El arte narrativo de
Amparo Dávila
Evodio Escalante
Sin los reflectores de otras grandes escritoras del
medio siglo como las admiradas Rosario Castellanos y Helena Garro, Amparo
Dávila se impone en la escena literaria de nuestro país por el arte riguroso de
la ficción, que tiene en ella a uno de sus más finos representantes. “Escribir
es una enfermedad incurable”, ha dicho la narradora en una reciente entrevista.
Pero esta enfermedad, habría que añadir, la ha cultivado ella con una entrega y
una disciplina que muy pocos alcanzan y que se refleja en la impecable maestría
de sus textos. La niña solitaria y enfermiza que ve las primeras luces en
Pinos, Zacatecas, un pueblo minero semiabandonado, la niña rodeada de muerte
que se imagina a sí misma como una aprendiz de alquimista que sube al monte
para coleccionar flores y piedras con las que intentará hacer mágicos
menjurjes, la niña friolenta y asustadiza a la que acosan los fantasmas y los
sobresaltos del insomnio, que descubre en la biblioteca del padre La divina
comedia, de Dante con el primer beso de Paolo y Francesca y
el magisterio simbólico de Virgilio, encuentra en la escritura una forma de
diálogo que le atempera la soledad y que le ayuda a convivir con los seres
imaginarios que le espantan el sueño y que le hacen compañía en las altas horas
de la madrugada.
Si la vida está hecha de encuentros afortunados,
sin duda el que la marca para siempre en su carrera como escritora es su
amistad con Alfonso Reyes. Amparo Dávila conoce al escritor en San Luis Potosí,
y cuando se traslada a vivir a Ciudad de México a mediados de los años
cincuenta, al poco tiempo se convierte en su secretaria. “A su lado, en la
Capilla Alfonsina –rememora la escritora– aprendí muchas cosas que han sido
fundamentales para mi oficio: aprendí a ser libre y no guiada por algún grupo o
círculo literario, a no tener más compromiso que conmigo misma y la literatura;
también aprendí que la prosa es una disciplina ineludible y comencé a
practicarla como mero ejercicio.”
La amistad de Reyes, podría decirse sin
exageración, fue la gran beca que necesitaba para encontrar su camino en las
letras. Varios años después recibe el estipendio del Centro Mexicano de
Escritores, pero para entonces Amparo Dávila ya había publicado, además de sus
libros de poesía, con los que se inicia, Tiempo
destrozado (1959) y Música
concreta (1964), los textos que la consagran como una
delicada y consumada artista de la prosa. Si bien es cierto que recibe en 1977
el Premio Xavier Villaurrutia por su tercer libro de cuentos, Árboles
petrificados (1977), lo subrayable es que los lectores y la
crítica literaria ya la habían consagrado de modo unánime desde los años
sesenta. Los críticos más reconocidos del momento, como Emmanuel Carballo,
María del Carmen Millán y Aurora Ocampo la incluyen en sus respectivas
antologías del cuento. Sus textos merecen la atención de personalidades tan
diversas como Luis Mario Schneider y Eunice Odio, Huberto Batis y Luis Leal,
María Elvira Bermúdez y Silvia Molina, Elena Urrutia y Margarita Villaseñor, y,
sorpresas nos da la vida, José Vázquez Amaral, profesor en la Rutgers
University de Estados Unidos, famoso años después por su titánica traducción de
los Cantares completos, de Ezra
Pound, reseña su primer libro de cuentos en The New York
Times.
Lo unheimlisch (lo
siniestro u ominoso) de Sigmund Freud y la figura romántica del doppelgänger (esto es,
del doble) han sido invocados a menudo por los estudiosos para tratar de
explicar la mecánica de sus textos. La referencia al realismo
fantástico, Todorov de por medio, ha sido otro de los
caballos de batalla con que se ha pretendido encasillar su escritura. Lo cierto
es que estas aproximaciones, que peligrosamente se convierten en esquemas
explicativos, recubren a menudo el núcleo vivo de sus textos añadiendo
innecesarias capas de interpretación que acaso ocultan y vuelven invisible lo
que hay de más peculiar en ellos. Se diría que la hermenéutica es como el
adjetivo: que cuando no da la vida, mata; y cuando no ilumina de lleno,
entenebrece, distorsiona y oculta. Por supuesto, la obra precisa y condensada
de Amparo Dávila no necesita un mesías de la crítica, sino antes bien la
devoción del atento lector, liberado de los lugares comunes y de los prejuicios
que a menudo empañan el trabajo y el placer de la lectura.
Una de las mejores narradoras de nuestro tiempo,
Cristina Rivera Garza, le rinde a Amparo Dávila un homenaje que estimo tiene
dimensiones generacionales, al convertirla en personaje de su novela La cresta de
Ilión (2002). Su obra, por lo demás, merece cada vez
mayor atención por parte de los estudiantes de letras tanto en la licenciatura
como en el postgrado. Entre los múltiples acercamientos que sus textos
provocan, quisiera destacar un ensayo más o menos reciente de la profesora
Lidia García Cárdenas incluido en un libro que coordinaron Gloria Vergara
Mendoza y Ociel Flores Flores, Hermenéutica de la literatura mexicana
contemporánea (México, UAM-Azcapozalco,
2013), Resonando sin duda con la temprana lectura que hizo Amparo Dávila de la Comedia del Dante,
Lidia García Cárdenas nos invita a penetrar en los “pasajes del inframundo” que
encuentra en la narrativa de nuestra autora. El simbolismo es claro: lo alto y
lo bajo representan un juicio de valor. Por una escalera se puede ascender
hacia la libertad y la espiritualidad, pero de igual modo es posible descender
hacia lo grosero y corrupto, hacia lo banal y lo cotidiano. Apoyándose en
Lotman y Bachelard, Lidia García Cárdenas analiza la significación del eje
vertical, vinculado al ascenso o descenso simbólico de los personajes, con el
eje horizontal de la existencia cotidiana. Para ilustrar su idea escoge tres
textos de Amparo Dávila: “Fragmento de un diario”, “El desayuno” y “Óscar”,
tomados respectivamente de Tiempo destrozado, de Música concreta y de Árboles
petrificados.
