martes, 27 de mayo de 2014

SALADO ÁLVAREZ, UN BRILLO EN LA NIEBLA DEL OLVIDO, Jorge Souza Jauffred

Salado Álvarez,
un brillo en la niebla del olvido
Jorge Souza Jauffred

José Emilio Pacheco lo califica como el iniciador de la novela mexicana del sigloXX, José Luis Martínez afirma que es el autor de “una de las obras maestras de la novela histórica” y los especialistas coinciden en que legó a la posteridad uno de los filones más ricos de nuestras letras. Sin embargo, Victoriano Salado Álvarez estuvo, durante largos decenios, casi en el olvido; y si bien su trabajo comienza a revalorarse, Óscar Mata –uno de sus estudiosos– considera que la deuda sigue sin saldarse.

Dos pecados, tal vez, son la causa de esta indiferencia. El primero, que su obra maestra, los Episodios nacionales, se consideró “la epopeya del liberalismo reformador, como exaltación y justificación de la era de Díaz”, por decirlo con las palabras de José Emilio. El segundo, que fue adversario implacable de los regímenes postrevolucionarios.

Nació don Victoriano en Teocaltiche, Jalisco, el 30 de septiembre de 1867, unas semanas después del fusilamiento de Maximiliano, y murió en 1931, a dos años de decidirse a escribir sus estupendas y sabrosas Memorias, publicadas en 1946. “Nació justo al final de una época y vivió la plenitud y la decadencia de otra”, destaca Alberto Vital, al referirse al autor.

Casi niño fue enviado a Guadalajara, donde aprobó su examen de admisión en el Liceo de Varones al traducir del latín y de corrido una epístola de Cicerón y una fábula de Fedro. Ya entonces las letras lo apasionaban. Los libros se habían convertido en compañeros inseparables del mozalbete que comenzó a leer a los tres años. Artemio de Valle-Arizpe recuerda: “Sólo entre libros vi siempre a don Victoriano Salado Álvarez.

Entre libros, su ambiente natural.”
No había quien no conviniera en que el fracaso del 5 de mayo había sido obra de la casualidad, de la torpeza de los franceses, de la buena suerte de los mejicanos, de cualquiera de todas estas cosas ó de todas ellas juntas, pero sin que el suceso pudiera repetirse una vez más, á no ser que se transformaran las leyes de la naturaleza. Por eso, Loizillon, el autor á que me refiero, anunciaba a una su amiga, el 9 de diciembre del 62 que no tardará el ejército en llegar a Méjico, probablemente sin disparar un tiro. El 23 del mismo mes decía desde Perote: “Como quiera que sea, no atacaremos á Puebla antes de los fines de enero, algunos creen que nos costará mucho; otros, por el contrario, opinan que los mejicanos echarán pie atrás al primer cañonazo. ‘Yo soy del parecer de estos últimos’.”
Vinculado a las letras, se graduó de abogado en 1890, pero comenzó antes su carrera de periodista en El Diario de Jalisco. En 1995, con el poeta ManuelM. González fundó El Correo de Jalisco, cuya parte vendió después, tras morir su socio. Desde entonces, mantuvo colaboraciones en periódicos y revistas regionales y nacionales. Publicó, según José Luis Martínez, “varios millares de artículos” en El Universal y Excélsior, entre 1915 y 1931, año de su deceso. De aquella enorme producción se han rescatado dos colecciones: Rocalla de historia (1956) y Minucias del lenguaje(1957). Su hija Ana señala que cientos más siguen en espera de ser recogidos.

Sus primeros libros De mi cosecha. Estudios de crítica (1899) y De autos, cuentos y sucedidos (1901) le otorgaron renombre casi inmediato. En el primero polemizó decidida y elegantemente con sus amigos Amado Nervo y Jesús e. Valenzuela, al criticar el modernismo y defender el nacionalismo. El segundo reúne una serie de cuentos, algunos de ellos deliciosos, que justifican su temprana fama.

