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AQUÍ SE PUBLICAN POR VEZ PRIMERA EN NUESTRO IDIOMA -EN SU VERSIÓN ORIGINAL, Y SIN CENSURA- LAS MEMORIAS DE WILLIAMS CARLOS WILLIAMS SOBRE SUS VISITAS A SAINT-ELIZABETH, MANICOMIO EN EL QUE FUE ENCERRADO EZRA POUND EN ESTADOS UNIDOS, LUEGO DE SER ACUSADO Y ENCERRADO POR TRAICIÓN A SU PATRIA.
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Poco antes de que Hitler invadiera Polonia, Ezra Pound me escribió diciendo que la ayuda suministrada por Mussolini al generalísimo Franco, no era másque una tentativa para limpiar un pantano de mosquitos. Le repliqué con una explosión de cólera: él, Ezra —le dije— era un triste representante de su país, etc. Declarada la guerra, dejamos de escribirnos durante varios años.
Cierto día, al volver a casa, Floss me contó que uno de los empleados del Banco preguntó si yo sabía de alguien en Italia conocido como Ezra Pound. Agregó que durante la tarde del día anterior dicha persona había hablado por radio y había dicho que el doctor Williams, de Rutherford, Nueva Jersey, lo comprendería.
—¡Dios mío! ¿Con qué derecho me arrastra en sus sucias historias?
Sólo repito lo que me dijeron —respondió Floss—. Tus “amigos” siempre te
envuelven en sus historias.
Le pregunté al empleado, pero no sabía nada más. Había captado la audición
por casualidad. Nunca escuchaba ese programa.
Luego, otro día, un joven me abordó en la puerta de mi oficina, me mostró sus papeles y me preguntó si había escuchado las audiciones de Ezra Pound en la radio italiana.
Le dije que no, pero que había oído hablar de ello.
—¿Sería usted capaz de identificar su voz?
—No, seguramente no; pero podría quizá reconocerla.
—¿Es amigo suyo desde hace mucho tiempo?
—Sí, desde la época de la Universidad.
—¿Aceptaría testimoniar que la voz que usted escucha es la voz de su amigo?
—Por cierto, si estoy seguro de que realmente es él quien habla ¿Pero cómo
puedo estar seguro?
—Nosotros le traemos las grabaciones de sus audiciones a su oficina con un
magnetófono. ¿Es usted un ciudadano leal? — dijo mirándome fijo a los ojos.
Me quedé turbado.
—Por supuesto que sí. Yo he consagrado, puedo decirlo, toda mi vida a mi país; he intentado servirlo por todos los medios. Hasta he escrito un libro sobre el tema.
—¿Qué libro?
—Se llama In the American Grain… y he escrito muchos artículos y ensayos y se oponen a la jauría de los “legisladores”; los guías compasivos pero ignorantes que hacen el juego a los criminales de las ciudades, los estados y las naciones. Y de nuestro primer deber en tanto que artistas, nosotros que somos los únicos miembros de la comunidad que conocemos algo y que debemos abrazar todo el campo del conocimiento. No pretendo trasladar las exactas palabras de Ezra, pero intento transmitir lo que sentí de ese arrebato, de esas frases inacabadas y sus réplicas. Debía volver a Washington. Él se levantó para despedirme y caminó hasta el portón, la cabeza llena de pensamientos. Afuera, llamé a un taxi.
Cierto día, al volver a casa, Floss me contó que uno de los empleados del Banco preguntó si yo sabía de alguien en Italia conocido como Ezra Pound. Agregó que durante la tarde del día anterior dicha persona había hablado por radio y había dicho que el doctor Williams, de Rutherford, Nueva Jersey, lo comprendería.
—¡Dios mío! ¿Con qué derecho me arrastra en sus sucias historias?
Sólo repito lo que me dijeron —respondió Floss—. Tus “amigos” siempre te
envuelven en sus historias.
Le pregunté al empleado, pero no sabía nada más. Había captado la audición
por casualidad. Nunca escuchaba ese programa.
Luego, otro día, un joven me abordó en la puerta de mi oficina, me mostró sus papeles y me preguntó si había escuchado las audiciones de Ezra Pound en la radio italiana.
Le dije que no, pero que había oído hablar de ello.
—¿Sería usted capaz de identificar su voz?
—No, seguramente no; pero podría quizá reconocerla.
—¿Es amigo suyo desde hace mucho tiempo?
—Sí, desde la época de la Universidad.
—¿Aceptaría testimoniar que la voz que usted escucha es la voz de su amigo?
