racismo que hemos padecido de parte de ellos. En Columbus narro lo que sucedió con los quemados en el Puente del Río Bravo en 1915, hace apenas un siglo, que no ha de ser muy diferente al gran muro electrificado que quiere poner Trump a lo largo de toda la frontera y en la que, como entonces (bien lo dijo su guardia), quedaríamos achicharrados como insectos. He aquí mis palabras en Columbus:
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En tiempos difíciles dentro del país, era inevitable que muchísimos mexicanos —sobre todo campesinos, imposibilitados para trabajar en las faenas agrícolas y renuentes a participar en la lucha armada; pero no sólo campesinos, te aseguro que había de todo, hasta catrines que de golpe habían perdido cuanto tenían— emigraran al espejismo de los Estados Unidos. No había día en que no encontraras a alguien que te dijera que ya se iba al otro lado, a ver qué tal le iba allá porque aquí ya no le podía ir peor (y, claro, le iba peor allá). Te estrujaba el corazón ver aquella multitud desatinada y delirante ir rumbo al sueño del puente, moviéndose como un gran animal torpe, por su tamaño, por su pesantez. Bajo la nieve o con ese sol de verano, tan duro, como de plomo. Caravanas de espectros escuálidos, vestidos con harapos, que marchaban sonámbulos tras de una ilusión pertinaz de dicha, de salvación, de vida. Se les apelotonaba en grupos compactos, como de reses, arriados hacia las oficinas de migración, donde los gringos los veían como apestados. Así, precisamente, nos llamaban en los periódicos. Éramos la degradación, la descomposición, la pudridera, la gusanera. Y si nos describían, decían: una frágil armazón de huesos quebradizos recubiertos de un pellejo reseco y moreno.
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El problema era que a esa masa humana no se le rechazaba en forma definitiva, sino que se le trataba de seleccionar, de expurgar, hasta donde era posible, para luego utilizarla —ya desde entonces— como bestia de trabajo. Una bestia de trabajo incansable y barata enganchada por los talleres que laboraban día y noche para vender a Europa, que estaba en guerra, toda clase de productos manufacturados. También en el campo eran útiles ciertos mexicanos: no se quejaban ni se enfermaban, comían cualquier cosa, no ponían remilgos para trabajar de sol a sol los siete días de la semana, siempre aguantadores como ellos solos.
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Imposible dejarlos pasar a todos así nomás, go ahead, paisano, sobre todo a los que llegaban a pie, tan desharrapados, no fueran de veras a llevar la peste, bastaba olerlos. Por eso se les desnudaba, para echarles un vistazo más a fondo y luego bañarlos, y que de paso sus ropas fueran fumigadas. (Con los que cruzaban en auto o en tranvía, hasta eso, hay que reconocerlo, los gringos tenían un poco más de consideración y a algunos ni siquiera les exigían el baño.)
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Se metía a los hombres en un tanque y a las mujeres en otro, y al agua se le agregaba una solución de insecticida a base de gasolina, como al ganado cuando contraía la garrapata, así mero. Miles de mexicanos, hombres, mujeres y niños, pasaron por esa vergüenza, aceptaron ser bañados en los tanques “profilácticos” con tal de colarse al otro lado del mundo, el lado soñado, ahí donde reinaban la felicidad, la paz y la democracia, y no faltaban ni el trabajo ni la comida ni la buena educación para los hijos. Quién podía negarse a tan pasajero sacrificio, que además parecía hasta necesario si se les miraba bien (y olía) al llegar al puente.
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Pero que a los agentes de migración de El Paso los teníamos hartos, parece que no hay duda, la prueba fue la quemazón de mexicanos que hicieron, rociándolos primero con queroseno dizque para desinfectarlos rápido, y luego simplemente dejando caer por ahí un cerillito encendido o la colilla de un cigarro, como quien no quiere la cosa, ay perdón. Treinta y cinco mexicanos nomás, junto a tantos que cruzaban a diario a sus tierras de jauja. El Paso Heraldpublicó una pequeña nota en que dijo que habían sido sólo veinte los chamuscados, pero qué otra cosa podía decir, antes dijo algo porque ese tipo de noticias casi no se mencionaban en la prensa norteamericana. Luego, en el periódico villista Vida Nueva se habló de que en realidad fueron cuarenta, y cuando Villa alentaba a sus hombres para invadir Columbus manejaba, precisamente, la cifra de cuarenta tatemados.
