LA ESCALERA
Luis Revert Vidal
La noche había transcurrido desasosegada, desgajada su quietud entre sueños mutilados. Cuando la luz procedente de la ventana le sacó por completo de su sueño superfluo, no encontró fuerzas, no tuvo ninguna gana de levantarse para bajar la persiana y, en un ambiente más oscuro, dormir profundamente la escasa hora que le restaba antes de tener que alzarse por la obligación cotidiana, consumir unos cuantos cigarrillos entre el café y el aseo, para abandonar, con prisas, su casa durante todo el día.
Prefirió, sin planteárselo, contonearse como un gato voluptuoso, cerrar los ojos de nuevo y abrazar la templada calidez de su mujer que dormía, tumbada de costado, dándole la espalda, sumergir su cara entre sus cabellos sintiendo su olor y el cosquilleo que éstos producían en sus mejillas, hasta que, resultándole insoportables, retirase su rostro lo justo para que desapareciese el irritante hormigueo y, abrazándole el vientre con una mano volvió a quedar dormido, con la sensación, otro fragmento de sueño mutilado, de que un ojo le observase desde el techo de la habitación, un enorme ojo de cristal sin párpados de mirada centelleante que le succionaba, llevándole a territorios donde prescindir de ser él mismo.
No podía decir que el día comenzase bien; tenía sueño, y con prisa y ansia había fumado y tomado café para intentar disuadir el cansancio.
Descendió la escalera que separaba la tercera planta, donde residía, de la calle, y el sopor le aplastaba pesado y pastoso, como una gelatina que le rebosase desde dentro y emanase vapores hacia afuera que le envolvían como una nube donde ausentarse, como inspeccionándole.
Recordaba con añoranza los tiempos en que gustaba de examinar la vida por que todavía no estaba tan habituado a ella como para no verla, hasta que llegó el momento en que, como todo adulto, comenzó a desprenderse de ideas infantiles, más afines a centrarse en el presente que a dibujar bocetos del futuro, renunciando a ellas por que pueden resultar peligrosas, del mismo modo que lo son algunas enfermedades propias de la infancia, cuando son contraídas en edad adulta. El ciclo se invertiría llegada la senectud, volviendo a restaurar aquellas ideas cándidas, volviendo a contemplar y jugar la vida queriendo alejar el hábito de padecerla, convirtiendo este hábito en un continuo elogio al presente, debido a que ningún futuro puede ser ya esbozado; sólo, quizá, la arbitraria esperanza de que se abriese de nuevo el túnel y se sucediese un nuevo parto o de algún tipo de malograda promesa celestial.
Sumido en esta suerte de auto reconocimiento, descendía la escalera sin reparar en las plantas que debía atravesar hasta llegar a la calle, hasta que se pudo dar cuenta que había bajado durante bastante tiempo, una infinidad de peldaños, revueltas y rellanos sin poder recordar haber atravesado la segunda planta siquiera.
Quiso parar en un descansillo en uno de los giros que trazaba la escalera, para intentar salir de la nube de vapores desprendida de la gelatina pastosa y pesada que parecía distorsionar su percepción, pero sus pies no le respondían; continuaban con sus acompasados movimientos, aprehendidos durante tantos años, con los que bajaba escalón a escalón decididamente, sin que esta acción encontrase nunca su fin.
Su cuerpo no atendía su voluntad y su mente se mostraba ajena a este acto. Un miedo limítrofe al pánico estalló, y su mente, fruto de la subida adrenalínica, quizá, se insinuó lúcida aunque nerviosa, intentando pensar con vértigo cómo detener este despropósito. Pero esta reacción no se extendió al resto de su cuerpo, que seguía surcando, con paso resuelto, una escalera interminable.
Quizá seguía soñando arrebujado en la calidez del cuerpo de su esposa y, si bien el despertador había sonado y, como siempre, lo había detenido de un manotazo autómata, no había llegado a levantarse, y todo lo estaba todavía soñando; los cigarrillos, el café, el aseo personal, la ropa de abrigo y el descenso presuroso por la escalera. Dejó la mente en blanco para luego pensar con decisión: “Vale, ahora me despierto... llegaré tarde al trabajo, pero esto será un mal menor si consigo salir de esta pesadilla...”
Fue inútil. No despertó, todo seguía igual, su cuerpo descendía la escalera como gobernado por un sistema nervioso que no era el suyo, del modo que lo hacía cada mañana, sólo que, en esta ocasión, la escalera se mostraba eterna.
Pensó entonces que había enfermado y que, de ser así, si se trataba de una alucinación producto de una mente enfermada de modo repentino, todo su afán debía centrarse en volver a la realidad, no hacerle caso, esa podía ser la puerta de salida de este absurdo, no entrar en pánico, hacer que su pensamiento se liberase de esta situación con indiferencia, hasta que, por su insensibilidad hacia ella, desapareciese, tal y como se hace con las situaciones desagradables en la vida cuando no hay modo de enfrentarlas; y este hecho no era demasiado distinto. Puede ser que ignorándola, se descubriese plácidamente sentado en el bidé, lavando su ano y sus genitales, antes de prepararse para acudir a la oficina.