—Por cierto, si estoy seguro de que realmente es él quien habla ¿Pero cómo
puedo estar seguro?
—Nosotros le traemos las grabaciones de sus audiciones a su oficina con un
magnetófono. ¿Es usted un ciudadano leal? — dijo mirándome fijo a los ojos.
Me quedé turbado.
—Por supuesto que sí. Yo he consagrado, puedo decirlo, toda mi vida a mi país; he intentado servirlo por todos los medios. Hasta he escrito un libro sobre el tema.
—¿Qué libro?
—Se llama In the American Grain… y he escrito muchos artículos y ensayos y se oponen a la jauría de los “legisladores”; los guías compasivos pero ignorantes que hacen el juego a los criminales de las ciudades, los estados y las naciones. Y de nuestro primer deber en tanto que artistas, nosotros que somos los únicos miembros de la comunidad que conocemos algo y que debemos abrazar todo el campo del conocimiento. No pretendo trasladar las exactas palabras de Ezra, pero intento transmitir lo que sentí de ese arrebato, de esas frases inacabadas y sus réplicas. Debía volver a Washington. Él se levantó para despedirme y caminó hasta el portón, la cabeza llena de pensamientos. Afuera, llamé a un taxi.
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Nos pusimos a conversar, el conductor y yo, como hago siempre con esos importantes mensajeros, hablando antes que nada del clima de la región. Le digo que soy médico y que fui al hospital a ver a un viejo amigo que estaba encerrado. Pero el hombre, como todo el mundo, se interesa especialmente en él mismo.
—¿Así que usted es médico? Dígame doctor, me duele la espalda. Mientras estoy sentado frente al volante estoy bien, pero apenas me levanto, algo me hace mal.
—Podría ser que tuviera quizás una fractura de disco. ¿Desde cuándo está así?
—Más o menos dos años.
—¿Cómo empezó? ¿Bruscamente después de un accidente, o luego de haber levantado algo pesado?
—Me di cuenta más o menos una semana después de haberme acostado con una de mis amiguitas. Hicimos todo lo que se puede imaginar. Alrededor de una semana más tarde comencé a sentirlo. Creo que es eso.
—Habrá sido demasiado.
—Y sí, creo que soy demasiado fuerte.
Guardamos silencio un instante en un cruce, y luego proseguí la conversación.
Hablé de la situación política del mundo, y aquí el chofer tenía algunas convicciones bien firmes.
Me explicó que Stalin era un imbécil; que posiblemente pasarían dos o tres años sin que hiciera nada contra Estados Unidos y que durante ese tiempo nosotros deberíamos prepararnos para enfrentar un eventual ataque. “Puede ser que usted tenga razón”; le dije.
—Seguro que tengo razón. ¿No haría usted lo mismo si estuviera en su lugar? Es necesario que ganemos, pero lógicamente él también quiere hacerlo.
—¿Y qué podemos hacer?
—Nada. Por ahora. Reflexionar y quedarnos en la legalidad.
—Es por haber pensado cosas como ésas que mi amigo fue encerrado allá, en
ese hospital.
—¿Es posible? ¿Qué hizo?
—Emisiones antipatrióticas en Italia cuando estábamos en guerra.
—Fue un error. No se puede hacer eso. ¿Qué decía?
Entonces me lancé a una breve exposición de las opiniones de Ezra sobre la política internacional; el papel que le asignaba a la Bolsa, a la pandilla internacional que gobernaba al mundo, al fracaso de Franklin D. Roosevelt que fue incapaz de desenraizar el mal fundamental en el momento crítico.
El hombre me escuchaba con atención mientras hacíamos el camino hacia mi hotel a través del tráfico de Washington. Cuando concluí, detuvo el taxi y se
volvió hacia mí.
—¿Y por eso lo encerraron? —dijo.
—Sí.
—No es loco —me responde, mirándome—. Habla demasiado. Eso es todo.
—¿Así que usted es médico? Dígame doctor, me duele la espalda. Mientras estoy sentado frente al volante estoy bien, pero apenas me levanto, algo me hace mal.
—Podría ser que tuviera quizás una fractura de disco. ¿Desde cuándo está así?
—Más o menos dos años.
—¿Cómo empezó? ¿Bruscamente después de un accidente, o luego de haber levantado algo pesado?
—Me di cuenta más o menos una semana después de haberme acostado con una de mis amiguitas. Hicimos todo lo que se puede imaginar. Alrededor de una semana más tarde comencé a sentirlo. Creo que es eso.
