domingo, 23 de diciembre de 2012

HABÍA UNA VEZ (200 años de cuentos)..., Esther Andradi


Había una vez...
(200 años de cuentos)
Esther Andradi

Grabado de Gustave Doré
Hace tiempo que el antiguo cementerio de San Mateo, construido en Berlín en 1856, fue abrazado por la ciudad, en la frontera entre Kreuzberg y Schöneberg, los dos barrios más populosos y multiculturales del oeste. Hay que ver cómo se entremezclan la solemnidad de las tumbas y lo imponente de los muros de mármol de entonces, con la casi liviandad con que se venera la muerte en estos días. Científicos y sufragistas, poetas, banqueros de todas las épocas y cantantes pop se dan la mano bajo tierra –es un decir– junto a los hermanos Grimm, también sepultados aquí. Que fueron cuatro, pero especialmente dos de ellos, los filólogos Jacobo y Guillermo, se inmortalizaron con la recopilación de los cuentos populares, que a doscientos años de su primera edición, en diciembre de 1812, siguen dando de qué hablar en el mundo. Cuatro planchas perpendiculares a tierra, muy sencillas, y a la vez contundentes en mármol negro, les confiere ese toque de eternidad.
El imaginario popular
Cuando en 1812 se publicó la primera versión de los 210 Cuentos para la infancia y el hogar, nadie imaginó que iban a dar la vuelta al mundo y de qué manera. Esta edición no estaba dirigida a un público infantil sino a estudiosos, e incluía citas más extensas que los relatos en sí mismos. Acaso por esa razón se vendió muy modestamente, no más de un centenar de ejemplares anuales. A lo largo de casi medio siglo esta colección de los hermanos Grimm fue ampliada y modificada en varias reediciones hasta 1857, cuando comienza a difundirse como Cuentos de hadas de los hermanos Grimm.
Esta recopilación de corte antropológico entre los “nativos” de la Alemania de entonces fue sólo un aspecto, y seguramente no el más importante, de un intenso trabajo sobre la lengua encarado por los Grimm, cuyo eje fundamental lo constituyó la confección de un Diccionario alemán de doce volúmenes, así como la Gramática alemana y la Mitología alemana. Aquella Alemania no era la de ahora, ni siquiera geográficamente. Invadida por las tropas napoleónicas, la cultura tradicional sufría los embates del nuevo régimen. En 1803 los Grimm entraron en contacto académico en la Universidad de Marburgo con los románticos Clemens Brentano y Achim von Arnim, quienes inspiraron el interés por los relatos de tradición oral, tan frecuentes en esa región. Realizaron su recopilación especialmente en Kassel –ciudad hoy famosa por sus exposiciones internacionales de arte contemporáneo Dokumenta y ubicada en la región de Hesse, de donde los hermanos eran oriundos, y donde hasta el día de hoy el museo de una aldea local presume de albergar la cabaña que fuera propiedad de la abuela de Caperucita.
La recuperación de la tradición oral aparece hoy como imprescindible transfusión de sueños para construir el imaginario de un pueblo. Por su temática, y por el desarrollo de la misma, parecía claro que estos relatos orales no eran cuentos infantiles sino, en todo caso, instrucciones para adultos acerca de cómo encauzar y disciplinar la prole en el seno social. Pero no sólo eran formas de poner a la infancia en vereda, sino también a todo aquel componente anárquico de las relaciones humanas. Léase erotismo. Y así fue que fueron necesarias centenas de versiones hasta llegar a la actual Caperucita, por ejemplo, esa niña que camino a la casa de su abuela se extravía por senderos prohibidos del bosque y termina en la cama con un lobo para ser rescatada por un leñador.
Las historias recogidas por los hermanos Grimm siguen dando tela al psicoanálisis y las ciencias sociales, a la política, al cine, al teatro, a la ópera y a todas las artes. La literatura las ha revivido en adaptaciones a más de 160 idiomas, y con menos reverencia, a lo largo de los años, autoras y autores siguen reescribiendo las aventuras de los personajes. La más reciente, y en plena concordancia con el bicentenario de los Grimm, es la versión de la escritora alemana Karen Duve (1961), quien recrea en 180 páginas algunos de los cuentos más populares como “Blancanieves”, “Caperucita Roja” o “La Bella Durmiente”, así como “El hermano Lustig”, el menos divulgado de todos ellos. El soldado Lustig, que regresa hambriento de las Cruzadas, se encuentra con un San Pedro camuflado de mendigo, que lo somete a las más diversas pruebas. Los aspectos macabros de este relato le valieron el destierro de casi la mayoría de ediciones posteriores de las colecciones infantiles de los Grimm. En esta historia, San Pedro desarrolla una curiosa fórmula para resucitar a los muertos por el método de hervir y descarnar tres huesos del cadáver, que bien pudo haber inspirado a Mary Shelley para su Frankestein. Y la alemana Karen Duve desata el voyeurismo negro de la lectura llevando la descripción del ritual a sus extremos.
¿Donde reside la fascinación de estos relatos? Más allá de cómo accedimos a ellos, las hadas y brujas y príncipes de estas historias ya forman parte del imaginario de Occidente. Cuentos crueles, macabros, que no se privan de asesinatos ni muertes, ni entierros en vida, de estados de coma que duran años, de mutaciones y transformaciones, de madres brujas, reinas malvadas, princesas en el armario, empresarios desalmados y príncipes que croan. Todo sea por el oro y el poder. Pero el oro y el poder se alcanzan con abnegación, belleza y buenas maneras. Además, sólo el amor desinteresado puede abrir las puertas para acceder al poder más grande y a las riquezas más incalculables. Si esto no es la base para la domesticación obrera, yo soy Dios, debe haber pensado Carlitos Marx, que nació en 1818, seis años después que estos cuentos vieran la luz por primera vez, y dedicó su vida a barrer a fuerza de teoría y dialéctica materialista el opio de hadas, duendes y brujas por obnubilar el escenario de la lucha de clases.
Sea como fuere, al cabo de dos siglos, la magia de estos cuentos se sigue reproduciendo en el gran mercado del mundo, donde nunca falta gente que cree que besando sapos se accede a la riqueza. Algunos, por si acaso, hasta se los comen. Pero para ser justos, los Grimm no tienen la culpa de ello.

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