Así consiguió relajarse un tanto y que menguase su nerviosismo. Le reconfortó comprobar que no sentía ningún cansancio, ni sensación de dolorosa fatiga en sus rodillas y gemelos, como debía ser lo propio tras tanto tiempo descendiendo escaleras. Este hecho apuntalaba la hipótesis de que se tratase de una alucinación y le embargó la preocupación de, tras descubrirse en el bidé (no sabía por qué, pero esa idea, la imagen de sí mismo sentado en el bidé, se le presentaba con tal fuerza en la imaginación, que daba por hecho que esa era su situación en un hipotético plano de realidad, quizá sentado con expresión catatónica y un hilo de baba colgando desde la comisura de sus labios y sujetándose el escroto con una mano temblorosa detenida en la acción de higienizar sus partes íntimas.) cuando su mente tuviese a bien hacerlo, tener que acudir a un especialista y de no poder hacerlo solo, imaginaba si se repetía este tipo de engaño como el que estaba padeciendo, o cualquier otro, y le asaltaba mientras conducía su coche, por ejemplo, poniendo en riesgo su vida y la de otras personas que tuviesen la desgracia de cruzarse en su vida en semejante momento.
Intentó llevarse una mano a la mejilla, detectar con el tacto ese hilo de baba que sentía discurrir deslizándose junto a su mentón -ya no se trataba sólo de una imagen representada en su cerebro- pero pudo comprobar que sus manos y brazos tampoco le respondían; todo su cuerpo seguía, con la obcecación que muestran aquellos que adolecen de pensamiento propio, inmerso, de manera resuelta y enérgica en la acción de descender por la escalera infinita, sin sentir ningún desgaste físico como consecuencia de este ejercicio u obviando, si lo hubiese, su existencia; podía ser que la escalera le hubiese secuestrado y que sus días se resumiesen, en adelante, en al acto de bajar la escalera sin ninguna conciencia de estar haciéndolo, mientras su mente divagaba estupideces en un continuo sin fin.
Desde que despertó había sabido que el día no comenzaba bien. Cuando, perezoso para cerrar la persiana y caer en un sueño reparador, decidió abrazarse a su esposa sintiendo los perfumes de su cuerpo tan de cerca, tuvo el impulso -que reprimió- de acariciarse el pene mientras deslizaba su otra mano de los pechos al pubis de ella, susurrándole al oído cosas tiernas mientras le besaba el lóbulo de la oreja, hasta conseguir la erección necesaria para penetrarla con suavidad; sintió esa necesidad por que presagiaba por medio de una tenaz intuición que esa iba a ser su última oportunidad para hacerle el amor.
Al recordar este hecho pudo discernir que estaba ante la demostración de una certeza que le situó ante los abismos de la incertidumbre, haciéndole recordar a un viejo amigo, quien tiempo ha le relató su sensación -pero eso no era ninguna alucinación- de encontrarse descendiendo suave y lentamente, sin estrépito, a través de una sima, en el fondo de la cual le esperaba la salvación o la condena, cuando, al serle diagnosticada una grave enfermedad, fue sometido a un tratamiento de varios meses de duración acerca del cual, no podía saber hasta transcurrido ese plazo de semanas y más semanas, si le había resultado efectivo o no había cursado ningún efecto en él, si había entrado en el grupo de los elegidos a quienes el fármaco ofrecía un extenso paliativo, o no. Su amigo le aseguró en aquella ocasión que sólo podía relajarse mediante esa visión de descenso suave y confortable, hasta que, transcurridos los meses, le fuese comunicado si había llegado al lugar luminoso y conocido de la vida o, por el contrario, a la oscuridad incierta de la muerte, y que esta sensación de ficticio bienestar era su única manera de conjurar la incertidumbre de su dilatada espera, haciendo que todo en su existencia, desde su entorno y otras relaciones, hasta su toma de decisiones o el ritmo que desease imprimir a su día a día, tuviese que orbitar en torno a este descenso incierto y lento, tan tranquilo como si estuviese cercano a la ingravidez. Al contrario que la experiencia que su amigo le narró, el movimiento vigoroso con que descendía la escalera inagotable, le ofrecía muestras de un rápido desenlace.
Su cuerpo que hasta ese momento bajaba los peldaños con voluntariedad e ímpetu, comenzó a mostrar cierta asincronía, decelerando el paso, pasando de un peldaño a otro como si sus pies fuesen muy pesados, hasta casi quedar pegados a la huella de cada escalón, sus piernas comenzaban a flaquear como si no soportasen el peso de su cuerpo hasta que cayó rodando escaleras abajo al tiempo que, de manera violenta, se abrió la puerta del cuarto de baño y su mujer, alarmada y asustada pero armada con la necesaria sangre fría, se inclina sobre su cuerpo desnudo, tendido junto al bidé, mientras le toma el pulso y llama con el celular al servicio de emergencias.
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