Dos escritores miran a Cela
Juan Manuel de Prada y Alberto Olmos nos retratan al genial novelista en el centenario de su nacimiento
La escritura total, por Juan Manuel de Prada
Cela disfrutó en vida de la gloria; ahora parece estar pasando ese purgatorio que los escritores grandes padecen tras su muerte. Para mí Cela representa la escritura total, la escritura en acto, la escritura insomne, indeclinable y pugnaz. Cela era escritor, desde luego, en cuanto escribía; pero también en cuanto hacía y decía: cuando miraba a una mujer (y no se recataba de hacerlo con fruición, cuando la mujer le gustaba), cuando ironizaba de la necedad contemporánea (e ironizaba mucho), cuando se enardecía y enojaba (y entonces era un escritor tonante y aureolado de un furor bíblico).
En estos días ando leyendo el suculento volumen «La forja de un escritor» (1943-1952), editado por la Fundación Banco Santander al cuidado de Adolfo Sotelo Vázquez, en el que se incluyen una gavilla de colaboraciones periodísticas del Cela primero. Leyendo estas virutas de su taller literario uno comprende el formidable genio literario de un escritor como Cela que,teniendo voluntad de ruptura, quiso sin embargo alimentarse siempre en los manantiales de la tradición, cuyas aguas supo purificar y también enturbiar un poco (porque a Cela le gustaba pisar todos los charcos y chapotear en todos los manantiales), para adentrarse en las honduras más trágicas y conmovedoras del alma humana. Cela es a un tiempo tierno y cruel, lírico y bronco, áspero como una alimaña hambrienta y suave como un pájaro aterido. Es un heredero de la tragedia clásica, capaz de sumergirnos en las simas de la angustia y del dolor; y también un heredero de la picaresca española. Junto al escritor que invoca con su escritura cadenciosa y alucinada los atavismos más horrendos, encontramos al escritor compasivo de las úlceras y tormentos que padecen sus criaturas.Toda la escritura total de Cela se resume en esta tensión entre piedad y crueldad, lo que la hace embriagadora como la propia vida. Porque en el torrente de su prosa hallamos siempre la tumultuosa, feroz, delicada vida.
El correr de los relojes, por Alberto Olmos
A la desaparición de un escritor que ha protagonizado su tiempo literario suele seguirle un silencio riguroso, casi un mandato de orfandad para con sus libros, que deben sobrevivir por cuenta propia en el hospicio de las bibliotecas. Con Cela, esta fórmula de re-legitimación póstuma está siendo particularmente cruel, pues el personaje, con sus palanganas, sus piscinas, su nota delatora y esa viuda viral que hace buena hasta a María Kodama, amartilló con mimo en muchos corazones un deseo de venganza que acaso no se sacie hasta que pasen otros cien años. Mejor le fue a Delibes; mejor, incluso, le está yendo a Francisco Umbral. A los dos los tienen en mente los jóvenes escritores, que de Cela prefieren no acordarse.
Cela, sin embargo, con toda su campechanía y salacidad, con ese estilo suyo que pone del revés el idioma español por sus costuras más pringosas, sigue siendo de largo uno de los escritores más radicales de todo el siglo XX. Después de «La familia de Pascual Duarte» y de «La colmena», que ya exploraron maneras novedosas en nuestra narrativa, se internó en una suerte de voz histérica y colectiva que no abandonó hasta sus últimos libros, una voz genial sin otro protagonista que el pueblo español, las señoras y los señores, los muchachuelos y las zagalas, que normalmente localizaba en la habitación de las fregonas o en un burdel, tan enternecedoramente humanos. Tanto la voracidad verbal como la riqueza de caracteres que encontramos en «San Camilo 1936», «Oficio de tinieblas 5» o «Mazurca para dos muertos» remontarán inevitablemente la sima de mala fama donde el autor ha visto arrojado su nombre, porque el lector sólo se encabrona con aquel a quien vio vivir, y no con el fantasma que le dejó hace siglos un gran libro para que lo leyera.
Así, los relojes corren a favor de Camilo José Cela, segundo a segundo, minuto a minuto, hasta marcar la hora exacta de su eterna maestría.
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