—Habrá sido demasiado.
—Y sí, creo que soy demasiado fuerte.
Guardamos silencio un instante en un cruce, y luego proseguí la conversación.
Hablé de la situación política del mundo, y aquí el chofer tenía algunas convicciones bien firmes.
Me explicó que Stalin era un imbécil; que posiblemente pasarían dos o tres años sin que hiciera nada contra Estados Unidos y que durante ese tiempo nosotros deberíamos prepararnos para enfrentar un eventual ataque. “Puede ser que usted tenga razón”; le dije.
—Seguro que tengo razón. ¿No haría usted lo mismo si estuviera en su lugar? Es necesario que ganemos, pero lógicamente él también quiere hacerlo.
—¿Y qué podemos hacer?
—Nada. Por ahora. Reflexionar y quedarnos en la legalidad.
—Es por haber pensado cosas como ésas que mi amigo fue encerrado allá, en
ese hospital.
—¿Es posible? ¿Qué hizo?
—Emisiones antipatrióticas en Italia cuando estábamos en guerra.
—Fue un error. No se puede hacer eso. ¿Qué decía?
Entonces me lancé a una breve exposición de las opiniones de Ezra sobre la política internacional; el papel que le asignaba a la Bolsa, a la pandilla internacional que gobernaba al mundo, al fracaso de Franklin D. Roosevelt que fue incapaz de desenraizar el mal fundamental en el momento crítico.
El hombre me escuchaba con atención mientras hacíamos el camino hacia mi hotel a través del tráfico de Washington. Cuando concluí, detuvo el taxi y se
volvió hacia mí.
—¿Y por eso lo encerraron? —dijo.
—Sí.
—No es loco —me responde, mirándome—. Habla demasiado. Eso es todo.
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No tengo posibilidad de visitar a menudo a Ezra. Voy cuando puedo; como la última vez, por ejemplo, en pleno invierno. Cuando no podemos salir, debemos quedarnos cerca de las grandes ventanas, al lado de la vieja mesa de madera redonda, en esa especie de pequeña habitación limitada al fondo de la gran sala por el biombo estropeado. Nunca vi su celda donde está autorizado a recibir libros y otros pequeños regalos. Pound tiene 65 años ahora, y desde hace un año ha comenzado a engordar. Ha dejado crecer su barba, el bigote y sus cabellos rojos; esas largas mechas encuadran sus rasgos sin cambios de una manera semicómica, semivaporosa, aunque se creería ver el rostro de la Bestia del célebre film de Cocteau. Y en este sentido existe una semejanza aún más profunda entre Pound y esa criatura imaginaria del poeta francés: Pound tiene una gran admiración por Cocteau; el año pasado, Dorothée me envió sus últimos poemas.
POUND SE PREGUNTA: ¿ESTAMOS REDUCIDOS A SER LOS IDIOTAS DESVARIADOS EN LA PENUMBRA DE UN HUMOR CREPUSCULAR POR SER POETAS?
Había oído que se habían iniciado gestiones para reabrir el proceso, y para intentar cambiar a Pound a un lugar más agradable que Saint-Elizabeth. Pero Pound se había negado, afirmando que sabía que sería abatido por un gran agente de la “banda internacional”, en el momento en que franqueara la puerta del hospital. Puede ser que tenga razón, pero una cosa es cierta: no se callará jamás. Toda mi vida, este amigo de siempre ha gritado contra mi poca prontitud para apreciar la gravedad de la situación internacional en los términos de su dialéctica. En muchos casos tuve conciencia de que analizó correctamente lo que concierne a la degradación criminal de la función del dinero, y el papel que debe jugar el poema en la batalla que debemos librar. “Ataque a ese nivel”, aúlla Pound. Porque no vemos, como él nos hace notar, que en las formalidades del poema el criminal está seguro, bien protegido. Y tampoco entendemos que el poema (y no la poesía, ese hueso a roer) es la cápsula ideal donde a veces, hábilmente, ciertos hechos pueden conservarse protegidos.
De ahí proviene cierto odio hacia el poema, las tentativas odiosas y violentas para suprimirlo, el choque que a veces provoca, y la constante tentativa de difamación en relación a cualquiera que esté tocado por su llama. El poema es el instrumento eficaz de un asalto que a menudo es decisivo. Se queman libros, se suprime la libertad de prensa, se encarcela a los autores, y aún se intenta con el mismo espíritu, quemar un cuadro como el de Guernica. Todo esto no hace más que afianzar a Pound en su decisión de servirse del poema como trampolín.
