Anhelos y resignación
Luis Revert Vidal
I
Nuestras miradas se encontraron encajándose durante unos instantes con aguda penetración. Quedé turbado. No podía asegurar que se tratase de Giovani.
El hombre que tenía ante mí portaba una indumentaria muy distinta al Giovani que yo conocí, siempre vestido de manera cuidada que resaltaba, sin caer en la vanidosa ostentación, su musculado y atlético cuerpo de origen africano; el africano que ahora mostraba ante nuestra mesa en el restaurán su catálogo de bisuterías, cinturones y otros variados elementos como un bazar ambulante, iba cubierto por una colorida chilaba desde los hombros hasta los pies que ocultaba un cuerpo algo encorvado que no traslucía demasiado tono muscular -como un cuerpo en barbecho- y tocado con un taqiya, por bajo del cual brotaba una madeja rebosante de cabellos ensortijados que le conferían un aspecto como de clown, enmarcando su rostro en una deliberada falta de atención hacia él por parte de su dueño. Giovani siempre había llevado el pelo muy corto cuando le conocí, tan corto que apenas tenía las dimensiones necesarias para enroscarse y esto, junto con el aspecto demacrado que ofrecía el vendedor, me confundía.
Sentí el impulso de lanzarle la pregunta que despejase mis dudas, pero pensé que era mejor dejar en sus manos la solución; él no tendría ningún problema en reconocerme y saludarme, pero, por otra parte, tal vez tuviese algún reparo en presentarse como mi antiguo compañero, que, en los tiempos -¿cuántos (muchísimos) años hacía? pensaba- en los que coincidimos durante meses trabajando juntos cada noche en el club, destacaba como un triunfador en todo orden; quizá no fuese su traba por presentarse e identificarse ante mí, sino ante la gente que me acompañaba, todos ellos y ellas muy emperifollados en el aspecto y en el habla (¿cómo explicarle a Giovani -si es que se trataba de Giovani- que esa compañía me resultaba forzada y artificial?). Podía ser que considerase un estorbo hacia mí hacerse presente, un rubor. o quizá fuese una suma de vergüenzas; o un arrebato de dignidad u orgullo; o pensar (si es que había tenido la perspicacia necesaria para calar en que tesitura me encontraba) que podía perjudicarme si me saludaba; el caso es que no abría la boca tampoco.
A la mesa estábamos sentados cinco comensales; dos parejas y yo mismo. Me habían invitado a cenar los dos hombres, socios en una empresa de representación artística. Querían que prestase mis servicios como baterista en un espectáculo que estaban fraguando para la temporada estival y quisieron agasajarme; que nuestra relación, aparte de laboral, se basase en una amistosa camaradería en la que defendiésemos nuestros intereses comunes, esto es, el buen desarrollo y funcionamiento del espectáculo en el que yo iba a participar si nos entendíamos en las cuestiones económicas, materia en la que entraríamos con mayor concreción, como suele suceder en estos casos, con los postres y los licores. A mí ese tipo de prolegómenos, por parte de este tipo de empresarios, siempre me había tirado para atrás. Solía anunciar una temporada de trabajo dura en la que la mitad de las condiciones pactadas para garantizar un mínimo de bienestar y, diría, salubridad a los integrantes de la troupe no iban a cumplirse; por supuesto que por causas que siempre serían de orden mayor e inevitables, y estos incumplimientos (que si ya se sabe que van a confluir circunstancias de fuerza mayor que los posibiliten, habría que buscar la forma de que no se den y no darlas por descontado) llegado el momento, habría que compensarlos "con esta amistad que nos une" y de la que esta cena de camaradería hasta la consanguinidad, pretendía ser el inicio.
Los dos empresarios habían acudido a la cena de negocios acompañados de sus esposas, para que juntos formásemos una gran familia, según decían, aterrorizando más mi entendimiento, haciéndolo descender hasta las catacumbas de mi conciencia donde imperaba el irreductible enemigo de mí mismo; donde brotaba el manantial causante de toda turbación, que podía dar al traste con este trabajo si no encontraba una buena salida diplomática con la que acallar tanta necedad, para poder dejar claros y blanco sobre negro, aquellos puntos que debían defender mis intereses.
Cuando apareció el presunto Giovani estaba intentando montar el discurso con el que transmitir a mis probables futuros jefes esa madeja de puntualizaciones antes expuestas y que para mí resultaban de imprescindible aclaración, mientras oía sin escuchar demasiado, todas las loas lanzadas, tanto en aspectos personales como profesionales, por los empresarios, acerca de los que iban a ser mis compañeros de trabajo (a algunos los conocía, por lo que pude constatar que el juego hipócrita estaba servido); las mujeres hablaban entre ellas de las novedosas tendencias que se apreciaban en el mundo de la belleza y la moda, entretejiendo su conversación con chismes acerca de amigas comunes, chismes en los que en muchas ocasiones, por la manera de ser contados, se apreciaba un alto grado de malicia, por lo que pensaba que si me querían meter en semejante familia iban a sufrir bastante, auto afirmándome en que debía dejar bien claro que se dejasen de esas memeces de integraciones tribales y que nos ciñésemos a un escrupuloso contrato laboral, sobre el que debía exigir garantías ante un eventual incumplimiento.
