Hay escritores a quienes una muerte inesperada o la falta de conciencia sobre su propio final les impide despedirse. Otros, en cambio, pueden hacerlo, aunque a veces ese adiós no se conozca hasta mucho tiempo después. O algunos no lo interpretan como tal hasta el fallecimiento del creador.
El 18 de junio de 2010, cuando el mundo conoció la noticia de la muerte de José Saramago, sus lectores comprendieron el verdadero alcance de su última frase en 'Caín', su último libro: «La historia ha acabado, no habrá nada más que contar». Podría parecer que el novelista portugués se refería solo a lo que en su obra había un final alternativo de la historia de la humanidad. Pero era también, y seguramente sobre todo, su despedida de los lectores. Tiempo atrás, mientras escribía 'El viaje del elefante', Saramago había estado ingresado en un hospital. Superó la crisis, pero fue consciente de que el final estaba muy cerca. Tuvo tiempo para acabar aquel libro y contar su propia versión de la historia del 'malvado' por excelencia del Antiguo Testamento. Sabía que no podría escribir nada más, y se lo anunció de esa forma a sus lectores. Murió apenas seis meses después de la publicación de ‘Caín’.
Miguel Delibes dijo adiós de una forma mucho más directa. El mismo día que terminó la corrección de las pruebas de 'El hereje' supo que padecía cáncer y que el tratamiento sería durísimo. Por eso, decidió que su carrera había terminado incluso aunque superara la enfermedad, y el día de la presentación de la novela lo dijo con toda claridad que no habría más libros, no tenía fuerzas para contar nada más.
Hay otros escritores cuya despedida ha sido más íntima y con frecuencia más dolorosa. Cuando los amigos de Antonio Machado se hicieron cargo de sus cosas tras su muerte en Colliure, hallaron en su abrigo un papel arrugado con un verso: «Estos días azules y este sol de la infancia». Casi con seguridad, lo escribió tras su último paseo por la playa, disfrutando de unos rayos de luz en mitad del invierno. Murió pocos días más tarde de ese adiós a sí mismo y a un pasado roto por una guerra que terminó muchos años después de que callaran los cañones.
Kafka se despidió de sus propios fantasmas. El 12 de junio de 1923, un año antes de su muerte, hizo la última anotación en su diario: «Estos últimos períodos, terribles, incontables, casi ininterrumpidos. Paseos, noches, días, incapaz para todo excepto para el dolor». Todavía pudo terminar algunos relatos breves, pero el autor praguense, que en esos momentos pesaba poco más de 50 kilos y se veía obligado a estar en cama buena parte del día a causa de la tuberculosis que terminó con su vida, sabía que, como todos sus personajes, estaba condenado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario