Adivinar cuánto durará este año que ya está casi a la mitad. Parece como si hubiéramos llegado a mayo sin pasar por febrero. Adivinar si el tiempo ha empezado a encogerse, si los días se harán horas y el cambio climático consiga desaparecer las noches que cada vez son más cortas. Adivinar. Uso este infinitivo así, en vez de quién sabe, desde que tuve palabras. Dice mi compadre y vecino, un poeta sabio, que semejante disposición del verbo es juego mío. Adivinar. Yo creo que así se usaba en mi familia, pero a la mejor era en mi ciudad. No sé. Igual y de veras lo inventé. ¿Será que crecí en un mundo en permanente reconciliación con el azar? ¿O que nuestra curiosidad era tan frecuente que vivíamos dentro de una adivinanza? Lo cierto es que yo nunca he creído que sea posible adivinar el futuro, pero siempre me han impresionado quienes sí lo creen. Y cerca de mí no han faltado estos personajes que pueden pasar de la lógica matemática a la imaginería y de las dificultades económicas a la bonanza, gracias a la pasión por adivinar y creer en las adivinaciones propias y las ajenas.
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Tuve una tía guapa y alegre, pertinaz y fantasiosa. Enamoradiza y valiente. Se casó con un hombre muchos años mayor que ella. En contra, por supuesto, de sus papás. Debió ser guapo, yo no lo recuerdo, pero varios encantos habrá tenido, porque la tía Catita procreó con él seis hijos. Quizá hubiera alcanzado a tener más, pero el tío murió de un infarto a los ocho días de nacidos los últimos dos.
Al indeciso azar quedó entregada la tía y dispuesta a todo para salvar de la pobreza a sus criaturas. Era ingeniosa y trabajadora. Así que puso una casa de huéspedes, y en el patio de atrás criaba patos y gallinas. Su casa era un jolgorio de gente que entraba y salía mientras ella, así la recuerdo, lavaba ropa en un fregadero que estaba en alto, como volando. Creo que para evitar que los patos tuvieran algo que ver con las sábanas, lo había hecho subir sobre tres escalones. Era como verla en un faro. En el centro del patio, pudiendo escudriñar de a una esquina a otra lo que pasara en su casa. Tenía el pelo oscuro y largo. Siempre suelto. Y la lengua encantada. Para todos había. Al faro de su fregadero se acercaban los huéspedes, luego alguna vecina, después la amiga de una amiga. Y ella siempre tenía una historia que contar, siempre disposición para oír a cualquiera y sin duda algo que discernir o prever. De su capacidad para esto último, más la elocuencia tenaz de sus consejos, salió un don. Y la noticia corrió por la ciudad pequeña y ávida: Catita podía adivinar cosas. Y sus palabras consolaban porque decían lo que a su consultante le urgía escuchar. Cada mañana le llegaba una nueva recomendación. El patio empezó a llenarse de visitas y la gente quiso privacidad. Al principio los consejos eran públicos, aunque fueran en voz baja, pero luego hubo que usar uno de los cuartos de huéspedes para volverlo consultorio. En ese momento la fama ya era tal que había subido a los cerros de los importantes y desde ahí bajó una mujer insólita a pedir ayuda para su incurable mal de amores. No sé si ella fue la primera en pagar por el oráculo, pero sí que fue por esos días en que hubo que empezar a hacer cita para ver a la tía. Y que por esas fechas su decir fue volviéndose inapelable. Como las entrañas de las palomas romanas, las palabras de la tía eran temidas y adorables. Porque uno le dijo a otra, y otras a unos, que de su boca salía siempre la pura verdad.
A mi madre, que en materia de adivinanzas era escéptica como una cartesiana, el asunto le parecía poco confiable. Una cosa era creer en verdades duras como la beatitud de Sebastián de Aparicio o la magnificencia del Señor de las Maravillas, y otra aceptar que su cuñada podía decirle a la gente lo que iba a ser su destino. Más complicado aún: lo que había sido y lo que estaba siendo su destino. Sin embargo, se iba quedando sola en su incredulidad. La fama de tía Cata voló incluso a otras ciudades. Era una bruja blanca, decían, un hada envuelta en celofán de verdades incontestables. Si a una la dejaba el marido, otra quería saber si a ella le sucedería algo del estilo. Si el marido volvía, otra quería pedir que el suyo no volviera jamás. Pedir, digo, porque su buen nombre cobró tal auge que de adivina pasó a intercesora. Yo no sé bien con quién hablaría, nunca se lo pregunté, ni la entonces obligada prudencia de mi cuna me lo hubiera permitido. Habría sido como dar por hecho que la candidez popular podía prender en un nuestro ánimo. Y mi mamá, que tanto quería a su cuñada, que mientras tuvo problemas la visitó con asiduidad y cariño, a la hora en que empezaron las videncias se alejó sin escándalo, ni ironías. No se sintió capaz de entender esa música. Además ya no hacía falta, la casa de su cuñada iba en vuelo, con todo y faro, sin necesidad de ayuda alguna. La tía se bastaba y sobraba. Ella sola, con su lengua y sus manos, hizo y dijo ensalmos tales que no faltaron dueños del más alto entendimiento capaces de rendirse ante la verosimilitud de sus acertijos. Porque no hay nada más cierto que lo increíble. Y eso ella lo sabía de cerca. Así que empezaron a salir sapos de los huevos y a enamorarse de nuevo los malos maridos, mientras la tía y sus hijos salían adelante con todo y casa, patos y pan para “sus” pobres. Así los llamaba, suyos, porque ya la misericordia de las adivinanzas le daba hasta para hacer suyas las penas ajenas.
En los últimos veinte años de su vida la vi dos veces. La primera fue un día en que quiso leerme la mano y yo se la entregué descreída. Tenía yo un novio. “No te vas a casar con éste”, dijo. “Tú te vas a casar con un alto, de anteojos”. La segunda fue la última y me alegró abrazarla. Entre gitanos, me dije, no se lee uno la mano. Sí que había sido cierto lo del alto de anteojos, pero igual hubiera podido no ser cierto. Y eso lo sabíamos las dos. Contar historias fue lo suyo y se volvió lo mío. Escribir es un modo de jugar a las adivinanzas. Adivinar adivinando.
Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de La emoción de las cosasMaridosMal de amoresMujeres de ojos grandes y Arráncame la vida, entre otros títulos.