El vendedor ambulante se situó a medio metro de nosotros mostrándonos un estuche de madera, cuyo interior estaba tapizado de terciopelo azul que mostraba, abierto de par en par, sujetándolo sobre sus antebrazos, extendidos a modo de atril, como realizándonos, sin decir nada, una ofrenda. Del hombro izquierdo le colgaban un manojo de cinturones de distintos modelos unidos entre sí por gomas; del derecho pendía una bandolera que sujetaba sobre su cadera una voluminosa bolsa de viaje que se insinuaba pesada y rebosante de las más dispares mercancías. Alrededor de su cuello un montón de collares y gargantillas pendían, con distintas longitudes, pecho abajo; probablemente artículos con los que rellenaba su expositor de terciopelo azul cuando se producían las deseadas ventas.
Fue en el momento de acercarse y situarse frente a nosotros, cuando nuestras miradas se cruzaron y yo quedé sumido en la incertidumbre por saber si se trataba de Giovani o no. De ser él, había envejecido aceleradamente, pensaba, aunque hacía bastantes años que no le había visto... Quizá si le escuchase hablar saldría de dudas con toda claridad. Creo que la voz y el acento cubano del que fuera mi amigo y compañero en aquellas “contingencias”, por decir algo, musicales, que compartimos años atrás, no dejarían lugar a dudas. Pensaba esto mientras en mis orejas se sucedía un run-run que hablaba sobre las excelencias del pianista, recién llegado de un máster en Berklee, con el que iba a tener el impagable placer de trabajar (pobrecillo, pensaba yo -con la parte de mi cerebro que se mostraba capaz de seguir las palabras del empresario, una pequeña porción de razón que se quedaba al margen de mis apreciaciones y deducciones sobre la identidad del vendedor de origen africano-, llegar de Berklee para esto...) Pero cuando pude oír su voz, mis dudas no hicieron más que incrementarse.
-Mira Marga, ¿no te gusta esa gargantilla? Esa de la piedra color violeta... -La mujer se había dirigido a su amiga con tono pretendidamente alto, como queriendo que los cinco reunidos, que disfrutábamos de una bebida fría y un aperitivo antes de solicitar que se nos sirviese la cena, desviásemos nuestra atención hacia el vendedor. Me temía que estas cuatro personas cuya compañía comenzaba a resultarme poderosamente vergonzosa, iniciasen un divertimento a costa del africano.
-A ver... a ver... Acércate, -le dijo la tal Marga al vendedor, moviendo las palmas de su mano hacia sí, con un cascabeleo de pulseras y abalorios tropezando entre ellos, al tiempo que su marido hacía hueco en la mesa para que el vendedor pudiese depositar en ella su estuche de terciopelo que, de grandes dimensiones, sólo pudo apoyar, sujetando la parte que sobresalía del tablero con una mano, mientras con la otra cogía el objeto por el que la mujer, de voluminoso cabello moldeado, como la melena de un león engominado, se había interesado. Se lo ofreció mientras decía:
-Barato... solo shinco euros. Mussha calidad, sshapa en plata... pietra no vitrio... amatista pietra...
Al escucharle no podía dar crédito. Me parecía la voz de Giovani, pero como si se tratase de alguien que no sabe hablar el idioma castellano y tuviese dificultades de pronunciación. Pensé que podía tratarse de una estrategia de venta; era muy probable que si se fingía extranjero le resultase más fácil vender que si, aún también siendo extranjero, hablase perfectamente el castellano, a la par que eludía tener que sostener charlas con quien se interesase por sus productos y poder hacer oídos sordos a cualquier regateo. Eso justificaba también la indumentaria que portaba; podía tratarse de su uniforme de trabajo. Por un momento estuve convencido de que se trataba de Giovani.
Sobre la mesa se hallaban dispuestos, formando montones aquí y allá, entre los vasos de bebidas y los platos de aperitivos, los diversos objetos que antes habían estado, en ordenada disposición en el estuche del vendedor ambulante. Éste había dejado, cerrándola con antelación, la caja plana de madera, casi vacía, en el suelo y se mostraba solícito a ofrecer información sobre los productos que los cuatro potenciales clientes manoseaban, comentando entre ellos, con sorna, las cualidades de los mismos. Los hombres se habían interesado por los relojes, eligiendo aquellos que eran imitaciones de marcas ostentosas, las mujeres por la bisutería, desdeñando todas las piezas de artesanía étnica e interesándose por las que semejaban ser joyas de lujo fingido.