De ahí proviene cierto odio hacia el poema, las tentativas odiosas y violentas para suprimirlo, el choque que a veces provoca, y la constante tentativa de difamación en relación a cualquiera que esté tocado por su llama. El poema es el instrumento eficaz de un asalto que a menudo es decisivo. Se queman libros, se suprime la libertad de prensa, se encarcela a los autores, y aún se intenta con el mismo espíritu, quemar un cuadro como el de Guernica. Todo esto no hace más que afianzar a Pound en su decisión de servirse del poema como trampolín.
***
Hace un año, en este mismo mes de febrero, cuando dejé a Ezra y me dirigí hacia la salida bajo la lluvia fría, chapoteando el barro del parque, debí pasar delante de uno de esos viejos edificios. Comencé a reconocer lugares y mi territorio primero (a pesar de ser médico) ante todo lo que ocultaban, desapareció. El primer día había sentido la sangre helarse en mis venas al pasar la estrecha puerta de la torre desde la cual una interminable escalera de piedra, en caracol, conducía a los pisos superiores. Yo había subido un piso de más. Toqué el timbre y me abrió un desconfiado empleado. Me encontré rodeado de pensionistas alineados a cada lado del largo muro, que estaban parados, sentados o acostados en las baldosas.
Seguí al empleado que luego de haber telefoneado al escritorio principal, para asegurarse de mi identidad, me dejó salir diciéndome que descendiese un piso y que golpeara con insistencia si nadie respondía al primer golpe. A eso ya me había habituado. Volví a encontrar un cierto sentido de la humanidad mientras ganaba la salida por un atajo, a menos de un metro cincuenta del edificio contiguo al de Pound. Un aullido regularmente repetido venía del edifico que bordeaba, y llamó mi atención. Entonces, al doblar la esquina, percibí una silueta que no podía dejar de mirar.
Seguí al empleado que luego de haber telefoneado al escritorio principal, para asegurarse de mi identidad, me dejó salir diciéndome que descendiese un piso y que golpeara con insistencia si nadie respondía al primer golpe. A eso ya me había habituado. Volví a encontrar un cierto sentido de la humanidad mientras ganaba la salida por un atajo, a menos de un metro cincuenta del edificio contiguo al de Pound. Un aullido regularmente repetido venía del edifico que bordeaba, y llamó mi atención. Entonces, al doblar la esquina, percibí una silueta que no podía dejar de mirar.
ES POR ESO QUE ESCRIBIMOS, PARA QUE EL GRANO SE LEVANTE Y DE ESTA MANERA EL POEMA SE CONVIERTA EN LA PRUEBA MÁS SÓLIDA DE LA PERMANENCIA DE LA VIDA QUE PUEDE RECONOCER LA EXPERIENCIA.
El parque que rodeaba a la institución estaba libremente abierto y sin vigilancia: se pasea, se entra o se sale, sin que a uno aparentemente nadie le observe, ni detenga. Pero levantando la vista del barro sobre el que marchaba con precaución, percibí a un hombre desnudo de pies a cabeza, e inmóvil. Los brazos levantados como para escalar un muro, aplastado contra una de las altas ventanas de ese viejo edificio como un pez contra la pared interior de un acuario; el vientre, por así decirlo, pegado al vidrio empañado o sucio por el mal tiempo. No me detuve pero continué echándole una mirada cada tanto. Miraba alrededor para ver si no había mujeres en las cercanías. Pero en este lugar no había nadie más que yo. Los órganos sexuales del hombre estaban aplastados contra la fría vidriera (puesto que debía estar bien fría), aplastado allí en esa actitud desesperada. ¿Cuándo vendrán a llevarlo? Después de todo, era un vidrio, aunque existieran barrotes detrás. La carne lívida, parecida al vientre blanco de una babosa separada del mundo exterior, estaba pegada al vidrio, en silencio. No sé si Pound, en apariencia tan poco preocupado por su encarcelamiento, es en el fondo culpable o inocente. Sus opiniones no variaron en nada. Es necesario reconocer que Pound es un pensionista privilegiado y que el personal del hospital lo trata con cuidado. Pero él hace buen uso de los favores que le conceden. Trabaja sin cesar, lee interminablemente. El director de la Biblioteca Oriental de Washington le alcanza los textos que le interesan y que le hacen falta: está descifrando un cierto libro griego. Puede traducir; tiene su máquina de escribir; su erudición es más impresionante a medida que el tiempo pasa, sea cual fuere el resultado.
