Esterilidad
Enrique Héctor González
La verdad es que no esperaba volver a verlo nunca, por lo menos no en estas circunstancias. El doctor Enciso, incesante defensor de la vida –eso decía de sí mismo–, se empeñaba en rescatar residuos de fertilidad de parejas imposibilitadas para la procreación, y yo estaba ahí por la insistencia de mi marido que a como diera lugar quería ser padre.
Apareció por la puerta posterior de la clínica, no por la entrada. Al verme, algo en su interior brincó, ese pequeño salto de susto que tiembla a veces en la mirada. Para su desgracia, no había otro lugar vacío más que junto a mí y permanecer de pie en aquel vestíbulo estrecho podría generar la suspicacia de un enfisema rectal o alguna otra afección incómoda de ésas que Enciso, conocido entusiasta de casos perdidos, estaba siempre dispuesto a erradicar.
Se sentó, pues, a mi lado, y estrechó con mano indecisa la mía fatigada por un ejercicio del que hasta ese momento no había sido consciente: casi había estrangulado al osito de felpa que me sirve de llavero. Como la pregunta ¿qué haces aquí? era sumamente impropia, mi exmarido decidió guardar silencio, sonreírme a cada tanto y, aparentemente, no pensar en nada –lo que conseguía sin dificultad.
En eso ocurrió que era mi turno y lo dejé callado en el sillón de su estupenda estupidez, un rostro que yo bien conocía y en el que confluyen pacientemente la desidia y la ingenuidad. No pude dejar de preguntarle por él al médico, quien se extrañó de que lo conociera. Sí, es amigo de mi esposo, mentí. Entonces, dijo Enciso, sé que no debería comentárselo, pero siendo usted su amiga cometeré la indiscreción de informarle que ese hombre necesita ayuda psicológica y no la de un proctólogo (al momento advertí que la palabra analista era polisémica con justicia) o la de un defensor de la vida, como yo. Su mujer (la cuarta esposa, quiero decir) es estéril, pero por alguna extraña razón él sigue pensando que también es responsable de que sigan siendo un matrimonio blanco, como me gusta llamarlo. Tuvo algunas relaciones homosexuales de orden pasivo y supone entonces que no penetra a su consorte sino sintiendo que él es el penetrado, y alcanza pocas veces la eyaculación.
Creí entender de golpe muchas cosas, pero no podía elaborar la imprudencia de Enciso, por qué estaba empeñado en abrumarme de información, como si le fuera algo en ello o sospechara que me importaba el caso más de la cuenta –y no andaba muy errado, sólo un tanto anacrónico: hace cuatro años el asunto fue fundamental.
Ya le he recomendado –continuó el doctor luego de hacer una pausa para sosegar su celular– que vaya con algunos especialistas, pero él lo que quiere, primero, es estar seguro de que puede ser hombre para empezar a trabajar sus emociones de mujer. Yo sólo venía por mis resultados (estaba segura de que el estéril era él, mi segundo marido) y, vaya, ¡de lo que me estaba enterando por la vacilante ética profesional de Enciso!, quien por lo visto no había terminado de hablar. Sospecho, dijo, que la ansiedad de este hombre es un disfraz de la atracción que siente por mí. ¿Disfraz? Esa no es la palabra, pensé. ¿Usted qué cree? ¿Cómo me encuentra?, me preguntó de pronto. ¿En relación con quién?, contesté como haciendo un chiste. Lo cierto es que su narcisismo y sus infidencias ya me habían bloqueado el cerebro –de por sí fácilmente despistable.
La verdad, confesó por fin, es que… no sé por qué le digo a usted esto… es mi pareja desde hace unos meses, pero aún sigue casado con esa arpía de Marimar, ¿la conoce? No sé, doctor. Usted disculpará, pero ¿qué hay de lo mío? ¿Cómo? ¿No sabe si la conoce? Pero perdón, corrigió de inmediato, sí, aquí están sus resultados. Me parece que no hay ningún problema, señora Aceves, usted puede tener tantos hijos como veces su marido la atienda.
Yo ya sabía que no era yo, sólo quería la certificación del médico. Salía del consultorio con el incipiente entusiasmo que le da a una comprobar que tiene razón, cuando noté que Jaime, mi exmarido, se aproximaba con mirada fulminante y las manos crispadas. Me empujó contra una pared y me puso las manos en el cuello sin decir nada, sin gritar, pero con una fuerza impecable. Me sentí como un oso de felpa en manos nerviosas. Enciso me lo quitó de encima cuando estaba ya a punto de morir asfixiada.
Nunca supe por qué reaccionó de esa manera. Llegué a mi casa aturdida, desconcertada. Y ya ahí advertí que, en algún punto del trayecto, extravié el sobre con los resultados. Como es lógico, no quiero volver a ese consultorio y, como era previsible, Carlos no me creyó nada: sigue pensando que yo soy la culpable de que no tengamos hijos y un día de estos, si tengo suerte, se divorciará de mí.
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lunes, 19 de mayo de 2014
ESTERILIDAD, Enrique Héctor González
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