Un camarero se acercó, retiró algunos vasos vacíos y quedó a la espera de algún pedido diciendo: "¿Falta algo por aquí?" Uno de los hombres solicitó una nueva ronda de bebidas mientras cogía la gargantilla de piedra violeta que había iniciado el desparrame de mercancías sobre la mesa y, sujetándola con los dedos, como si sintiera cierto desprecio por la pieza -que yo interpretaba como una extensión de su rechazo racial- la mostró a todos los que rodeábamos la mesa, moviéndola con un ligero vaivén por el aire, y, mientras guiñaba un ojo, dijo con tono indignado: "Encima el tío dice que es una piedra preciosa" y mirando a su mujer, la de aspecto de león engominado, preguntole: "¿Cómo ha dicho que se llamaba este pedrusco, cariño?" "Amatista", le respondió ella, riendo después y elevando las cejas mientras miraba al cielo pidiendo algún tipo de extraño consentimiento celestial. "Amatista, los cojones", dijo el hombre exhibiendo la totalidad de sus conocimientos sobre piedras semipreciosas, añadiendo a continuación, como para rematar su sapiencia: "Si... eso es amatista, y la gargantilla oro chapado como el que tengo aquí colgado", y se llevó las manos a los huevos mientras se levantaba de la silla, para enfatizar gestualmente a qué se refería con ese "aquí colgado". Y estalló en carcajadas que pronto se prodigaron entre los demás asistentes. El león engominado mostraba sus colmillos al reír con desenfreno abriendo su enorme bocaza y, asumiendo su papel de rey de esta jungla, cogió un relojón de pulsera de la montaña sobre la mesa, lo exhibió al público y dijo entre risas y rugidos estentóreos: "Y esto es un Omega..." Se levantó el otro hombre y haciendo el mismo gesto de llevar manos a genitales, exclamó, generalizando un cutre paroxismo: "Del tamaño de mi verga". La otra mujer, delgada y frágil, que parecía más educada y modosita, quizá sintiéndose asaltada por un insufrible complejo de inferioridad, tuvo a bien añadir su dosis de humor y no ser menos que los demás; remató la faena diciendo: "Y también cuesta cinco", y todos a coro concluyeron: "Por el culo te la hinco". Casi se caían de las sillas de tanta gracia que les hacía su cultivado ingenio. Me miraban los cuatro, mientras tanto disfrutaban, como diciéndome: "¡Ves que bien lo vas a pasar con esta familia!".
Deseaba escupir sobre sus generosas miradas y seguía cavilando sobre la identidad del africano, viendo con claridad que se trataba de Giovani, lo cual transformó mi estupor pasivo, basado en una simple observación circunspecta propia de un entomólogo (me debatía en pensamientos acerca de qué supraconciencia de orden atávico podía convertir a un ser humano en algo tan rematadamente gilipollas) por una irritada respuesta activa que expresase mi repulsa y condena ante tanta infamia.
II (a)
Nuestras miradas de nuevo se encajaron con aguda penetración. Me levanté de mi asiento y fui hacia Giovani abrazándole al llegar. Me dijo: "Luis no quise saludarte al verte con esta pingada de gente" Su acento cubano lo convirtió en Giovani cien por cien. Nos fundimos de nuevo en un abrazo mientras el silencio y la ignominia aplastaban a las cuatro personas con las que acababa de dejar de compartir mesa y mantel. "¿Qué haces por acá por Madrid?" me preguntó después. Y le conté, mientras recogíamos sus cosas y las devolvíamos ordenadamente a su bonito estuche forrado de terciopelo azul, que había llegado ese día para formalizar un contrato de trabajo con esta gente, pero que ya había decidido rechazarlo. Le pregunté si podía alojarme en su casa durante esa noche, pues tampoco quería dormir en el alojamiento que los empresarios me ofrecían en una de sus casas. Quédate unos días, me dijo, mañana tengo una pincha (trabajo en cubano) con un cuarteto de latin-jazz en un bar. Al baterista no le importará si tocas unos temas y me encantaría tocar contigo otra vez...
Nos alejamos, le ayudé portando su pesada bolsa de viaje rebosante de artículos "por el culo te la hinco". Teníamos mucho que hablar después de tantos años; mucho que hablar y que reír juntos recordando tantas cosas que habíamos compartido años atrás en Ibiza; tristezas, alegrías éxitos, fracasos... tantas cosas que se podían resumir en dos: habíamos compartido la vida y la amistad y lo habíamos hecho respetando ambas cosas con devoción y dando rienda suelta a nuestros anhelos, desde hacer buena música, hasta disfrutar de las bonitas playas y calas de esa preciosa isla, pasando por todo el amor que se puede encontrar con tus congéneres cuando esas premisas rigen tus actos.
