Escultura de Yanga, príncipe africano líder de la primera comunidad de esclavos que se rebelaron al yugo de la corona española, en la localidad veracruzana del mismo nombre |
Un fantasma en el corral de esclavos
Víctor Ronquillo
Todavía hoy, en las derruidas paredes del lugar, de aquel corral de esclavos, se encuentran las rendijas por las que aquellos seres humanos víctimas de la ambición, convertidos en mercancía, miraban el extraño mundo al que habían llegado luego de sobrevivir a los infortunios de una larga travesía. Muchos se agolpaban tras de esos resquicios de vida; hombres, mujeres, niños, los sobrevivientes se afanaban por mirar más allá de su cautiverio. Algunos preferían quedarse tumbados por ahí, padeciendo la larga agonía de la tristeza, la muerte de esa lenta enfermedad que socava el ánimo. Miraban con tristeza los desvaídos colores de un mundo ajeno. Un corral de esclavos, docenas de seres humanos despojados de su dignidad, en espera de la próxima ronda donde se comerciaba la mercancía de vidas truncadas. Todavía hoy existe este lugar, convertido en una vecindad a unas cuantas cuadras del centro de la ciudad de Córdoba, en Veracruz.
Llegamos al viejo corral de esclavos con ánimo de grabar en video el sitio. Imágenes para un documental sobre la negritud en México. Bajé de la camioneta y caminé media cuadra. Ahí estaba la marca, la estrella grabada en la piedra, una singular estrella emblema de los esclavistas. El viejo portón de madera de la vecindad estaba abierto. Avancé despacio. Hasta hace muy poco, según mis informantes, en la entrada se encontraba un osario de restos humanos a la vista. El horror no cesa, a pesar de que lo hayan cubierto de cemento; sospecho que no sólo en este lugar, sino a lo largo de los veinticinco o treinta metros del rectángulo por donde se extendía el viejo corral, deben encontrarse restos de seres humanos, los caídos en la última estación del infierno.
Más allá de los cuartos, de las viviendas erigidas por la pobreza a lo largo de muchos años, en el ambiente del lugar flota la tristeza, la desesperación, el amargo recuerdo de la crueldad. Camino entre un montón de escombros, la mala hierba crecida, trozos inservibles de madera, basura. Lo peor no está a la vista: anida en las entrañas de este sitio. El mal existe.
Olvidé que me esperaban en la camioneta con la cámara, que debía regresar con la propuesta de un plan para grabar el viejo corral de esclavos. Todo el dolor concentrado ahí, asomándose en la que quizá era la única pared de la vieja construcción, me cimbró, me provocó escalofríos. La cifra del dolor, su significado más profundo, tenía que ver con la humillación, con la nostalgia, con el oprobio de sobrevivir a toda costa.
Mis pasos me llevaron hasta las rendijas por las que esos hombres, esas mujeres, se asomaban a mirar un mundo ajeno. De ahí venían los seres que los habían capturado. ¿Cómo describirlos desde la mirada de sus víctimas? Más crueles que el mismo demonio, los más brutales depredadores sin paralelo en el reino animal, dueños de vicios tan infames que jamás podrán ser redimidos. Seres con apariencia humana donde el odio se acumula. Los esclavistas y una de las primeras formas de acumulación de capital.
La mirada. Tras de esas miradas habitaba el recuerdo, la abundancia de un lugar distinto, esa constelación de verdes en la tierra añorada, la vida plena en el reino perdido, las cotidianas tareas de la subsistencia, los frutos de la cosecha, los hijos, la mujer amada. Los esclavistas atrapaban varones jóvenes y fuertes, también hacían su presa a los niños y las mujeres. Buscaban la mercancía más resistente para soportar la travesía, la más rentable en el mercado.
Me asomo por una de esas rendijas, labradas en la cruda pared por generaciones de cautivos, miro una calle cualquiera, de poco tránsito, por donde caminan algunas personas de este siglo. Me estremece pensar que la mirada de alguno de esos hombres, de esas mujeres, lejos de la realidad de una calleja empedrada, del atardecer de un día que se consumó hace trescientos años, se perdió en el recuerdo de la captura, en las imágenes de la persecución, en la muerte de los seres queridos que quedaron atrás, en el reino de la libertad perdida para siempre.
Sé, como se saben ciertas cosas, que por aquí pasó un príncipe cautivo, Yanga, caudillo de negros libertos. Lo imagino con toda su majestuosidad de pie en medio del corral. Todos, aun sus captores, reconocen su noble estirpe. Ha llegado hasta aquí; ni la enfermedad, ni las humillaciones, ni las golpizas propinadas han logrado subyugarlo. Ha llegado hasta aquí y espera el momento justo para escapar de una hacienda cañera con un puñado de hombres para luchar por la emancipación de los suyos, antes de que cualquier criollo lo soñara siquiera. Yanga, príncipe libertario.
La guerra de guerrillas, el audaz combate de los desesperados, las imposibles victorias logradas por un ejército de esclavos capaces de poner contra la pared a los emisarios del imperio. De Yanga se sabe muy poco, la suya es una existencia cruzada por la leyenda, por la urgencia de libertad. Vivió muchos, muchos años, y nadie sabe cuándo ni donde murió. En el poblado de Veracruz que lleva su nombre le erigieron una estatua para mantener tranquilo su recuerdo. Las broncíneas estatuas no encabezan alzamientos armados en ninguna parte.
En los restos de este corral de esclavos convertido en vecindad, donde todavía hoy habitan el oprobio y la tristeza, se erige el recuerdo de Yanga. Tal vez el contagio de su dignidad se propagó más allá de la muerte del primer Yanga. ¿Qué pasó con el último, dónde están sus restos? Volvió a África y reinó entre los suyos por mucho tiempo.
Los habitantes de la vecindad se inquietaron con la presencia del tipo sentado en mitad del basurero. Iban a llamar a la patrulla cuando les dije que era reportero, cuando les pedí permiso para grabar con una cámara el lugar. Pocos sabían que en la vecindad, muchos años antes, se erigió un corral de esclavos. Josefita, una mujer ya mayor, me contó que en más de una ocasión se ha encontrado por ahí con el fantasma de un príncipe. Un príncipe negro.
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