lunes, 31 de diciembre de 2012

LOS ESCRITORES Y LA INMORTALIDAD, Guillermo Piro


Hay una nouvelle de Arno Schmidt paticularmente encantadora titulada Tina o de la inmortalidad. En ella el narrador (el propio Arno, un escritor que vive malamente, un poco erudito en casi todo y un poco sexópata) es invitado por un desconocido a visitar el centro de la Tierra, al que se accede por un ascensor oculto detrás de un puesto de diarios atendido por una señora atractiva y callada llamada Tina Halein. El desconocido resulta ser Christian August Fischer, un escritor alemán de poca monta muerto en... 1829. Fischer logra convencer a Schmidt de que baje con él luego de explayarse en la descripción del estado de cosas: al morir, y en tanto y en cuanto los escritores siguen siendo mencionados en la corteza terrestre (en enciclopedias, en cartas, en discursos), viven una vida inmortal en el centro de la Tierra, donde se les permite elegir la edad en la que prefieren continuar su segunda vida y donde simplemente se alimentan de aire distribuido gratuitamente en pequeños comprimidos. Fischer explica: una vez cada veinte años, invitan a un escritor para que pase 24 horas entre sus pares difuntos para que de ese modo comprendan lo terriblemente dañino que resulta escribir libros, esperando que de ese modo abandonen la tarea y se dediquen a otra cosa más beneficiosa. En distintas épocas, el francés Julio Verne fue invitado, el danés Ludvig Holberg, el veneciano Giacomo Casanova, el alemán Ludwig Tieck..., todos los que de un modo velado terminaron cometiendo traición y escribiendo sobre el centro de la Tierra, inventando fantasías pero ocultando la verdad, que en última instancia resulta más increíble que la fantasía misma, inverosímilmente ridícula.
Hay escritores condenados para siempre a la inmortalidad, como Goethe, citado, plagiado y apelado    día a día. O el escritor más amado por Arno Schmidt, Fenimore Cooper. Arno, al verlo pasar en el cuerpo juvenil elegido por el fundador de la novela norteamericana, siente la tentación de abalanzarse sobre él para contarle que él mismo se ocupó de traducirlo y venerarlo, y que hasta escribió ensayos sobre su vida y su obra, pero Fischer consigue detenerlo a tiempo, escondiéndolo debajo de un banco de plaza: al ser Arno uno de los que mejor contribuyeron a que el nombre de Cooper siga en circulación, el norteamericano lo mataría. O al menos lo intentaría. En suma: nadie quiere vivir esa vida inmortal, todos sueñan con disolverse en la nada, que no es una forma distinta de energía sino simplemente eso, la nada. Al finalizar la jornada, Arno Schmidt vuelve a la superficie y no cumple con su promesa, contando todo lo visto y oído con lujo de detalles.
Como introducción, reconozco que es un poco larga, pero más o menos ésa es la historia que recuerdo cada vez que se muere un escritor, sin importar si es o no es de mi agrado.
Vaya como inventario fúnebre la lista de los escritores que se fueron a vivir una segunda vida al centro de la Tierra este 2012: Wislawa Szymborska, Ray Bradbury, Gore Vidal, Carlos Fuentes, Esther Tusquets, Antonio Tabucchi, Héctor Bianciotti.
No creo que vaya a ofenderse algún escritor si acaso me olvidé de su nombre. Desde donde viven ahora alimentándose de aire no pueden subir para perseguirme por difamación.

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