Nos alejamos sintiéndonos dichosos por todo esto que nos ofrecía la vida y dejando tras nosotros las cenizas y detritus que cubren este asqueroso mundo.
II(b)
Nuestras miradas de nuevo se encajaron con aguda penetración. Me levanté de mi asiento y anduve hacia Giovani. Él dio un ligero respingo hacia atrás cuando estaba cerca, entre temeroso y defensivo.
Comprendí, tras recibir su mirada punzante, como delimitando la distancia justa a la que iba a tolerar mi acercamiento, una barrera invisible pero tangible tras la cual acechaba una insospechada reacción como de animal acorralado dispuesto al ataque, que no se trataba de Giovani.
Desde una distancia prudente le dije que disculpase a mis acompañantes; se les subió el alcohol a la cabeza y se les bajo la decencia a los pies, le expliqué, con gesto cómplice y confraternizador. “Si quieres te ayudo a recoger tus cosas y te marchas; no tienes por qué soportar esto, yo no lo haría, estoy aquí, únicamente, tratando un asunto laboral, no me tomes en cuenta”.
León engominado esgrimió la cara de buena persona que seguramente había ensayado ante el espejo como tantas otras de sus imposturas y, arrojando un billete de cinco euros sobre el montón de bártulos que el africano y yo todavía no habíamos recogido, cogió la gargantilla y la puso rodeando su cuello, diciéndole al vendedor: “No te ofendas, sólo somos cinco amigos a los que les gusta bromear para pasar un rato de diversión”. Después le preguntó a su marido: “¿Te gusta cariño?”. Su marido había quedado cabizbajo mirando la mesa, como ausente, parecía sentirse discriminado por no poder expresar su racismo xenófobo con toda libertad. Le respondió que bien sabía ella que odiaba las joyas falsas y las bagatelas, que esa no era manera de mostrar distinción, sino todo lo contrario... y no quise escuchar más sus palabras, que proseguían con una perorata de adulación al famoseo y a la aristocracia, a la distinción, según él, indicativa de la categoría de las personas. Me concentré en ordenar con el africano sus enseres en el expositor.
El otro empresario dijo entonces que ya habíamos realizado, como buenos cristianos, la obra caritativa del día y se mostró de acuerdo con su amigo y socio en que, una vez realizada ésta, para confort de sus conciencias, debía regalar esa pieza a cualquier pordiosero que encontrasen por la calle... o dejarla en cualquier lugar para que la encontrase aquel a quién esa bisutería le fuese destinada, así el acto de caridad se duplicaba. Acto seguido llamó al camarero para encargar la cena y, así lo dijo, comenzar a concretar el asunto que les había traído al restaurán. En el tono de su voz y su expresión se traslucía cierta decepción. Quizá yo no fuese el tipo de persona que más le agradaría contratar.
El africano se marchó. No parecía humillado, como vacunado de forma eficaz contra el virus, se alejó con paso firme y mirada altiva. Sin duda alguna debía llevar mucho tiempo ejerciendo la calle de este modo.
Ante mí se abría el pozo de la resignación. Necesitaba ese trabajo. La resignación cuando ni siquiera se muestra consciente, actuando sobre sí misma; dejándonos resignados a estar resignados; a que la primera resignación sea aceptada por que es lo que nos puede permitir seguir viviendo. En eso consiste, en multitud de casos, en multitud de vidas, la superación personal, el modo de encontrar un lugar en el mundo.
Pero conseguí lo que pretendía. El tono de la negociación, tras la escena con el africano, mi apoyo hacia él y mi vergüenza ajena -que no pasó desapercibida- hacia mis posibles jefes, fue mucho más formal, y toda esa retórica, por parte de ellos, de integración amistosa en una especie de núcleo familiar, desapareció, dando paso a lo que debía dar paso, una negociación de condiciones de trabajo. Fue larga y por momentos tensa, a pesar de que intenté ser comedido en mis apreciaciones. Conseguí poner negro sobre blanco mis pretensiones y derechos. Por supuesto que luego no se cumplieron del todo y que aquella temporada de verano no fue de las mejores... Pero eso es otra historia...
Durante el tiempo que duró la charla contractual y la redacción de un borrador de contrato estuve fantaseando sobre cómo habría sido la noche (y el futuro inmediato) si el africano hubiese sido Giovani.
Imaginaba que él vivía como un músico activo en Madrid que completaba su economía haciendo la calle del modo que había presenciado; imaginaba que marchaba en su compañía y pasaba buenos días tocando buena música y compartiendo nuestra amistad de nuevo; imaginaba, en definitiva, que nuestro mundo era el mundo.
Adopté una actitud circunspecta y me introduje con valentía en el mundo que tenía en verdad ante mí y del que no podía escapar: el mundo de la resignación.
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