jueves, 13 de agosto de 2015

ENTREVISTA CON SERGIO MONDRAGÓN, Ricardo Venegas (La Jornada Semanal)



 Foto: María Melendrez Parada/ La Jornada
Sergio Mondragón nació en Cuernavaca, Morelos, en 1935. Estudió periodismo e hizo estudios de lengua y literatura japonesa en la UNAM. Ha sido editor de varias revistas culturales, entre ellas
El Corno Emplumado, Japónica, Memoranda, Revista de Estudios Budistas y, actualmente, de la Revista de Literatura Mexicana Contemporánea, que publican la Editorial Eón y la Universidad de Texas. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte, del Conaculta. Es autor de tres antologías de poesía: hispanoamericana, mexicana y estadunidense, y coautor, con Átsuko Tanabe, de Un rebaño bajo el sol, poesía japonesa moderna, así como de seis libros de poesía. En 2010 obtuvo el Premio Internacional de Poesía Zacatecas, y en 2011 recibió el Premio Xavier Villaurrutia de escritores para escritores.
Editor de la revista literaria
El Corno Emplumado. Fue el más
connotado beatnik mexicano
entrevista con Sergio Mondragón
Ricardo Venegas
–José Agustín dijo: “en México se dieron pocos beatniks. El más connotado de todos fue el poeta Sergio Mondragón, quien [...] fundó El Corno Emplumado, una excelente revista literaria, bilingüe, donde publicó la plana mayor de los poetas beat de Estados Unidos.” Por años usted impulsó esa revista ya legendaria. ¿Cuál fue su experiencia como editor de una publicación que hizo historia?
–El poema que escribí al término de mi participación en la revista, la cual publicamos durante siete años, podrá quizás dar respuesta a esta pregunta:
Con esta fecha quedo separado (y unido)
Corno emplumado, letanía de siete años, uno por cada
día de la semana, uno por cada
nota de la escala, por cada uno de los colores
después de la lluvia, siete planetas,
siete perfumes, siete palpitantes corazones
pendientes del collar de Coatlicue,
siete glándulas que tiritan de impaciencia,
siete años de tu (mi) vida, corno emplumado,
siete años y tres niñitos, una esposa, un jardín
de muros calientes y buganvilias, de ceremonias
entre los prados;
ahora comienza otra aventura, cabroncito,
hijo mío, papi mío, llegó la hora
de tomar la mochila y partir, dios
te bendiga, dios nos agarre
confesados, corno emplumado,
gracias por las palizas, por los amores,
por tanto jazz,
gracias por llenarme de amigos
las espaldas, por colmar de cartas
mis gavetas, de poemas mis mañanas,
corno emplumado, joven navío blanco
que zarpa en la clara mañana, corno
emplumado, me voy en el avión
del mediodía, no olvides
saludar con cortesía, corno emplumado,
no te comas las uñas, corno emplumado,
sé dócil y no hagas esfuerzo alguno, corno
emplumado, déjate llevar por el viento de abril
en cualquier época del año,
corno emplumado,
nunca te olvidaré, corno emplumado, pero ahora mismo
le tuerzo el cuello a tu recuerdo,
corno emplumado,
ya nos exprimimos suficiente, ya nos amamos
bastante, corno emplumado, adiós.
Este poema lo escribí en 1968, luego de la represión que el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz ejerció en contra del movimiento estudiantil en vísperas de las Olimpiadas de aquel año, y que El Corno denunció en el editorial de su número 28, de octubre de 1968.

La revista fue el resultado de la convergencia que se dio en México –un encuentro fortuito, no planeado, una manifestación de la casualidad, esa hija de la causalidad que rige nuestras vidas– de poetas estadunidenses y sudamericanos con poetas mexicanos a principios de los años sesenta. La ciudad, el país, era entonces un hervidero de inquietudes y movimientos populares. Había un sindicalismo vivo en esos años. El pintor Siqueiros, el líder de los ferrocarrileros Demetrio Vallejo, el profesor Othón Salazar, el luchador social Valentín Campa, los telegrafistas y los líderes de médicos de los hospitales del gobierno, entre otros, encabezaban movimientos sindicalistas y populares que tenían a México de pie, pidiendo democracia real, distribución justa de la riqueza, en fin, una vida mejor, más libre y más justa para todos los mexicanos. Muchos países de América Latina eran sacudidos en aquel entonces por feroces dictaduras militares y violentos gobiernos oligárquicos.

Alberto Blanco, José Agustín Ramírez, José Agustín, Sergio Mondragon y Emiliano López después de transmitir el último programa de la serie La cocina del alma, en las instalciones de Radio UNAM, 30 de enero de 2004.
Foto: José Antonio López/ La Jornada