Su prestigio de joven escritor le ganó la invitación de Rafael Reyes Spíndola, director de El Imparcial, a Ciudad de México, a la que respondió entusiasmado. Ya en la capital, continuó su trabajo como articulista y profesor de español en la Escuela Nacional Preparatoria. La fortuna le sonrió y fue diputado y senador impulsado por Yves Limantour, el gran financiero del Porfiriato. A los treinta y dos años, con apoyo de su paisano José María Vigil, ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua, institución de la que, al morir, treinta y dos años más tarde, sería el secretario perpetuo. Perteneció también a la Academia Mexicana de la Historia.

Tenía treinta y cuatro años cuando el editor de México a través de los siglos, el catalán Santiago Ballescá, le encargó escribir los Episodios mexicanos, ofreciéndole un peso por página, “pero ni un día llegó a cumplirse aquella estipulación, porque me pagó mucho más de lo convenido”, dice en sus Memorias. La obra la realizó magistralmente con el apoyo moral de Vigil, quien le brindó un espacio en la Biblioteca Nacional y a quien se referiría como “el santo laico que tanto admiramos”.

De corrido, de 1901 a 1906, escribió los catorce episodios que forman el conjunto y que retratan con maestría e imaginación la era de Santa Ana, la Reforma, la Intervención y el Imperio. Una hazaña difícil de superar. Esos cinco años, dice Salado Álvarez, “fueron los más felices de mi vida”.

Los Episodios muestran, en su esplendor técnico, cualidades ausentes en otras obras de la época. En ellos brillan los recursos estilísticos, abundan las referencias históricas y las pinceladas magníficas que retratan personajes, reflejan costumbres y describen momentos de trascendencia. La obra maestra puede leerse de principio a fin por el placer de sus aderezos. La contundencia narrativa, la vena fina del humor, la precisión poética y los frecuentes guiños al lector convierten el texto en un tesoro literario.

En 1906, don Victoriano fue nombrado secretario de Gobierno, en Chihuahua, por el gobernador Enrique C. Creel, quien lo llevó con él a Washington como secretario de la embajada de México (1907-1909). Los cargos se sucedían mientras su convicción lo aseguraba como porfirista leal. En 1911, tras el estallido revolucionario y al asumir la Presidencia León de la Barra, fungía como subsecretario de Relaciones Exteriores, encargado del despacho del secretario. Fue ministro en El Salvador y Guatemala (1912-1914); pero, en 1914, el presidente Venustiano Carranza ordenó su licenciamiento cuando se desempeñaba como ministro en Brasil. Su filiación porfirista lo estigmatizaba. A partir de entonces vivió exiliado en España y Estados Unidos, con breves retornos a su país, hasta que en 1929 regresó definitivamente. Murió el 13 de octubre de 1931.

Dos años antes, había comenzado a redactar sus Memorias, una joya del género autobiográfico por la excelencia de su tejido. Memorables son las descripciones de los hechos históricos y la excelencia de los retratos de personajes ilustres. La acuciosidad con que acomete los detalles y describe los momentos especiales van más allá del recuento de su vida íntima y trazan un mural invaluable de la época.
Don Victoriano, dice Carlos González Peña, fue “una personalidad extraordinaria y poliédrica en el arte literario. Consorcio de razón y de fantasía había en él […] Ningún exceso de sensibilidad que desentonara; ningún arranque que desvirtuara el armonioso, sereno equilibrio”. Testimonios diversos destacan su bonhomía, su “simpatía espontánea”, su extraordinaria memoria y su inteligencia.

Aunque muchos de sus escritos han sido rescatados póstumamente del olvido, muchos otros continúan en la niebla. Hoy, el tiempo otorga una nueva perspectiva para acercarse a sus textos y está en marcha una revaloración de su trabajo: una obra que vincula, con excelencia, elementos históricos, narrativos, literarios y hasta periodísticos para elaborar un inmenso fresco de una etapa fundamental de México. Una etapa que, como la actual, se encamina hacia cambios inciertos y peligrosos.

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