Los espacios en los que transcurre la acción
narrativa tienen un significado. Advertir de modo preciso el significado de
estos espacios, del sótano, de la planta baja, donde se encuentra el comedor, y
del primer piso en el que están las habitaciones, por poner un ejemplo, ayuda a
develar la estructura ética y hasta sociológica del texto titulado “Óscar”. No
voy a repetir los ricos y sugerentes análisis de Lidia García Cárdenas. Remito
a ellos a la vez que me permito esbozar en dos o tres brochazos lo que los
relatos de Amparo Dávila me hacen pensar. En este cuento, se diría, la
arquitectura misma de la casa de los personajes ya indica una posición de
valor. La tópica freudiana parece cumplirse al pie de la letra: el sótano sería
el dominio del inconsciente y de los instintos que amenazan la vida normal; a
la planta baja correspondería al “yo”, al ego del aparato psíquico freudiano,
mientras que el primer piso, al que naturalmente se accede por escaleras,
podría representar la conciencia moral o el super-yo de los personajes. Mónica,
la hija de familia, regresa a la casa familiar después de haber vivido mucho
tiempo en la capital, pero este regreso a la provincia significa enfrentarse a
todo aquello de lo que ella había intentado escapar: la presencia de lo siniestro.
A través de su mirada descubrimos poco a poco la naturaleza de ese infierno. Su
hermano Óscar, que acaso padece una enfermedad mental, habita en el sótano,
tras una puerta metálica. Pero desde ahí regula cada vez con mayor eficacia la
vida de los otros habitantes de la mansión al grado de hacerles la vida
insoportable. En el comedor de la planta baja se reúne el resto de la familia
para simular que viven una vida como la de todos, lo cual se ve desmentido con
el catastrófico incendio del final que se origina en el sótano y que termina
arrasando con la casa de la familia. Esto que comento basta para que adviertan
el significativo papel del espacio en los textos de nuestra autora.
Siempre me llamó la atención ese extraño texto que
se titula “Fragmento de un diario”. Antes que nada, y sobre todo, porque me
parece una paráfrasis feliz de otro breve texto de Franz Kafka titulado “Un
artista del hambre”. En este caso lo que tenemos es un artista que experimenta
no con las palabras, los sonidos o los colores, sino con el dolor. Al revisar
la ficha de Amparo Dávila en el Diccionario de escritores mexicanos que coordinó
la doctora Aurora Ocampo en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM,
advierto que una primera versión de este texto tenía un título más completo:
“Fragmentos del diario de un masoquista.” Al prejuzgar al autor del diario como
un “masoquista”, esta primera versión estrechaba la significación del texto y
acaso hasta tomaba partido en contra de ese evidente enfermo al que le gustaba
procurarse él mismo una considerable cuota de sufrimiento corporal. Con
sabiduría narrativa, me parece, Dávila abrevió el título para indicar que
cualquiera de nosotros puede ser el autor de ese diario. Como apunta muy bien
García Cárdenas, no hay una sino dos escaleras en este relato. La escalera
física del edificio, por donde suben y bajan los inquilinos del mismo,
interrumpiendo a menudo los experimentos del per-sonaje, y la otra escalera, de
índole moral, y hasta metafísica, que es la escala del dolor que el
protagonista se infringe a sí mismo. Porque de esto se trata: de alcanzar el
máximo sufrimiento posible, hiriéndose, torturándose hasta desmayarse, como una
forma que tiene el personaje de experimentar algún tipo de éxtasis y de
acrecentar con ello su espiritualidad.
Ahora que regreso a este texto maestro me viene a
la cabeza que acaso con él su autora quiso representar de manera simbólica, no
tanto la vida de un personaje al que de modo fácil podríamos designar como
masoquista, sino lo que significa ser escritor. Tal cual. Escribir un cuento,
lo mismo un cuento maestro que un cuento común y corriente, pero eso sí, con
pretensiones literarias, implicaría de algún modo ascender renglón por renglón
en la escala metafísica del dolor. Saber que se escribe para sufrir. Pero que
este sufrimiento autoinducido es de algún modo un acto de libertad y una
salvación.
¿Qué tiene qué ver escribir un cuento con esta
experiencia graduada y a la vez intensificada del dolor? Lo diría de esta
manera: escribir un cuento es capturar una sabiduría, sabiduría que pretende
condensar la quintaesencia de la experiencia humana. Amparo Dávila, gran
lectora de la Biblia, no me dejará mentir. ElLibro de la sabiduría lo declara
de modo tajante: Quien añade sabiduría, añade dolor. Implacable
exploradora del universo humano, cada uno de los textos de Amparo Dávila es una
incursión en los territorios del sufrimiento. Al escribirlos, al redactarlos,
al pulirlos, ella misma va graduando su escala como si tratara cada vez de ir
más allá de lo permisible y de lo humanamente soportable. Como si estuviera
completamente de acuerdo con Nietzsche, cuando decía: Tenemos el
arte para no perecer de la verdad •
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