lunes, 24 de octubre de 2016

ACERCA DEL ESTILO LITERARIO, Flavio Crescenzi (Semanario Las Nueve Musas)

Flavio Crescenzi
Sábado, 22 de octubre de 2016
EL ESCRITOR ORIGINAL NO ES AQUEL QUE NO IMITA A NADIE, SINO AQUEL A QUIEN NADIE PUEDE IMITAR

Acerca del estilo literario

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Noticia clasificada en:Artes literarias
Concebir una obra de literatura creadora es concebirla en su particularidad. Un razonamiento es cosa distinta; se ocupa con ideas, en el sentido lógico, y éstas pueden ser expuestas clara u oscuramente, con economía o despilfarro.
I

Muchos de los términos utilizados por las jergas filológica, crítica y editorial tienden a confluir en una suerte de limbo lingüístico desde el cual logran exhibir su particular «disponibilidad» semántica. Un ejemplo de esto bien podría serlo la palabra estilo. Dejando de lado su significado etimológico —el cual ya he puntualizado en mi artículo anterior—, es posible percibir en ella, por lo menos, tres significados más. Pasaré a enumerarlos.

En primer lugar, llamamos estilo a esa individualidad expresiva mediante la cual podemos reconocer o distinguir a un escritor. Es fácil reconocer, por ejemplo, la prosa de Alejo Carpentier, Jorge Luis Borges o Francisco Umbral (por nombrar tres escritores galardonados con el Cervantes, pero muy distintos entre sí); en cambio, quizá por lo estandarizado de sus recursos, es difícil reconocer la prosa de Sidney Sheldon, Wilbur Smith o Dan Brown. Sin ánimos de establecer una polémica sobre la calidad de los autores mencionados, agregaré, para resumir este punto, que todos los elementos que contribuyan a hacer reconocible lo que escribe un hombre serán parte constituyente de su estilo.
  
En segundo lugar, la palabra estilo alude a las técnicas de expresión, es decir, a la facultad que tiene un escritor de exponer claramente una secuencia de ideas. En puridad, creo que esta acepción sólo puede aplicarse a la exposición de ideas intelectuales, pues, como sabemos, los novelistas y los poetas no expresan en sí ideas, sino percepciones, intuiciones, convicciones emotivas que se materializan en una determinada concepción integral de obra. Si un texto literario está en realidad bien concebido, será inmune al peligro de la mala redacción, ya que, como dice Middleton Murry, «concebir una obra de literatura creadora es concebirla en su particularidad. Un razonamiento es cosa distinta; se ocupa con ideas, en el sentido lógico, y éstas pueden ser expuestas clara u oscuramente, con economía o despilfarro»[1]. Por supuesto, hay ciertas reglas generales de composición que deben respetarse, por ejemplo, evitar los errores ortotipográficos y gramaticales, mantener la coherencia y la cohesión del texto, conservar un mismo registro o tono, sortear las ambigüedades, etc.

En tercer lugar, la palabra estilo se emplea en un sentido completo. Todos hemos utilizado alguna vez expresiones como «este escritor tiene estilo». Pues bien, no sabemos con exactitud qué es lo que queremos decir con esta frase, sin embargo, solemos emplearla para indicar que el escritor aludido maneja muy bien su oficio, a tal punto que es capaz de elevarlo a un nivel de excelencia formal digno de admiración.

En suma, la palabra estilo es entendida simultáneamente como peculiaridad personal, como técnica de exposición y como conquista formal. Es evidente, pues, que las posibilidades de confundir sus acepciones son muchas. El crítico, editor o filólogo, por tanto, debería explicar el sentido en el que emplea la palabra, y lo cierto es que pocas veces lo hace. En el caso del crítico, al menos, esto está justificado, ya que, por lo general, el crítico también «crea» en su crítica, es decir, también despliega un estilo. Sin ir más lejos, la parte primordial de su trabajo es transmitir el efecto, la total impresión intelectual y emotiva que le ha dejado la obra que critica. Sin este antecedente, su crítica será estéril y aburrida. De esto podemos inferir que los términos que utilice el crítico en la explicación de sus impresiones no tendrán un sentido preciso, sino más bien un tono y una cualidad particulares.

II

Cuando una palabra alcanza la dignidad de poseer diversos significados, empieza a tomar vida propia y, una vez que ha empezado a disfrutar de esa existencia independiente, los malentendidos, por más vagos e involuntarios que sean, comenzarán a echar raíces. Así es como, a lo largo de la historia, muchos colegas llegaron a pensar que el estilo no era más que un ornamento cuya única finalidad era engalanar el texto. Cualquier escritor que posea un sano instinto literario, o una módica honestidad intelectual, podrá disipar enseguida este equívoco, por lo menos, en lo concerniente a su obra; sin embargo, es probable que otros no puedan evitar caer en él. Éste es, sin duda, el más evidente de los malentendidos acerca del estilo. De hecho, podemos afirmar que, así como el prejuicio del hombre culto y sofisticado es pensar que el realismo en literatura es sinónimo de vulgaridad, el prejuicio del hombre común es pensar que tener estilo es escribir «bonito».

