jueves, 23 de agosto de 2012

LA SEÑORA DALIA, Belisa Bartra


La Señora Dalia
La señora Dalia vivía, solitaria y tranquila, en un diminuto departamento del entresuelo del número dieciocho de la calle Mallorca. En raras ocasiones se dejaba ver fuera de su vivienda, pero algunas veces entreabría su puerta y, a pesar del ácido aroma nauseabundo, mezcla de vinagre rancio con mugre vieja que entonces invadía el pasillo, nosotros a hurtadillas espiábamos su descanso desde el rellano de la escalera.
En el vecindario se rumoreaba que la anciana era una bruja y su figura comenzó a poblar nuestras noches. El miedo se mezcló con la curiosidad: queríamos saber qué clase de mujer era aquella que habitaba nuestras pesadillas, discutíamos sobre cómo vivía una verdadera bruja  —convencidos como estábamos de que lo era— pero ninguno de nosotros se atrevía a acercarse demasiado, nos conformábamos con atisbarle desde el corredor cuando la puerta entreabierta nos enseñaba a una arrugadita señora Dalia dormitando plácidamente en su sillón, apenas iluminada la mitad de su cara por la vaga luz de la ventana y difuminada la otra por la penumbra del maloliente salón.
El día que retamos a Panchito era como otro cualquiera pero, por la razón que fuese, decidió aceptar la provocación. Resuelto subió los siete u ocho escalones que le separaban del hogar de la anciana, para encontrar la puerta cerrada. No se amilanó por esto y golpeó con fuerza la aldaba. Nosotros, que esperábamos nerviosos, al escuchar una especie de ronco gruñido que respondía a la llamada corrimos espantados, atropellándonos unos a otros y dejando a Panchito a merced de su suerte. Mi curiosidad, sin embargo, era tan fuerte que me sobrepuse y di media vuelta, aunque tuve el cuidado de quedarme agazapado tras la baranda de la escalera.
Un instante después pude ver cómo la vieja abrió la puerta y, al ver al niño, salió con lentitud al pasillo sin decir nada, observándolo fijamente, sin quitarle la mirada de encima ni por un instante mientras el espanto se reflejaba en los ojos de mi amigo. De pronto la abuela esbozó una sonrisa que se hacía más grande a cada segundo hasta que su rostro empezó a desfigurarse, la piel llena de arrugas se alisaba a medida que crecía la enorme sonrisa, los labios gigantescos enseñaron una dentadura que crecía desmesurada y en un momento la señora Dalia se transformó en una mandíbula monstruosa con dientes gigantescos sostenida por un cuerpecillo endeble enfundado en una bata de flores. Mi corazón latía desbocado y Panchito, paralizado, parecía a punto de desmayarse.
Entonces aquel engendro, con un rápido movimiento, se zampó a mi amigo de un bocado. Lancé un grito horrorizado y la bruja giró hacia mí su mandíbula sobre la que apenas vislumbré unos ojillos que me miraban sonrientes. Tras un minuto de mutuo análisis, ella recobró con rapidez su forma habitual de viejecita arrugada e indefensa, se entretuvo observándome un rato más y estuve seguro entonces de que sería el próximo en ser engullido, pero ella debía tener bastante con un solo niño porque se dio la vuelta y cerró con suavidad la puerta tras de sí, dejándome en la escalera con el mundo hecho pedazos.

Belisa Bartra


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