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Yo he querido imaginarme la escena tal como pudo haber sido, pero no lo logro del todo, ayúdame. Quisiera ver perfectamente, con detalle, cómo empezó a darse cuenta la gente de que la estaban cociendo viva. (Hoy en día, en México, me parece, ya nos resulta difícil imaginar una cosa así, y vemos como muy lejanas aquellas tribus de caníbales de por el sur, de por Yucatán, que asaban a sus prisioneros españoles en tiempos de la Conquista.) Qué dijeron, qué señas se hicieron unos a otros, cómo algunos hombres, se aseguró, lograron quitarse las ropas encendidas y salvarse, ante la impotencia de la mayoría, sobre todo de las mujeres y de los niños, menos ágiles. Cómo serían las exclamaciones de pánico, los quejidos por las primeras quemaduras, cómo se les prendió el pelo —grandes penachos rojizos dentro de la repentina llamarada—los ojos, cómo abrirían los ojos, deslumbrados por el fuego que los rodeaba. Trato incluso de imaginar el momento en que se tiraron al suelo, retorciéndose como culebras, y cómo comenzaron a chamuscarse, cómo chisporroteaban, cómo chasqueaban, cómo estallaban. Trato, te digo, pero no lo logro del todo, ojalá tú puedas ayudarme…
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Y, en otro párrafo:
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Esto, además de que en Washington se seguía discutiendo una medida más drástica para acabar con la anarquía que reinaba en México, y entre otros recortes de periódico que me mostró don Cipriano, copié en mi libreta uno del World de Chicago que reseñaba una reunión del presidente Wilson con los senadores de su gobierno, y en la que uno de ellos, Chilton, de Virginia Occidental, gritaba a voz en cuello, con el mismo ardor de sus campañas electorales: “Como primera medida educativa, yo obligaría a los mexicanos a saludar al bandera norteamericana y a cantar nuestro himno, aunque para lograrlo tuviese que volar la ciudad de México”, a lo que el senador William Borah replicaba: “Si la bandera de los Estados Unidos llega a ser izada hoy en México, nunca más, nunca más será arriada de ahí. Y ése será tan sólo el principio de la marcha de los Estados Unidos hasta el canal de Panamá”.
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Y en La invasión documento:
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“Al yanqui que quiso izar su bandera en Palacio Nacional el día de la entrada de los norteamericanos, le mataron de un balazo, pero por más esfuerzos que hizo la policía no pudo averiguar quién fue el matador. Pero espantan por su barbarie los tormentos que le preparaban al asesino”.
Guillermo Prieto
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Carta que en agosto de 1836 le había enviado Sam Houston a Andrew Jackson, Presidente de los Estados Unidos:
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México es un país con grandes recursos naturales, que podría levantar cabeza bajo un gobierno responsable y honesto. Entre sus políticos hay hombres con grandes luces, relegados a segundo plano por la insaciable ambición de los militares. Si alguno de ellos logra sostenerse en el poder, quizá México tenga la fuerza suficiente para reclamar con las armas el territorio del que ha sido despojado. Debemos, por tanto, fomentar la discordia civil por todos los medios a nuestro alcance y para ello puede sernos muy útil el general Antonio López de Santa Anna, quien en los últimos diez años ha sido cabecilla de otros tantos pronunciamientos. Contra el sentir de muchos convencionistas, que desearían comérselo vivo, prefiero dejar en libertad al ave depredadora. Te suplico reconsideres tu posición y le concedas una entrevista en Washington. La conferencia no reportaría beneficio alguno, pero serviría de pretexto para ponerlo a salvo y facilitarle el regreso a su patria, donde será nuestro mejor agente subversivo. Con su díscolo genio agitando la arena política, ningún gobierno podrá enderezar la nave del Estado y México se mantendrá sumido en el caos, donde nos conviene que permanezca por mucho tiempo, para que su débil ejército no pueda impedir las futuras anexiones de Arizona, Colorado y las dos Californias.
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“Es la guerra más injusta de que la historia pueda presentar ejemplo, movida por la ambición, no de un monarca absoluto, sino de una República, la norteamericana, que pretende estar al frente de toda la civilización del siglo XIX”.
Lucas Alamán
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Sam Houston dijo: “El asunto del comercio africano de esclavos no está desconectado de la fuerza política de nuestro país. No puede dejar de pensarse que miles de africanos han sido importados a últimas fechas de la isla de Cuba con el designio de transferir una gran parte de ellos a Texas”. Y, bueno, hay que recordar que en los años treinta, el precio de los esclavos, por una ley promulgada en Louisiana, descendió considerablemente. Para aumentar ese precio les era indispensable apoderarse de Texas. Vastas regiones que poblar con nuevos esclavos.
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“La constitución mexicana nunca ha estado en vigor. El gobierno es despótico y, estoy seguro, así lo será durante muchos años venideros. Los gobernantes no son honestos y los mexicanos en general carecen de inteligencia”.
Sam Houston al Presidente Andrew Jackson. Febrero de 1833.
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Este párrafo es de 1830, más de quince años antes de la invasión, que publicó Manuel Mier y Terán en La voz de la Patria, anunciando, desde entonces, la pérdida de Texas:
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“Los texanos están ya coludidos con la nación más ávida y codiciosa de la Tierra. Así lo ha sido ayer, así lo es hoy. Los ambiciosos norteamericanos se han apoderado de cuanto está al alcance de su mano. En menos de medio siglo se han adueñado arteramente de extensas y ricas colonias que estuvieron antes bajo el cetro español y francés, y de comarcas aún más dilatadas y fructíferas que poseían tribus de indios, innumerables tribus de indios a los que han pasado a cuchillo, como desearían hacerlo con nosotros los mexicanos”.
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“Patria, patria de lágrimas, mi patria”.
Guillermo Prieto.
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“Llego aquí como salvador de un pueblo sojuzgado por corruptos partidos políticos y por militares ambiciosos y asesinos”.
Manifiesto del general Winfield Scott al tomar la ciudad de Jalapa.
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“Yo, por mi parte, aseguro a V.E. que preferiría mil veces morir antes que ver a mi patria humillada por una raza hipócrita y avarienta, como es la vuestra, que pregonando la libertad no hace más que esclavizar a los habitantes que tienen la desgracia de hallarse en sus inmediaciones”.
Juan Nepomuceno Almonte, enviado extraordinario y ministro plenipotenciario en Washington durante 1844.
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“Los agravios que hemos sufrido de México desde que realizó su Independencia y la paciente tolerancia con que los hemos soportado, no tienen paralelo en la historia de las naciones civilizadas modernas”.
James K. Polk, Presidente de los Estados Unidos, diciembre de 1846.
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En La invasión cuento de los varazos que nos propinaban los gringos en pleno centro de la ciudad:
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Ese mismo jueves, en la plaza de Santo Domingo, empezaron los castigos públicos para demostrarnos la dureza implacable que iban a imponerle a la ciudad. La gente se apelotonaba en los alrededores para presenciarlos con una expectación como yo sólo la había visto en los desfiles.
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A los curiosos, nos conducía un soldado yanqui gigantesco con un gesto autoritario que consistía en juntar los cinco dedos de la mano vuelta hacia arriba, e imprimirles un movimiento de vaivén vertical.
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Desnudaban de la cintura para arriba al culpable o la culpable —cientos de léperos y léperas pasaron por ahí— ante un grupo de soldados yanquis. Al que le tocaba el turno de verdugo, tomaba con delectación una afilada vara, de varias que le ofrecía un ordenanza.
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La probaba en el aire con un movimiento cimbrante, que producía un silbido como de cobra.
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El resto de los soldados y el ordenanza retrocedían unos pasos. La multitud murmuraba, cuchicheaba, emitía suaves quejidos o insultaba abiertamente a los yanquis, siempre con el cuidado de no ser identificados.
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La gente sabía que si era identificada por gritar, sin remedio sería castigada.
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Vi a una lépera hacer señas obscenas al tiempo que gritaba:
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—Yanqui hijo de puta, vete a darle de azotes a tu madre.
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No tardó una mano gigantesca —como si hubiera descendido del cielo mismo— en caerle encima, tomarla de las greñas y llevársela a rastras.
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Por eso después, si alguno decía insultos, lo hacía por lo bajo y como si más bien se lo bisbiseara al oído a la persona que tenía junto.
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El soldado yanqui propinaba los primeros azotes con fuerza, produciendo con cada uno de ellos un chasquido como de cuerda tensa que se rompe, hasta que veía trastabillar al supuesto culpable. A medida que el esfuerzo lo cansaba a él mismo, se detenía un momento para tomar aire, volvía a cimbrear la vara en el aire, y luego continuaba, aún con más fuerza.
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El corro de soldados norteamericanos cantaba los varazos:
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—One, two, three, four, five…
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No habían llegado a diez, cuando los puntos cárdenos de la espalda castigada empezaban a sangrar.
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Muchos de ellos, desde los primeros varazos caían de rodillas y pedían perdón a su verdugo, abrazándose a sus piernas, lo que encendía los ojos del yanqui; se lo quitaba de encima con una patada en la cara y luego le aplicaba un castigo aún más severo y con mayor furia. Pero muchos otros, sobre todo las mujeres, aguantaban hasta el final, sin chistar, los diez, veinte y hasta treinta varazos, según la gravedad de su delito.
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Pero bueno, el problema de recoger estas anécdotas inconcebibles de nuestra historia con los Estados Unidos es que le damos nuevas ideas a Trump. Dios nos libre.
* En el título, referencias en paréntesis/ léase "Confabulario"...
ResponderEliminarY que puede uno decir, si las palabras brotan del pensar y este del sentir, en este asunto es un sentir que en roja sangre ahoga la palabra ,horrible realidad , de todos es roja la sangre y por don concedida el habla...la justicia no es una esperanza de ya se ejecuta en el no perdon de quien la quebranta .
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