El prócer de la congruencia
incómoda
La noche de Ángeles, Ignacio Solares, Tusquets, México, 2016.
"Si lo matamos a él, asesinamos la Revolución”: el que habla es Gonzalo Escobar, vocal del Consejo de Guerra que, a las órdenes de Venustiano Carranza –en ese momento a la cabeza del movimiento armado que comenzara el 20 de noviembre de 1910–, instruiría un juicio militar con las cartas más que marcadas y, el 26 de noviembre de 1919, mandaría fusilar al general de División Felipe Ángeles cuando éste apenascontaba cincuenta años, cinco meses y trece días de vida.
Como sabe cualquier ciudadano mexicano que haya pasado al menos por una escuela primaria, Venustiano Carranza fue real: se trata de quien efectivamente acaudilló el movimiento revolucionario que iniciara Francisco I. Madero en la fecha arriba mencionada. Mucho más difícil será para cualquiera que no se dedique al estudio de la historia ubicar al citado Gonzalo Escobar pero será, digamos, algo normal, dado que dicho personaje no tuvo una participación relevante en la Revolución mexicana.
El problema viene cuando aparece el nombre de Felipe Ángeles, a quien la Historia con mayúscula, que es tanto como decir la historia oficial o, ya se sabe, la que suelen escribir los vencedores, decidió borrar tanto como fuera posible.
Mejor dicho, a lo largo de los últimos noventa y cinco años –es decir, desde el “triunfo” de la Revolución–, el problema ha consistido en dos averiguaciones que acaban siendo una sola: quién fue Felipe Ángeles y por qué su nombre no resulta familiar salvo para un puñado de especialistas y no para todos y cada uno de los millones de estudiantes que pasan por las escuelas mexicanas, a los que se les hace memorizar –a través de calles, delegaciones, municipios, papel moneda, conmemoraciones y demás– nombres como el de Madero y Carranza, pero también los de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, los últimos como quienes coronaron una gesta social que duró once años y cobró millones de vidas, y casi como meros partícipes –relevantes pero no determinantes– a Emiliano Zapata y Francisco Villa. Tampoco faltan, por supuesto, los “malos”, y ahí Porfirio Díaz y el alcohólico chacal Victoriano Huerta, pero en los mares de tinta oficial que pretenden contar lo que según la conveniencia de algunos equivale al re-nacimiento de una nación, sobre Felipe Ángeles no hay prácticamente ni una palabra.
Nacido en Zacualtipán, estado de Hidalgo, el 13 de junio de 1869, Ángeles ingresó al Ejército Mexicano a los catorce años de edad, en 1883, mantuvo una irrestricta lealtad a esa institución durante más de tres décadas y, para decirlo sin ambages, es una de las piezas clave para entender los cómo y los porqué de la Revolución, de la que muchos años fue pilar no sólo en términos militares sino, igual de importante, en terrenos éticos e ideológicos particularmente escasos –entonces como ahora– de figuras con talla indiscutible de próceres, héroes y forjadores de patria, para rematar con esas palabras que tanto gustan a los contadores de verdades históricas.
Es Felipe Ángeles, el personaje real, el protagonista de esta noche alucinada y alucinante que Ignacio Solares imaginó hace poco más de un cuarto de siglo, cuando lo que se conoce como novela histórica no se había convertido aún, al menos en nuestro país, en esa moda convenenciera que cada vez más escritores adoptan en el afán más bien banal de que volteen a verlos como de otro modo nunca lo harían ciertos lectores, aunque en el proceso renuncien a eso que algunos, todavía y románticamente, conocen comodecencia intelectual.
Como bien se sabe, a la ficción pura le corresponde la obligación única de ser verosímil, pero a la ficción mixta, por así llamarle a la que se provee de contenido en los hechos reales consignados por la historia, no sólo se le exige verosimilitud sino, al mismo nivel, una correspondencia irrestricta con lo que esté consignado en una documentación que, por lo demás, es accesible para cualquiera que se tome el trabajo de acudir a una hemeroteca, entre otras fuentes, de modo que las llamadas “licencias poéticas” consistan sólo en eso y no en tergiversaciones que, bajo el pretexto de la confección de una trama, distorsionen el sentido de los hechos o el carácter de los personajes.
Con La noche de Ángeles, lo que Solares ha hecho es un doble ejercicio de dignificación, primero en términos literarios, al haber acometido con meticulosidad y mano respetuosísima la tarea de hilvanar los datos duros de la historia con el relato imaginario que les diera un soporte narrativo, y segundo en términos históricos,al rescatar del cuasi anonimato a un personaje cuyo nombre, con muchos más merecimientos quebastantes otros, debiera aparecer con una frecuencia hoy concedida a José López Portillo, Carlos HankGonzález e inclusive Arturo Montiel, entre muchos otros ejemplos impresentables.
Como puede leerse en esta novela, lo mismo que en Felipe Ángeles, la magnífica obra de teatro de Elena Garro y en un par de libros de historia de Adolfo Gilly, al general Felipe Ángeles no lo mataron sus contrincantes en el campo de batalla sino sus propios correligionarios –que lo fueron sólo nominalmente–, quienes vieron en él un riesgo para sus intereses. Aunque quizá de manera inconsciente, a eso volvió a México el general Ángeles, a morir del único modo digno para él, e Ignacio Solares lo ubica en el momentopreciso del regreso, cuando el que fuera el más leal de los hombres a Francisco I. Madero, el peor enemigo de Victoriano Huerta y brazo derecho y cerebro militar de Pancho Villa, cruza unas aguas interminables que son, en el fondo, las que dividen la vida de la muerte.
El siguiente pasaje sintetiza perfectamente la afortunada amalgama de historia y literatura en la que consiste La noche de Ángeles, y con él cierran las presentes líneas:
"Pero nadie lo querrá matar, general. No es tan fácil matar a un hombre como usted, con su vocación de mártir. Tal parece que ansiara poner el cuello en la piedra, realizado y feliz de que se lo corten, y eso no le place a casi ningún verdugo. Con excepción, claro, de Carranza y Obregón, que degollaban sin atender demasiado a los ojos de la víctima, por lo que en cierta forma resultaban verdugos ideales para usted. Un nuevo editorial de El Heraldo decía: “A ver quién va a llevar en su conciencia la culpa histórica de fusilar al eximio general Felipe Ángeles, verdadero vencedor de Huerta y vengador de Madero.” Y escuche nomás el comentario del propio Diéguez:
–Es lo que preveía que iba a suceder. Quiere dejarnos su vida y su muerte como uno de sus planes de batalla, perfectamente trazados, y cada trozo con una explicación, para que mañana se pueda leer como se lee un hermoso texto".
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