Y es necesario decir a favor de la reclusión, si sobrevive, que muchas de las más grandes obras han debido esperar para ser conocidas a que su autor fuera separado del mundo. Un hombre tiene necesidad de concentrarse para que su reflexión tenga frutos. Nuestros contactos nos cambian y nadie escapa a esta regla; pero para extraer el zumo, es necesario estar tranquilo. La celda de los monjes es ideal para esto, aunque esté limitada por las restricciones de su ortodoxia, y el carácter partidario de sus concepciones. Es, sin embargo, un refugio de paz al abrigo de los imperativos económicos. La prisión, de todos modos, es aún superior o parece haberlo sido en el pasado. Esopo era esclavo; más de un griego creó su obra maestra durante el exilio en Sicilia o aun en la ciudad vecina. Safo debió sentirse terriblemente confinada en Lesbos. Raleigh escribió bellas páginas en prisión. Pilgrim´s Progress nació de una larga reclusión, pero el mejor ejemplo es Don Quijote de la Mancha, escrito cuando Cervantes estaba en prisión. Y hay todavía muchos ejemplos más.
Y es necesario decir a favor de la reclusión, si sobrevive, que muchas de las más grandes obras han debido esperar para ser conocidas a que su autor fuera separado del mundo. Un hombre tiene necesidad de concentrarse para que su reflexión tenga frutos. Nuestros contactos nos cambian y nadie escapa a esta regla; pero para extraer el zumo, es necesario estar tranquilo. La celda de los monjes es ideal para esto, aunque esté limitada por las restricciones de su ortodoxia, y el carácter partidario de sus concepciones. Es, sin embargo, un refugio de paz al abrigo de los imperativos económicos. La prisión, de todos modos, es aún superior o parece haberlo sido en el pasado. Esopo era esclavo; más de un griego creó su obra maestra durante el exilio en Sicilia o aun en la ciudad vecina. Safo debió sentirse terriblemente confinada en Lesbos. Raleigh escribió bellas páginas en prisión. Pilgrim´s Progress nació de una larga reclusión, pero el mejor ejemplo es Don Quijote de la Mancha, escrito cuando Cervantes estaba en prisión. Y hay todavía muchos ejemplos más.
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El poema es la cápsula donde encerramos nuestros secretos punibles. Y si adquieren su virtud específica es porque encubren el único germen de vida, la facultad de desarrollar su estructura secreta hasta en los detalles ínfimos de nuestros pensamientos. Es por eso que escribimos, para que el grano se levante y de esta manera el poema se convierta en la prueba más sólida de la permanencia de la vida que puede reconocer la experiencia. Actualmente, Pound escribe, y sea lo que fuera que piense de los gobiernos, del nuestro en particular, en este caso, eso le permite en los límites de sucapacidad, utilizar las reservas de conocimientos acumulados en el capital nacional.
—Sí —le digo en el momento de separarnos una vez más luego de mi última visita—, eso que tú dices es verdad, pero no olvides, Ezra, que por más lógicos que sean tus análisis, la lógica, la lógica pura, no convence a nadie. Por una vez no contesta, pero Dorothée levanta bruscamente los ojos, lo señala con el dedo y arruga la frente sonriendo, como diciendo: “touché”. Él no dice una palabra. Pero cuando volví a Rutherford, me envió —como habiendo recuperado su respiración— una carta semiinjuriosa como es su costumbre, seguida de otra, una o dos semanas más tarde, cuando le hablé de la Autobiografía que estaba escribiendo, diciendo: “Puedes decir todo lo que quieras sobre mí, puesto que yo no tengo status legal en Estados Unidos”.
—Sí —le digo en el momento de separarnos una vez más luego de mi última visita—, eso que tú dices es verdad, pero no olvides, Ezra, que por más lógicos que sean tus análisis, la lógica, la lógica pura, no convence a nadie. Por una vez no contesta, pero Dorothée levanta bruscamente los ojos, lo señala con el dedo y arruga la frente sonriendo, como diciendo: “touché”. Él no dice una palabra. Pero cuando volví a Rutherford, me envió —como habiendo recuperado su respiración— una carta semiinjuriosa como es su costumbre, seguida de otra, una o dos semanas más tarde, cuando le hablé de la Autobiografía que estaba escribiendo, diciendo: “Puedes decir todo lo que quieras sobre mí, puesto que yo no tengo status legal en Estados Unidos”.
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