La idea de que el estilo es sólo un ornamento tiene su origen en la tradición retórica europea. Con todo, si analizamos esta idea desde una perspectiva pedagógica, llegaremos a la conclusión de que no siempre fue tan inconveniente como puede llegar a perecernos en la actualidad. Recordemos que los viejos profesores de Retórica se limitaban a enseñarles a sus discípulos cómo exponer un razonamiento o presentar un alegato. Si bien es cierto que su clasificación de los recursos retóricos era formal y extravagante, también es cierto que el arte que trataban de enseñar, con todos sus complejos atavíos, era un arte que, al menos, podía enseñarse. Si recomendaban el empleo del ornamento, aconsejaban, sobre todo, la construcción de una estructura lógica; y la prueba de que sus teorías no eran del todo desacertadas la tenemos en el hecho de que en Francia —país donde la tradición retórica más ha subsistido— el don de la exposición precisa y directa de un razonamiento lógico es mucho más común que entre nosotros los hispanohablantes.

Acerca del estilo literario

Se dice que un verdadero estilo debe ser único. Desde esta perspectiva, el acento personal parece ser lo esencial y, por tanto, quizá lo más valioso. Sin embargo, si se me permite la insistencia, lo valioso de un estilo personal dependerá de que sea la expresión de un auténtico sentimiento individual. Y será siempre responsabilidad del lector, esa suerte de crítico en potencia, tener la última palabra sobre esto.

Ahora bien, algunos estilos parecerían ser más particulares que otros. Esto suele producirse porque el modo de sentir del escritor se aleja extraordinariamente de las convenciones de su época, porque las peculiares experiencias emotivas que busca expresar caen fuera del horizonte ordinario de la experiencia humana o porque, impulsado por algún motivo extraliterario —como puede serlo el deseo de «espantar al burgués»—, ha convertido su lenguaje en algo exagerado y grotesco. Esta última es la falsa originalidad que no sólo adoptan los jóvenes escritores en su afán de parecer únicos, sino también los escritores adultos cuando les falta el vigor del sentimiento original y cuando su estilo, privado del néctar saludable de la verdadera emoción, desarrolla por sus propios medios una existencia ilusoria.

III

«El escritor original no es aquel que no imita a nadie, sino aquel a quien nadie puede imitar»[2], decía Chateaubriand. Si aceptamos lo que esta frase nos expone, deberemos admitir que la singularidad del estilo es inapelable, y que la emoción original que nos transmite exige un determinado método de expresión y no otro. Pero para aceptar esto, desde luego, se requiere sensibilidad y, sobre todo, paciencia.

Si bien es innegable que muchos escritores afectan una falsa originalidad, también lo es el hecho de que la crítica tiende a dejar de lado, acusándola de falsa, cualquier singularidad estilística. Que un estudioso de la literatura censure un estilo sólo porque no le resulte familiar es un tanto inconcebible; sin embargo, muchos críticos han incurrido en esta falta. Hasta un Sainte-Beuve se permitió desdeñar a tres de sus más grandes contemporáneos: Stendhal, Balzac y Baudelaire.[3] Sucede que los críticos se resisten a creer que todavía tienen algo que aprender; se niegan a someterse con humildad al influjo de una nueva obra literaria; no quieren tomarse el tiempo necesario para escuchar la música oculta debajo de la letra. Ahí donde faltan esas notas, las rarezas y arcaísmos del lenguaje suelen ser gratuitos y execrables; pero si el crítico no se toma el trabajo de encontrarle a la obra su música secreta, condenará injustamente al escritor.

Sea como sea, la crítica suele hacer énfasis únicamente en la naturaleza inmediata del estilo y no en los recursos de arte o artificio. Así, la novela Palinuro de México, de Fernando del Paso, una obra maestra de la literatura mexicana del pasado siglo, fue tildada en su momento de artificial por cierta crítica descuidada, justamente, porque ésta no supo reparar en los logros formales de la obra. Todo estilo es artificial, le diría a esos críticos, al menos, si partimos de que todos los buenos estilos se logran mediante un artificio. Cuando distinguimos entre buenos estilos, llamando artificiales a unos y naturales a otros, no estamos haciendo un juicio literario, sino más bien un juicio ético: estamos clasificando modos de expresión de acuerdo con un modo «estereotipado» de sentir. Es, por tanto, desde el interior de la obra misma desde donde debemos abordar la cuestión de la artificialidad. Si el centro vital del sentimiento está ahí, visible a nuestros ojos, podremos estar seguros de que lo que se tiene a veces por «artificial» no es otra cosa que el producto de una genuina exploración artística.

No hace falta aclarar que la artificialidad de Borges, Carpentier y Umbral (para insistir con los Cervantes) es fruto de esta misma orientación creativa, independientemente de que los resultados formales, como dijimos, difieran entre sí. Luego de esta aclaración, queda claro que los que nos dedicamos al estudio sistemático de la Literatura, ya sea desde la Filología, ya sea desde la crítica literaria, debemos emplear el término artificialidad con suma prudencia, pues, aunque sepamos con exactitud lo que queremos decir cuando lo usamos, la palabra, en sí misma, connota cierto menosprecio. Por lo general, quienes la utilizan son aquellos que ignoran el abismo que separa la artificialidad de estilo original, propia del autor que siente lo que escribe, de aquella otra que surge cuando el deseo de perfección no es acompañado por ningún sentimiento singular, es decir, cuando la capacidad de sentir del escritor ya se ha evaporado, dejando que lo que alguna vez fue un método de expresión sano y natural comience a vivir, por cuenta propia, una existencia fingida.  


[1] J. Middleton Murry. El estilo literario, México, Fondo de Cultura Económica, 2014.   
[2] François-René de Chateaubriand. El genio del cristianismo. Bellezas de la religión cristiana. Madrid, El Buey Mudo, 2010.
[3] Véase, Marcel Proust. Contra Sainte-Beuve, Barcelona, Tusquets, 2005.  

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