Tomar la Palabra
Convertir la lucha en patrimonio (I DE II)
El ferrocarrilero fue el último movimiento social del México contemporáneo que tuvo la suficiente fuerza de clase para una verdadera transformación de raíz. Y aunque su potencial no bastó para eso, permanece en la memoria, en novelas grandes como las de Del Paso y la Garro, y también, desde luego, en las ciencias sociales, donde hay un libro que reúne el rigor científico, la belleza literaria y lo biográfico intransferible. Entonces la historia podría empezar así: “Era. Era un hombre. Era un hombre de cabello encarrujado y entrecano. Tenía cuántos años. Treinta y cinco, cincuenta. Cincuenta y cuatro trenes salen todos los días de la vieja estación de Buenavista y yo los cuento como cuento sus años.”
O así: llegamos a esa estación como José Trigo, pero a las cinco y media de la tarde de treinta años después. El Jarocho salía a Veracruz en punto de las seis. Mis hijas lo apodaron “Lindo pulgoso”, porque los antes suntuosos asientos de pullman eran ahora criadero de alimañas. Corrían los años del desmantelamiento de México y sus ferrocarriles de pasajeros corrían a la extinción con el paso arrullador de siempre; por eso Sexy Lou quiso que las niñas viajaran así aunque fuera una vez en su vida: en tren de veras, no como turistas. Y tuvo razón, porque aunque llegamos a las siete de la mañana piqueteados y encamorrados a donde también llega María Rojo en la película Danzón, disfrutamos uno de los últimos trayectos en los que las estaciones intermedias –primero hasta el anochecer unánime, Xometla, Otumba, Apan, Tetlapayac Apizaco, y luego con la aurora, Tejería, Tembladeras, Paso del Macho, Rinconada, Aljibes– se convertían en ferias fugaces cuando los lugareños de donde paraba el tren subían a los vagones a pregonar su mercancía.
O podría empezar como empieza el etnólogo Ricardo Romano, quien “recaba entre ex trabajadores del ferrocarril… de la región de Apizaco” esta historia. En tres capítulos, su libro titulado La vida en rielesresponde –en coautoría omitida con Carmen Macías González– las preguntas relativas a la importancia de este transporte, su aparición en un sitio agrario y los hechos de 1910 y siguientes que lo marcaron… En el capítulo segundo, subcapítulo 2, trata del episodio obligado de cualquier lenguaje cuyo tema ande en las vías del México contemporáneo: “La huelga de 1959 y el desmantelamiento del Ferrocarril Mexicano”. Así, muy bien contextualizadas, los apizaquenses relatan sus vivencias en esta lucha:
“Llene usted un jarrito de agua, a ver si no lo llena. Ahora, una coladera, ¿la llenaría usted? ¡Pues no! Eso pasaba en ferrocarriles, había muchas fugas por todos lados, mala administración, malos manejos…” (Daniel Reyna) “Era una oposición para que vieran que podíamos parar. Así inició, ¿y qué hizo el gobierno? [...] Hubo muertos, hubo golpeados […] les echaban chapopote a los huelguistas y luego plumas. Fue algo tremendo, lo permitió el gobierno. Las demandas eran justas…” (Cristóbal Montiel) “En el ‘59 parecía como una película de esas de la segunda guerra mundial. Se soltaron avionetas sobrevolando Apizaco. ¡Qué feo! Porque a todos los trabajadores los corrieron, los sacaron, los encarcelaron, se hizo todo eso…” (Arturo Stevenson) “Ya con el ejército, en un pueblito me escondí, salí disfrazado con el sombrero de mi suegro porque me andaban buscando. Estuve quince días casi prófugo. A Vallejo ya lo habían encarcelado […], estuvo once años […] Me dijeron, desde este momento deja usted de ser ferrocarrilero […], fui a ver al maestro mecánico y me dijo: –Eres agitador y no se puede que te demos trabajo…” (Cristóbal Montiel) “Mi papá ahora sí que les hizo la chillona, porque pues tenía seis hijos –y decía: -¿Qué hago, qué voy a hacer? Yo no los voy a dejar así, cómo voy a dejar morir a mis hijos de hambre. Y le decían: –Bueno, hay dos opciones, o te liquidamos o te vas a trabajar a México. Entonces él decidió irse a trabajar a México…” (Héctor Schiaffini) “Apizaco tenía muchas cosas del ferrocarril, en el almacén había desde una aguja hasta de todo para abastecer el taller… la desgracia del ferrocarril [es] que fue saqueado, desde el de más arriba hasta el de más abajo. Una broquita mal puesta, pues la ocupaban y se la llevaban. Los de arriba robaron a manos llenas. Cuando López Portillo le encargó a su hermana que deschatarrizaran, fue cuando tiraron la casa redonda, y sentías feo, eran millones, miles de toneladas… (José Vargas Rossano).”
(Continuará.)
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