En ese ambiente de inestabilidad social se daba también un movimiento de renovación de las artes. Se oía el jazz en las tiendas de discos y en los bares de Ciudad de México. En el radio sonaba el rock and roll, novedades recién llegadas a nuestro país, mientras por su parte los pintores se revelaban en contra del famoso dogma “no hay más ruta que la nuestra”, proferido por los “tres grandes” de la pintura mural: surgía ahora el trabajo y las actitudes y trazos libres de “los hartos”, Cuevas, Goeritz, Friedeberg, y de otros artistas plásticos que incursionaban en el arte abstracto y no figurativo. En la literatura sucedía algo parecido. Carlos Fuentes, Juan José Arreola, Juan Rulfo, Salvador Elizondo, José Agustín, Gustavo Sainz, dejaban atrás una forma lineal de narrar y abrían espacios nuevos entre nosotros. En la poesía fulguraba ya el nombre de Octavio Paz y refulgía su libro La estación violenta. Y Marco Antonio Montes de Oca marcaba el camino de la nueva poesía, al lado de Sabines y Efraín Huerta. Retomando el trabajo iniciado por los poetas estridentistas de décadas anteriores, manifestaban todos ellos el ritmo del verso asimétrico, irregular, libre de trabas como la de la rima. La poesía de los años sesenta se abrió a la obra de los nuevos poetas: Homero Aridjis, José Carlos Becerra, Gabriel Zaid, Thelma Nava, José Emilio Pacheco, los muchachos de “La espiga amotinada”, entre muchos otros.   

En esa atmósfera de renovación nació El Corno Emplumado, una revista que como usted dice “hizo historia”, aunque nunca se propuso hacer historia, nada más alejado de sus intenciones. Fueron muchas las revistas que “hicieron historia” documentando aquella aparición de la nueva poesía: Pájaro Cascabel, que editaron Thelma Nava, Luis Mario Schneider y Dionisio Morales; El Rehilete, con Margarita Peña; la Revista Mexicana de Literatura, en fin, muchas otras. De Argentina llegaba Eco Contemporáneo; de Venezuela, El Techo de la Ballena; de Cuba, Casa de las Américas; de Nicaragua, El Pez y la Serpiente. El movimiento era continental. La nueva poesía circulaba por todos nuestros países.

Mi experiencia como editor de la parte en español del Corno fue la de estar en el centro de un trabajo intenso, al lado de Margaret Randall, que era la editora en inglés (en el primer número hubo otro coeditor: Harve Wollin). Había que seleccionar el material que se publicaba, contestar el correo –en ciertos momentos unas quince cartas diarias, procedentes sobre todo de Estados Unidos y de Latinoamérica–, buscar los patrocinadores económicos, hacer antesalas, redactar solicitudes, leer manuscritos, más el trabajo de imprenta, corrección de pruebas, y la distribución: enviar paquetes de revistas, recorrer las librerías de la ciudad. En muchas ocasiones los amigos poetas que pasaban por la casa nos echaban la mano en tales tareas. Y paralelamente a todo ello, ganarnos la vida haciendo traducciones y otras talachas intelectuales. Esto es algo de lo que teníamos que hacer como editores del Corno.

–Al leer sus poemas es posible advertir que no se es el mismo después de leerlos. Javier Sicilia lo confirma: “Una poesía así trabajada desde lo más íntimo, nos transforma o no sirve para nada.”
–Es una lectura extremadamente generosa y abierta la que hacen Sicilia y usted de mis poemas. Se lo agradezco mucho. Por mi parte diré que la poesía nos ayuda a conectarnos con aspectos inéditos del mundo y del lenguaje. Y eso enriquece nuestras vidas, amplía nuestra comprensión de la realidad y nuestra percepción de la profundidad y belleza de todo lo creado. Esa es quizá la transformación a que se refiere Sicilia.

–En su obra hay meditación. ¿Podría hablar del impacto del budismo zen en su obra?
–El budismo nos enseña, entre otras cosas muy importantes, a percibir la interdependencia que existe entre todos los fenómenos de la naturaleza, de la creación entera. Y naturalmente, de nosotros como individuos formando parte de esa red interdependiente e interrelacionada que se extiende a través del tiempo y el espacio. Esto se llama “el principio de la dependencia original”. O sea que ninguna cosa, ser, o idea, puede llegar a la existencia independientemente. En el instante en que una cosa existe, tiene necesariamente conexiones con otras cosas que existieron en el pasado y que van a dejar de algún modo su huella en el futuro. Es esta visión de la estructura interconectada de todas las cosas la que modela la comprensión budista de nuestra relación con los seres humanos y con los fenómenos pasados, presentes y futuros. Esto lo he aprendido en mi contacto con el budismo zen, primero, y luego con el budismo laico Reiyukai, que practico actualmente, el cual sin duda ha influenciado todo lo que escribo y, más importante, todo lo que vivo.

–¿Qué es la poesía para Sergio Mondragón?
–La poesía es la quintaesencia del lenguaje, de la expresión. Y no sólo de la expresión humana, sino expresión de la naturaleza en general, alguno de cuyos destellos adquiere luego expresión escrita, nivel literario.

–¿Nos podría hablar de sus proyectos actuales, qué escribe actualmente?
–Escribo poemas en prosa y en verso, proyecto un libro con ese material, que se llamará Seres que no pesan
–En su Reencuentro con una amiga dice: “Pongo una fecha/ la recuesto en el tiempo/ vibra una hoja/ en la boca del libro/ bosques de calendarios/ se dan cita a las cinco/ sopla el viento de siempre/ vuelan los años atareados/ en fila hacia el encuentro/ surgen escenas desterradas/ al desván olvidado/ mientras corro a buscarte.”¿El poema sigue siendo el lugar de los encuentros?
–Sí. Lo dice usted muy bien. El poema sigue siendo el lugar de los encuentros. El lugar en que me encuentro conmigo mismo.

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